El contribuyente, desterrado en Manus (o Naurú)

Decir a estas alturas que la inmigración -su adecuada y ordenada «gestión», signifique eso lo que signifique- es uno de los mayores y más difíciles retos a los que se enfrentan los países del mundo desarrollado (ése en el que la lotería vital nos ha colocado) es algo ya cansino por manido.

En este asunto, como en tantos otros, no hay una varita mágica que nos marque el camino; todas y cada una de las soluciones tienen sus luces y sus sombras. Una de las que mediáticamente más atención ha generado es la «vía australiana»: Australia, una sociedad desarrollada, con una cultura de marcada raigambre anglosajona (lo que hace que la precaria situación de los aborígenes sea, aún hoy, una mancha en su hoja de servicios), decidió en 2013 implantar la política del destierro: aquellos inmigrantes que llegaran ilegalmente al país (siempre, obviamente, por vía marítima), serían inmediatamente confinados en «campamentos» situados en remotas islas bajo jurisdicción de países «amigos» a los que el gobierno de Canberra agradecería generosamente ese «gesto».

Es así como ha trascendido la difícil situación en la que estos inmigrantes frustrados se encuentran: un auténtico limbo burocrático-administrativo que se dilata en el tiempo todo lo que sea necesario hasta provocar que el «efecto llamada» sea silenciado, cuando no revertido en el sentido inverso. Ése es el caso de los desterrados en Manus (una isla a 300 kilómetros al noreste de Nueva Guinea) o en Naurú (esa minisla-Estado, ubicada entre Australia y Hawai, arruinada tras la «burbuja» del fosfato con origen en el guano); es decir, dos lugares en medio de ninguna parte… Y es ahí, en esa tierra de nadie, donde quedan ubicados «sine die», viendo como sus sueños se esfuman. La cuestión, no menor, es que esa política australiana plantea varios «problemas» pues «implica la violación de varios derechos básicos, incluidos el de no ser torturado ni sometido a un trato inhumano, el principio de no devolución de refugiados o el derecho a que su demanda de asilo sea tramitada» (Carolina Gottardo, Presidenta en Australia del Servicio Jesuita para los Refugiados; y, en similares términos, Thomas Albrecht, Delegado de ACNUR en Canberra).

NoWay

Son tan numerosos como variopintos los casos en los que los contribuyentes solicitan a un TEAR (o, al TEAC, o a un TSJ o a la propia AN) la adopción de medidas cautelares (singularmente, la suspensión -ya saben, siempre en el sentido amplio del término-, interesando que también enerve la presunción de validez del acto impugnado) en tanto en cuanto se resuelva el fondo de la controversia que mantienen con la Administración tributaria. Ésa es la famosa primera batalla que ha de librarse con el erario público, a riesgo de que, si se pierde, la victoria final en la guerra pudiera ser del todo pírrica.

Y, en esos escenarios, es de lo más habitual (es más, lo contrario es lo extraño) que en tanto en cuanto se resuelve esa medida cautelar, la Administración «concernida» siga en sus trece, llevando a cabo sus pretensiones, ejecutando los actos consiguientes sin tener en cuenta que hay una petición de suspensión aún no resuelta. Es bien sabido que ése es el hábitat natural de la suspensión cautelarísima; ésa que opera más sobre el papel que en la cruda realidad cotidiana. Porque lo habitual, aquello a lo que las distintas Administraciones tributarias con las que interactuamos nos tienen acostumbrados, es que, durante esa dilatada espera al pronunciamiento de la medida cautelar, ellas siguen a lo suyo. Es decir, que o no se dan por enteradas de esa pendencia o que, aun enterándose, hacen oídos sordos a esa vocecita que les susurra al oído que lo suyo -lo jurídicametne ortodoxo- es «levantar los brazos» y aguardar hasta que se produzca una resolución expresa sobre esa petición formulada por el contribuyente. Lo nítido del argumento nos lo facilita el sinsentido del caso de un preso que, en el corredor de la muerte, solicitara una suspensión de su ejecución, y esa petición se resolviera -¡favorablemente!- una vez que la ejecución ya se hubiera consumado…

