El dardo en el tributo (II)

Los errores gramaticales derivados del uso inadecuado de metáforas o falsos cultismos son los más visibles y lamentables, sobre todo cuando se producen en un riguroso y completo estudio de una compleja cuestión tributaria o en el corazón de una resolución judicial de gran calado o creadora de jurisprudencia.

Sin embargo, desde el paraíso -es decir, desde Asturias-, todo se ve y se lee de otra manera y uno se vuelve laxo con lo grave y puede llegar a considerar risible lo que debería ser inaceptable.

Es lo que me ha ocurrido al releer un exhaustivo análisis sobre las restricciones y limitaciones a la deducción de intereses en el Impuesto sobre Sociedades, publicado en una revista científica de lectura obligada para todo especialista, en el que el redactor –un alto cargo dentro de la Inspección de Hacienda del Estado- reflexiona acerca de la estructura normativa de una letra del artículo 14 de la Ley del Impuesto sobre Sociedades, señalando que “tampoco deberían atravesar aquel dintel(sic) unos gastos financieros exorbitantes”.

Vamos a ver, la conocida metáfora de traspasar los umbrales de una puerta suena tan bien como el mantra que yo mismo he utilizado comparando mi lugar de estío con el Edén. Pero si confundimos el umbral –es decir, la parte inferior en la puerta o entrada de las casas- con el dintel, esto es, la “parte superior de las puertas, ventanas y otros huecos que carga sobre las jambas”, lo único que se puede conseguir es darse de bruces contra la pared y, en este caso, contra una incorrección lingüística perfectamente evitable.

La misma hilaridad produce encontrar, en un comentario realizado por otro miembro –éste en excedencia- del mismo cuerpo sobre la existencia de motivos económicos válidos en operaciones de reestructuración empresarial, que “la parte recurrente (…) aportó un abundante acerbo(sic) probatorio, destacando sobre todo las pruebas periciales”.

Y es que un proceso judicial puede resultar una cruel –es decir, una acerba- penitencia para el contribuyente afectado, sin lugar a dudas, pero lo que no puede una de las partes litigantes es ser cruel –ergo, acerbo- en la aportación de pruebas, salvo que quiera enfadar al juzgador que dirimirá la contienda. Si acaso, lo que sí podrá aportarse es un acervo probatorio, considerando tal acepción como un conjunto de pruebas, de forma diferente –dicho sea de paso- a como tal término aparece definido en el diccionario académico.

Puestos a evitar disparates, no estaría de más también desterrar ciertos términos que muchas veces leemos en jurisprudencia, como “combatir”, “violar”, que pueden sustituirse fácilmente por sinónimos más neutros, como el menos pretencioso “infringir”. Sí, infringir y no “infrigir”, como utilizó graciosamente un auto del Tribunal Supremo del año 2012 que también tengo en mis manos. Concretamente, se señala que “La Caixa alegó que la sentencia infrigía”, lo que recuerda a aquel ministro que hablaba de los “corrutos” como si no fuesen con él.

Se puede infringir una norma, y también se puede infligir un daño, pero lo que no resulta admisible es infrigir, aunque aquí el dislate es disculpable dada la paronimia de los términos en cuestión.

Del mismo modo, no puede tampoco existir una “ingerencia”, como utilizó el mismo órgano judicial en la sentencia que resolvió el pasado mes de mayo ciertas cuestiones sobre el reglamento de operaciones vinculadas, pero sí “inferencias” o “injerencias”, de una proximidad fónica casi absoluta.

Más grave, por generalizado, es el uso abusivo de la expresión “el mismo” en la redacción de cualquier norma –especialmente, en las tributarias-, que como dice el Diccionario Panhispánico de Dudas “a pesar de su extensión en el lenguaje administrativo y periodístico, es innecesario y desaconsejable”, pues se trata de un elemento vacío de sentido y perfectamente sustituible por demostrativos, posesivos o pronombres personales, que cumplen mejor la función anafórica que se pretende con su uso.

Y es que, con Tejerizo en su trabajo La seguridad jurídica en crisis, si ya hemos llegado a aceptar que las normas tributarias sean confusas, reiterativas y asistemáticas “y no es necesario insistir en ello porque tales defectos son tan evidentes que saltan a la vista”, lo mínimo que debe mantener el legislador es un mínimo decoro lingüístico en la forma de expresarse, que lo aleje del analfabetismo idiomático.

No me gustaría dejar al margen de anacolutos a la prensa, y más en concreto a la especializada en el mundo empresarial con mayor tirada en la imprenta, en la que un titular llamó mi atención no hace mucho, al no acertar a entender lo que expresaba: “Declaran inconstitucional la tasa catalana sobre quejas a empresas” (¿). Tras el impacto de esa incomprensible noticia, ahondé en el artículo hasta llegar al clímax de la impropiedad cuando se dice que “el ente supervisor rechazó el recurso de los populares porque se basaba en supósitos (sic)”.

Si acaso, el recurso se basaría en conjeturas o, si se quiere, en hipótesis apodícticas, pero los supósitos, como los apósitos, depósitos, pósitos y demás palabras semejantes, lo que único que pueden lograr es dejar en pañales, en materia léxica, al redactor del artículo.

Desde luego, si Larra levantara la cabeza de su tumba y le dieran a leer semejante columna (des)informativa, se volvería a pegar un tiro en la sien. Denlo por supósito…digo, por supuesto.

Publicado en Iuris&Lex -elEconomista- el viernes 29 de agosto de 2014.

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