Un gravamen ignominioso

La multiplicidad de leyes es muy dañosa a las repúblicas, porque con ellas se fundaron todas, y por ellas se perdieron casi todas. En siendo muchas, causan confusión y se olvidan, o, no se pudiendo observar, se desprecian. Argumentos son de una república disoluta. Unas se contradicen a otras y dan lugar a las interpretaciones de la malicia y a la variedad de las opiniones. De donde nacen los pleitos y las disensiones. Ocúpase la mayor parte del pueblo en los tribunales.

Palabras actualísimas entresacadas de un texto del arbitrista del siglo XVII Sancho de Moncaya, perfectamente aplicables a la espasmódica técnica legislativa que padece hoy el sector tributario y a sus nefastas consecuencias en forma de perenne conflictividad.

Como se sabrá, para mejorar esta situación, se nombró hace meses a unos expertos que elaboraron un informe cuyas conclusiones supondrían una revolucionaria actualización del ahora inexistente “sistema” tributario.

Sin embargo, lejos de someter ese informe a las modificaciones sociopolíticas oportunas, el Gobierno ha extraído de él cuatro ventosidades en forma de anteproyectos de modificación de la normativa del IRPF, del IS, del IVA y de la LGT, olvidando los aspectos que dotarían de dignidad y sensatez al orbe tributario: una mínima coordinación de los tributos cedidos a las comunidades autónomas, la desaparición de Patrimonio, la reforma de las haciendas locales o de la fiscalidad verde.

Estos anteproyectos parece que seguirán el cauce parlamentario clásico –que no común-, encontrándose actualmente conclusa la fase de observaciones, habiéndose ya debatido en la opinión pública diversas novedades controvertidas, como la tributación de las indemnizaciones por despido, retroactividad incluida, o la desaparición de los coeficientes reductores de las ganancias patrimoniales. Un trabajo informativo profundo al respecto se realizó por diversos expertos, precisamente, en el pasado número de esta revista.

Ello no obstante, una semana después de la presentación de la reforma ya se inició la clásica diarrea legislativa, desgajando parte de las medidas –las más populistas- escondidas a lo largo de un prolijo Real Decreto Ley -¡ése es mi legislador!- de entrada en vigor y publicitación gubernamental inmediata.

Pero, redeamus ad rem, es momento ahora de criticar la medida más ignominiosa del paquete legislativo en cuestión, cuya puesta en marcha supondría el gravamen sobre una renta inexistente: la novedosa imposición en IRPF sobre las reducciones de capital y de prima de emisión en sociedades no cotizadas.

En efecto, hasta ahora, las aportaciones a los fondos propios realizadas por los socios de compañías mercantiles tenían un tratamiento muy simple: lo aportado podía devolverse sin gravamen alguno, con la única limitación de que lo recibido en exceso tendría la consideración de retribución a los fondos propios y, por ende, llevaría anejo el tratamiento de rendimiento del capital mobiliario.

Esta mecánica tiene todo el sentido del mundo, pues ese dinero o bienes que se aportan, ya tributaron en el momento de su obtención por el contribuyente y su decisión de invertirlos en un proyecto empresarial en lugar de depositarlo en un banco, de gastarlo o de proceder a su arrendamiento no debería determinar un nuevo gravamen por el IRPF. Si resulta que lo devuelto al socio superara lo aportado, lo razonable es considerar que esa diferencia es un fruto, y de ahí el gravamen como dividendo.

Pues bien, el proyecto instaura un perverso sistema por el que, en caso de distribuirse prima o reducirse capital sobre valores no admitidos a negociación, se consideraría rendimiento de capital mobiliario el importe obtenido o el valor normal de  mercado de los bienes o derechos recibidos, con el límite de la diferencia positiva entre el valor de los fondos propios de las participaciones correspondientes al último ejercicio cerrado y su valor de adquisición; el exceso sobre ese límite, por su parte, minoraría el valor de adquisición de las participaciones.

Esta novedosa mecánica, dándole la vuelta a la tortilla tributaria, no solo genera una evidente doble imposición sobre una renta que ya tributó en el momento de su obtención y que ahora resultaría gravada simplemente por la elección de un método de inversión/ahorro determinado, sino que trastoca el principio fundamental de toda imposición: el objeto de un impuesto, esto es, el elemento o hecho de la realidad sobre el que recae la carga tributaria ha de ser la obtención de una renta, la tenencia de un patrimonio o la realización de un acto de consumo.

Fuera de esas tres circunstancias, imponer al contribuyente una alcabala sin contraprestación alguna es un acto ilegítimo, contrario no solo al precepto base del orden tributario –artículo 31 de la Constitución- sino al mismo derecho de propiedad, protegido como inalienable derecho del ser humano. Si, curiosamente, esa medida solo se impone a los inversores en sociedades no cotizadas –¿con el IBEX no se atreven?- el desamparo del ciudadano común es aún mayor.

Todo ello, por no hablar del efecto descapitalizador del tejido empresarial que un anuncio de este tipo tiene, contrario precisamente al ánimo emprendedor que presuntamente tanto quiere instaurarse en la ciudadanía desde instancias públicas.

En fin, esperemos una reconsideración de este dislate tan elemental y, con esto caro lector, como dijera Cervantes en el prólogo a sus Entremeses, Dios te dé salud y a mí paciencia (que falta nos hace).

Publicado hoy en Iuris & Lex.

0 pensamientos en “Un gravamen ignominioso

  1. Manuel Armas Suárez

    Gracias por el artículo : en caso de aprobarse la reforma en este sentido , no término de ver las diferencias respecto a redacción anterior , significa que en 2015 toda Reducción de Capital ( del que se aportó en su día en la constitución ) tributa ahora como Rtos de Capital Mobiliario ¿?

    Saludos,
    M. Armas.

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  2. Maria Pilar Fernández

    Por desgracia, sigue existiendo un uso del lenguaje jurídico extremadamente técnico, originando un texto muy poco entendible y comprensible. Tanto los juristas como los gobernantes debemos ser capaces de hacer llegar las leyes a todo el mundo, usando un lenguaje claro, sencillo y fácil de entender, sin abusar de tecnicismos y evitando las ambigüedades, causa principal de la famosa «interpretación» de la ley.

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