Y esto no es que lo diga yo, como ya saben, poco dado a tener ideas propias; no. Esto lo ha dicho hasta la saciedad el mismísimo Tribunal Supremo, entre muchas otras, en las siguientes sentencias:

 STS de 3/7/1999 (recurso nº 5294/1996): «(…) si la petición de suspensión no fue resuelta, (…), resulta claro que hasta esa fecha estaba enervada cualquier actuación que pudiera significar ejecución del acto reclamado».

STS de 16/3/2006 (recurso nº 7705/2000): «De lo anterior resulta que, hasta la fecha de la resolución sobre su denegación, la suspensión deberá entenderse acordada preventivamente por lo cual cualquier actuación de la Administración tendente a la recaudación de la deuda carece de cobertura legal y debe reputarse nula».

STS de 16/2/2011 (recurso nº 523/2006): «Existe una jurisprudencia reiterada que declara la improcedencia de los procedimientos (…) iniciados estando pendiente de resolver una solicitud de suspensión y ello porque, como se dijo en la sentencia de 24/4/2008: «negar a la entidad recurrente los efectos que, con carácter preventivo, produce la solicitud de suspensión, bien sea en la vía económico-administrativa, bien sea en la judicial, supone privarle del derecho constitucional a la tutela cautelar, que impide la ejecutividad del acto administrativo en tanto pende la decisión de una petición de suspensión´´. En el mismo sentido hemos dicho que tal proceder «conculca artículos 9, 24.1 y 106.1 de la Constitución, contraviniendo la seguridad jurídica, el derecho a la tutela judicial efectiva y la prohibición de indefensión, así como el sometimiento de la actividad administrativa al control de legalidad´´ (sentencia de 25/1/2007, si bien en el mismo sentido pueden citarse las de 29/4/2005, 16/3/2006 y 11/6/2008)». También en análogos términos se pronuncian las STS de 11 y 18/6/2009 y 26/4/2012, entre otras muchas.

Y, claro, cuando el sufrido contribuyente observa que todos sus desvelos para lograr que se le preserve su estatus jurídico a la espera de que se resuelva su petición de medidas cautelares son del todo estériles, surge la desazón, el desánimo, el desaliento… Más aún cuando -como ya ha ocurrido- es todo un TSJ el que avala que en tanto en cuanto el Tribunal Constitucional (TC) admite a trámite un recurso de amparo (que incorpora su propia petición de suspensión), la Administración pueda proseguir con la ejecución de la sentencia precisamente objeto de impugnación ante el propio TC. En tal situación, al borde de la desesperación, el contribuyente se encuentra en un genuino limbo -salvando las obvias distancias, lo gaseoso de su estatus jurídico hace rememorar el de esos pobres, desterrados en Manus o Naurú-, o, en la atinada expresión del Magistrado del TS D. Manuel Garzón Herrero, un «guantánamo tributario». E, igual que esos desheredados se agarran al clavo ardiendo de las ONGs y al ruido mediático, lo que a estos contribuyentes les queda es tocar la tecla del procedimiento especial para la protección de Derechos Fundamentales (el «miniamparo», en el argot contencioso) y, también, el denunciarlo. Y -como diría mi bienquerido Leopoldo Gandarías-, «en esas estamos, oigan».


