La leyenda de las actas de conformidad

e encanta la mitología, lo reconozco. Y, diciendo esto en un momento especialmente triste por culpa de las maldades de la Providencia, creo. Sigo teniendo fe. Pero para creer en algo necesito eikos, esto es, verosimilitud. Algo que me enseñó la Poética de Aristóteles cuando señala, con ese lenguaje tan claro de los clásicos, que “la tarea del poeta es describir no lo que ha acontecido, sino lo que podría haber ocurrido, esto es, tanto lo que es posible como probable o necesario” de modo que “una imposibilidad probable es preferible a una posibilidad improbable. Las fábulas no deben constituirse de incidentes irracionales; todo lo irracional tiene que ser excluido en cuanto es posible, o si no mantenido fuera del relato, por lo menos.”

Así las cosas, puedo llegar a comprender la llegada de los Reyes Magos de Oriente al lugar donde asentaron sus posaderas el Salvador y sus padres, aunque la sabiduría popular haya cambiado su aspecto, su indumentarias, sus ofrendas y hasta su color de piel para hacerlos, así, más singulares y atrayentes a los pequeños.

Mi inocencia no concibe, en cambio, esa tradición importada que dice que un hombre obeso, mayor y de condición sexual cuando menos ambigua –no en vano lo llaman Santa-, se introduce por las chimeneas –no sé cómo- para dar regalos a los niños.

Me sorprende, llevando estas premisas al terreno tributario, como los miembros de la Judicatura pueden seguir creyendo de forma ciega en la realidad de los hechos plasmados en las actas de conformidad.

En efecto, como es sabido, existen tres tipos de propuestas de liquidación resultantes de un procedimiento inquisitivo abierto por Hacienda: (i) las actas con acuerdo, que si bien cuentan con ventajas para ambas partes en discusión –para el fisco, el depósito inmediato de lo adeudado; para el contribuyente, reducciones en el estipendio final- sólo se pueden aplicar en casos muy concretos; (ii) las actas en disconformidad, habitual precedente de una discusión en torno a la licitud de la liquidación emitida por Hacienda, tanto en lo que se refiere a su base probatoria como en sus razonamientos jurídicos y (iii) las actas en conformidad, que apriorísticamente muestran una conformidad con los hechos planteados en la propuesta de regularización emitida por el órgano liquidador pero que, en modo alguno, determinan un automático aquietamiento ante el acto administrativo resultante.

En pura teoría las actas de inspección tienen la naturaleza jurídica de documento público y, de firmarse en conformidad por las dos partes discrepantes, pueden llegar a ser consideradas como una suerte de acuerdo extrajudicial o pacto sobre el crédito tributario resultante, lo que supondría que el contribuyente que las impugnara o intentara desacreditar los hechos o razonamientos jurídicos que allí se reflejan podría estar yendo contra sus propios actos, contrariando así la buena fe que debe regir toda relación jurídica.

Sin embargo, esta visión académica admitida por los Tribunales –v.g. STS de 16/11/15- desconoce una realidad que circunda los procedimientos inspectores, cual es la presión que se ejerce sobre el contribuyente para que las actuaciones se formalicen en este tipo de acuerdos de conformidad, con motivos que todos conocemos. A saber: (i) la pereza que le supone al actuario redactar el informe que acompaña a las actas en disconformidad, (ii) la amenaza velada –o no- de utilizar los umbrales máximos de las horquillas sancionadoras, que pueden multiplicar fácilmente la cuota punitiva por tres, (iii) o de aplicar algún criterio de graduación del tipo infractor,(iv) el firmar cuanto antes para llegar a los objetivos del año o, (v) el más común por raro que parezca, como es que el inspector diga que él “siempre firma en conformidad” (sic).

Con estas premisas, no debería haber –ni siquiera plantearse- quebrantamiento alguno de los actos propios por parte del contribuyente, porque éste es la parte débil en la relación tributaria y porque, a fortiori, se ve compelido a seguir las instrucciones del actuario para evitar males mayores en el quantum de las liquidaciones que emita y, si bien es cierto que los hechos que aparezcan en el acta se presumirán ciertos, tanto estos como los fundamentos jurídicos que la acrisolen resultan impugnables mediante la pertinente prueba y fundamentación contraria.

Tan es así que el propio TEAC venía admitiendo –resoluciones de 10/9/03 y 17/2/11- que la oposición a las actas en conformidad efectuada dentro del plazo de mes para se diera su firmeza, suponía su conversión en actas en disconformidad, lo que afectaría tanto a su tramitación ulterior como al valor sacro que equivocadamente se le suele otorgar a su redacción.

Desgraciadamente, tal posibilidad fue inhabilitada con la redacción del actual RGIT, que ahora señala expresamente que el contribuyente no pueda revocar la conformidad manifestada en el acta, sin perjuicio de sí poder recurrir la liquidación resultante.

A pesar de ello, en este asunto los Tribunales deberían tener una visión menos sesgada y más poética, al aristotélico modo, no limitada a lo descrito como acontecido en las actas sino también a lo que probablemente se pretende describir de la lectura del expediente administrativo, para hallar así una verdad fáctica sobre la que valorar objetivamente las pretensiones de las partes.

Quot erat demonstrandum.

A mi tía Herminia, luchadora, desdichada, que me vio crecer. Siempre en el corazón.

Publicado hoy en Iuris&Lex (elEconomista).

Un pensamiento en “La leyenda de las actas de conformidad

  1. Jaime

    El artículo es bueno, y refleja de manera laxa, “light”, la realidad de lo que acontece cada día en las inspecciones de hacienda con los contribuyentes. Si bien, y por la experiencia que tenemos en nuestro despacho, seríamos más beligerantes al comprobar el abuso constante de la interpretación de las normas para obtener un resultado siempre más gravoso para el contribuyente. Siendo paradójico que en ocasiones el argumento esgrimido en un caso determinado es usado contrariamente en otro para los mismos hechos.

    Las modificaciones constantes que se realizan en las normas tributarias hacen cada vez mayor la supremacía de la administración, convirtiendo los procedimientos en la voluntad del actuario –y del inspector que cuelga-, dejando a los administrados en la mayor de las indefensiones y frustraciones que puedan existir.

    A las injusticias e ilegalidades cometidas en los procedimientos tenemos que sumar el brutal, grosero y salvaje régimen sancionador.

    Lo peor de todo es el gran número de pequeñas y medianas empresas que ponen en riesgo de pervivir, o que finalmente consiguen fulminar.

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