Una norma inaplicable. Lección 2ª

Hace ya casi tres años escribí en esta tribuna sobre cierta tipología de normas que, excepcionalmente, nacen inaplicables. El artículo venía a cuento de esa sombra que me persigue llamada modelo 720, y lo culminé con una frase en la que me reafirmo ahora, rogando disculpe el lector la cita propia: Se equivoca Hacienda subyugando a un jubilado con embargo preventivo incluido, y se equivoca más si esto no fuera más que el comienzo de una campaña masiva. Cuantos más casos salgan, el batacazo será mayor y es que hay leyes que, de tan insensatas, nacen inaplicables.

El pasado año, el Tribunal Supremo vino a desdecir mi teoría acerca de las normas inaplicables, lo que me produjo una sensación de sentimientos encontrados. Me refiero, obvio es decirlo, a su sentencia de 21 de mayo de 2018, casación RCA/113/2017, que llega a la conclusión de que, en caso de que los motivos de impugnación de un acto de liquidación procedente de un ayuntamiento versaran únicamente en cuestionamientos de la norma de orden constitucional, la vía administrativa -el recurso de reposición, en el caso- resultaría prescindible porque el autor del acto recurrido “nunca podría estimarlo por carecer de atribuciones para pronunciarse sobre la validez de la norma, inaplicarla o expulsarla del ordenamiento jurídico, y no existir un instrumento procedimental que le permita plantear la cuestión ante el Tribunal Constitucional, único que en nuestro sistema tiene potestad para expulsar las leyes inconstitucionales del ordenamiento jurídico y pronunciarse sobre el particular a título incidental. El recurso de reposición resultaría de todo punto inútil e ineficaz para satisfacer la pretensión anulatoria o de nulidad.”

Esta resolución ha tenido un efecto práctico muy beneficioso para el afectado por haber pagado un impuesto de plusvalía municipal en ventas con pérdidas, que hasta entonces venía comprobando como los ayuntamientos eran -y siguen siéndolo, de forma cada vez más cuestionable y cercana a la desviación de poder- remisos a proceder a la pertinente devolución del tributo, dejando paralizadas las solicitudes de devolución y las ulteriores reposiciones, difiriendo la agonía y obligando al contribuyente a acudir en auxilio judicial por la no siempre fácil vía del silencio administrativo. Ya he apuntado aquí que, en algunos casos, algún organismo municipal ha llegado a utilizar de forma torticera, y hasta prevaricante, un precepto de la Ley 39/2015 -el relativo a medidas provisionales- para “suspender” los procedimientos de devolución en curso. Manda narices que hagan esto unos organismos públicos que, en cualquier otra circunstancia, se niegan como gato panza arriba a aplicar el procedimiento administrativo común en asuntos tributarios.

Sin embargo, en el envés de esa benéfica consecuencia, la resolución judicial acaba tratando al procedimiento administrativo como un peaje hacia la tutela judicial, en el que una de las partes de la relación se encuentra encorsetado en su quehacer aplicativo, lo que permitiría sustituir al funcionario por un ciborg sin sentimientos, sin capacidad hermenéutica, sin más posibilidades que hacer una lectura estricta del reglamento de turno, dejando de lado el ordenamiento jurídico al que pertenece y los principios o valores que lo sustentan.

Llevando al absurdo la bienintencionada sentencia, deberíamos preguntarnos para qué sirve el procedimiento administrativo y los órganos de revisión administrativa y, en último extremo, tendríamos que poner en duda que ese autómata funcionarial pudiera exigir sanciones pues, en su estructura mental limitada por la instrucción, circular o norma que estuviera aplicando, no debería disponer de la capacidad para apreciar el elemento subjetivo -a saber, dolo, culpa o negligencia- que toda infracción debe contener.

Pues bien, ha tenido que ser nuevamente Luxemburgo -y el que me conoce sabe que decir esto me duele en el alma- el que haya puesto un poco de cordura a tan tajante afirmación, en una sentencia del pasado 4 de diciembre de 2018.

El asunto de fondo se encuentra extramuros del ámbito tributario -una persona a la que se deja fuera de unas oposiciones por ser mayor de 35 años-, pero el eje de la resolución se contrae a la posibilidad o no de que un organismo administrativo inaplique una decisión que se fundamenta en una norma nacional que incurre en una discriminación prohibida por una Directiva comunitaria.

El TJUE, citando reiterada jurisprudencia, recuerda el principio de primacía del derecho de la Unión -que es derecho interno de los estados miembros- que comporta el deber de excluir la aplicación de las disposiciones internas que lo contraríen.

Este mandato incumbe tanto a los jueces y tribunales nacionales como a las autoridades administrativas, de manera que “el TJUE declara que el derecho de la Unión debe interpretarse en el sentido de que se opone a una normativa nacional en virtud de la cual un órgano nacional, creado por la ley a fin de garantizar la aplicación del derecho de la UE en un ámbito específico, carece de competencia para decidir dejar inaplicada una norma de derecho nacional al derecho de la UE”.

En definitiva, ello no deja de ser más que consecuencia de la vinculación tanto a los funcionarios como a los jueces del derecho europeo, lo que comporta que en sus respectivos negociados unos y otros deberán discernir, antes de tomar una decisión (acto administrativo o resolución judicial), si su aplicación podría vulnerarlo y, de ser así, vienen obligados a inaplicar la norma nacional que corresponda.

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