Acerca de Javier Gómez Taboada

Licenciado en Derecho por la Universidad de Salamanca. Máster en Asesoría Fiscal por el Instituto de Empresa, desarrolló su carrera profesional en J&B Cremades, Coopers&Lybrand y EY Abogados donde fue su Director en Galicia. Miembro de la Asociación Española de Asesores Fiscales (AEDAF), es profesor de los Máster en Asesoría Jurídica (Universidad La Coruña), en Asesoría Jurídica de Empresa (IFFE), en Fiscalidad y Tributación (Colegio de Economistas de La Coruña) y en Tributación y Asesoría Fiscal (Escuela de Finanzas). Es colaborador habitual en publicaciones tributarias especializadas. Socio del Área Tributaria de MAIO. @JavierGTaboada

2 pensamientos en “El contribuyente, desterrado en Manus (o Naurú)

  1. Jose

    Maestro y amigo Javier:

    Hace muy poco me encontré precisamente en esta situación. En el preceptivo recurso de reposición solicité para uno de mis clientes la suspensión de la ejecución de una liquidación definitiva de IIVTNU. Una liquidación dictada después de la STC que declara nulos «ex origine» los artículos de la Ley de Haciendas Locales que regulan la base imponible del impuesto. Por prevención, aporte fianza solidaria de dos contribuyentes, y eso que la liquidación solo podía derivar de un terrible error de hecho. Al poco mi cliente recibió la providencia de apremio, sin que hubiera recaído resolución ni sobre el recurso ni sobre la suspensión.

    Me presenté en el Ayuntamiento, y volví a sentir ese sudor frío que me recorre el cuerpo cada vez que alguien me habla de acercar la administración al ciudadano.

    Tal y como me esperaba, allí prácticamente nadie conocía la posibilidad que ofrece la LGT de aportar fianza personal y solidaria de dos contribuyentes como garantía para deudas inferiores a 1.500 Euros. Su interpretación de la ley, de la STC y de su propia misión parecía sacada de un manicomio. Peor aún, parecía una versión kafkiana de la ley del embudo. Con toda tranquilidad me decían que las «plusvalías» previas a la STC no se veían afectadas por la STC, y las posteriores podrían liquidarlas tantas veces como fuesen necesarias (sic) cuando salga la nueva ley (la cual en su versión actual es tal aberración que estoy seguro de que podría inspirar uno de tus posts). Indiqué que eso estaba muy bien, pero que con independencia del fondo del asunto, no podían iniciar el apremio sin resolver sobre la suspensión. Ni siquiera la última STS de 19/07/2017 que zanja (si es que se puede zanjar) esta polémica les pareció un argumento convincente. Como hacían oídos sordos, mencioné mi intención de acudir a la fiscalía si ejecutaban la providencia. El personal de servicio contestó que yo podía hacer lo que considerase oportuno, pero alguien debió intuir que aquello podía acabar mal para alguno de ellos. Así que trajeron a la tesorera municipal, que sí conocía las posibilidades de la LGT en cuanto a la aportación de fianza personal y solidaria, y desconocía en absoluto la orden ministerial que lo regula. Y para qué iba a conocerla, si la Ordenanza Municipal regula la cuestión de manera mucho más extensa, y por supuesto más restrictiva, que la LGT y la orden. Como un debate sobre el sistema de fuentes parecía abocado al fracaso en un entorno tan poco ilustrado, me limité a decir que aún así, mi argumento prevalecía. Si la suspensión debe de ser denegada, hágase. Pero no se puede resolver sobre ella después de haber emitido la providencia, sino antes. No sé qué efecto tuvieron al final mis argumentos, y sobre todo, mi intención, muy firme, de acudir a la fiscalía. Lo sabré cuando presente el recurso de reposición contra la providencia. O cuando vaya a la fiscalía y compruebe en mis carnes si el delito de prevaricación tiene realmente contenido y si queda alguien en este país que realmente crea que los poderes públicos están sometidos a la ley.

    Sigue con salud, y no dejes de deleitarnos con tus posts.

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  2. Javier Gómez Taboada

    Muchas gracias, José. El episodio que relatas sobre el IIVTNU me hace recordar otro similar e igual de abracadabrante sobre el que, quizá, escriba un «post» en breve.
    Un afectuoso saludo.

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