O se sanciona bien o no se sanciona. Lo otro es, Injusticia.

Uno de los ámbitos más polémicos y controvertidos del Derecho Tributario es el que hace referencia a la potestad sancionadora de la Administración Tributaria.

Aunque nos cueste aceptarlo, parece razonable pensar que, en cuanto a la regularización de una eventual cuota tributaria eludida o incorrectamente liquidada, con la consiguiente compensación del perjuicio financiero ocasionado (los intereses de demora), cabría una cierta posición de privilegio a favor de los criterios y actuaciones administrativas, en aras de conseguir la efectiva recaudación y obtención de los recursos públicos (el dinero de todos); es lo que, en nuestro ordenamiento, se traduce en la presunción de veracidad de los actos administrativos así como el reconocimiento legal privilegiado del crédito público y las garantías del mismo.

No obstante, esta posición elevada y presuntamente correcta debería decaer y ser puesta en cuestión cuando la Administración hace uso de sus facultades sancionadoras. En este caso, la presunción de inocencia es un derecho ciudadano irrenunciable y existe un principio básico de exigencia de responsabilidad, que se traduce, en la obligación y deber de la Administración de demostrar de forma completa y fehaciente que el ciudadano ha vulnerado alguna norma, ha causado una infracción y, por ello, debe ser objeto de la consiguiente reprimenda mediante la imposición de determinadas sanciones.

Esta es la teoría. Ahora bien, en la práctica real, con demasiada frecuencia, nos encontramos que, por distintas razones (por desidia, por rutina, por prejuicios, por necesidad de obtener ingresos, por falta de competencia o capacidad, etc.), los órganos de la Administración olvidan la trascendencia y relevancia del ejercicio de sus facultades sancionadoras. Y así sucede que, con demasiada facilidad, el ciudadano es percibido como un presunto culpable y, el mero hecho de existir una actuación administrativa de regularización tributaria (es decir, la acción de la Administración de enmendarle la plana a algún contribuyente) debería ser objeto de penalización sin demasiada discusión.

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Pero claro, los ciudadanos somos revoltosos y ante semejantes desmanes tenemos la vieja tentación de protestar y rebelarnos contra la imposición de sanciones. Una cosa es enmendar el error, otra cosa es ahondar la herida.

Afortunadamente, con el paso de los años, los distintos órganos jurisdiccionales y revisores han complementado el ordenamiento legal, a fin de garantizar y salvaguardar el viejo derecho a la presunción de la inocencia en el ámbito sancionador tributario. En particular, un hecho especialmente sensible y polémico es la exigencia legal de motivar y fundamentar de forma adecuada los actos y resoluciones sancionadoras.

La Administración es y debe ser fría, racional, rutinaria, predecible y objetiva, en resumen, burocrática. Sin embargo, esta forma de actuar, protocolizada y ordenada, con el objetivo de evitar la corrupción, el privilegio y el favor para unos en detrimento de otros, no debe servir de pretexto para eludir cualquier discriminación o diferenciación allá donde debe ejercerse, en beneficio y garantía del ciudadano, a quien dice representar. Si un resultado equivalente (un defecto en una declaración-liquidación de un determinado tributo con la consiguiente falta de ingreso parcial) puede tener orígenes distintos: un mero error (el error humano) o a una actuación maliciosa del contribuyente; las consecuencias tributarias deberían ser también distintas. En el ámbito sancionador, lo relevante no debería ser el hecho o resultado, sino las causas.

Tal es así que, existen pronunciamientos que exigen que las resoluciones sancionadoras no sólo que estén motivadas sino debidamente motivadas, esto es, deben poner de manifiesto que la actuación y conducta del ciudadano-contribuyente no sólo es incorrecta sino que ha vulnerado la normativa, ha cometido una infracción y no existe excusa o motivo alguno que lo exima de culpa, aunque sea a simple título de negligencia (como diríamos los de la vieja usanza, “pecados de acción u omisión” o la falta de la debida diligencia). Recordemos así, como diversos órganos jurisdiccionales han resuelto afirmando que es insuficiente emplear referencias genéricas sin especificar cuáles son los comportamientos del contribuyente que permiten calificarlo como infractor o la utilización de mera fórmulas estereotipadas en la que no se justifica la culpa o negligencia en la conducta del interesado.

En cualquier caso, el deber de motivación es un elemento clave y sustancial, junto con otros elementos del procedimiento sancionador, por ello, cuando la Administración incumple esta exigencia legal y mandato, lógicamente, las sanciones tributarias son objeto de anulación y pierden de toda validez. Es más, como ha reconocido expresamente el Tribunal Económico-Administrativo Central en su reciente Resolución de fecha 5 de febrero de 2015 (en el Fundamento de Derecho Décimo de una extensísima Resolución), una motivación indebida e insuficiente de la imposición de sanción, no constituyen meros defectos formales, sino que suponen que la sanción adolece de los necesarios elementos materiales que constituyen presupuesto de su validez, por lo que se confirma la anulación de la misma sin que quepa dictar nueva sanción por dicho tipo infractor y ejercicio.” Esta Resolución es novedosa en el ámbito administrativo, en tanto en el ámbito jurisdiccional, por ejemplo, la Audiencia Nacional (entre otras, en su Sentencia de fecha 5 de febrero de 2009) ya hablaba de que, en caso de anulación de las sanciones por indebida motivación no cabía la retroacción de actuaciones administrativas, vedando así, la subsanación del “error” administrativo.

Como exponía al principio, una cosa es regularizar una cuota tributaria (que el ciudadano cumpla con su deber) y otra bien distinta es imponer una sanción (que el ciudadano se vea privado de alguno o varios de sus derechos), por ello, los efectos del incumplimiento del deber de motivar una resolución o actuación administrativa son distintos en ambos supuestos: en el primer caso, las actuaciones administrativas son subsanables (el bien o interés público prima sobre los intereses particulares) mientras que en el segundo supuesto no deberían serlo (el derecho del ciudadano es prioritario a la acción punitiva).

Por todo ello, por el bien de todos, sería de agradecer que la Administración revisase sus actuaciones y se esforzase por sancionar correctamente allá donde proceda, evitando dejarse llevar por sus automatismos, prejuicios y cualesquiera otros defectos en el ejercicio de su ius puniendi. Precisamente, esta mala praxis administrativa, esta voracidad recaudatoria y los desvelos por amedrentar el ciudadano medio, consigue lo contrario de lo pretendidoque muchos inocentes asuman sanciones (injustas e ilegales) así como que los realmente culpables y delincuentes puedan eludir o evitar el merecido castigo.

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