Asesor fiscal en confinamiento. Día 13.

Con vuestra licencia, hoy quisiera señalar una de las corrientes de pensamiento contemporáneo en materia económica más sugerentes e interesantes, con una literatura francamente atractiva y de fácil digestión por los no profanos.

Permitidme que me remonte al Siglo IV a.C. Platón, en su obra «La República», entre sus disertaciones, estableció las bases de la epistemología, esa rama de la filosofía que se centra en el estudio de las fuentes del conocimiento, la forma de adquisición, sus principios y límites, la metodología y su validación, en definitiva, en conocer qué y cómo conocemos.

Como anécdota reveladora, apuntar que uno de textos fundacionales de la epistemología la encontramos en una obra que, el propio Platón, la definiría como eminentemente política, es decir, centrada en el estudio de cómo debe organizarse el gobierno de los hombres, de la ciudad-sociedad («polis«), o sea, de la cosa pública (respublica). Platón era un idealista iluso (normal en alguien que encarnaba el papel de perfecto «pijoprogre» de la Atenas del momento) que aspiraba a que, la comunidad asumiese y entregase el gobierno (incluida la justicia y la ley) a una casta de filósofos-gobernantes, incluido él, por supuesto, capaces de dominar los apetitos e instintos y entregados a la persecución racional del ideal del Bien, al estudio y la búsqueda del verdadero conocimiento. Ahí es nada.

La cuestión es que, consciente o inconscientemente, Platón estableció una radical dualidad en la epistemología que perdura hasta hoy. Por un lado, tenemos la opinión (doxa) y, por otro, el saber (episteme), el auténtico conocimiento.

Para Platón, la opinión (doxa) encarna el conocimiento sensible (el mundo visible), es decir, tanto lo que percibimos de los seres y elementos naturales (las imágenes, las «sombras y reflejos») como el conocimiento de cómo son los objetos visibles reales («creencia»). En palabras llanas, sería el conocimiento más básico y elemental, basado en la información que nos dan los sentidos y el elemento racional es reducido o nulo.

Por el contrario, el conocimiento inteligible (episteme) se obtiene de hacer trabajar el raciocinio, bien sea el desarrollo deductivo (dianoia), es decir, a partir de ciertas hipótesis se obtienen ciertas conclusiones, o bien sea, elevándonos mediante la dialéctica y confrontación de ideas con otros (la inteligencia pura, nous) buscar la verdad suprema.

Esta concepción dualista de Platón ha calado tan hondo que, no sólo ha condicionado a la propia epistemología y a la filosofía de las ciencias, sino que ha incidido en todo el saber humano, de tal forma que, todo aquel conocimiento y aprendizaje que no sea fruto de un proceso intelectual (racional) consciente es despreciado o irrelevante.

En la Economía, esta herencia platónica se ha hecho sentir, especialmente, en la metodología aplicada. Con carácter general en la elaboración de las distintas teorías y modelos económicos hasta finales del Siglo XX, se parte de la hipótesis de que, con más o menos incertidumbre o riesgo, las personas actúan de forma racional (el homo economicus). Mayoritariamente el mundo académico asumía esta presunción como punto de partida, porque entendía que era el único entorno en que era viable para elaborar ideas y teorías «científicas» acerca de la economía.

El problema obvio es que esas ideas y teorías elaboradas a partir de un escenario de laboratorio tienen un difícil encaje en las distintas realidades y no sirven para resolver y/o explicar los problemas cotidianos ni facilitan la adopción de decisiones por los agentes económicos.

Pues bien, a finales del Siglo XX apareció una corriente en el pensamiento económico que, en aras de superar esa disonancia entre la Economía teórica y la aplicación práctica, sugiere que debemos olvidar al «ser racional» y tomar como referencia al «hombre normal», a cómo actúan las personas corrientes al tomar sus decisiones económicas y financieras. Es más, se produce una auténtica revolución conceptual, porque los impulsores de esta aproximación a la Economía asumen que la mayoría de las decisiones se toman de forma irracional o que, aun siendo fruto de un proceso intelectual, los sesgos y errores, lleva a las personas a adoptar decisiones inesperadas o aleatorias.

A esta corriente se le denomina como Economía del Comportamiento o economía conductual (Behavioral Economics) y su objetivo es elaborar modelos teóricos en el ámbito de la economía a partir de que, aunque racionales, las personas somos «humanas».

Uno de los pioneros de esta corriente y Premio Nobel de Economía (2002) es Daniel Kahneman (a pesar de ser psicólogo) quien, con Amos Tversky, allá por finales de los años 70 del siglo pasado, publicaron «Econometrica«. Utilizaron elementos de la psicología cognitiva para cuestionar que la teoría de la utilidad esperada y otras similares que presuntamente explicaban las decisiones de consumo en entornos de incertidumbre. Ahora bien, como Kahneman y Tversky, las personas cuando nos enfrentamos a decisiones de bajo riesgo y relativa incertidumbre, podemos actuar de forma ilógica o, incluso, estúpida.

Otro de sus máximos exponentes es el Premio Nobel de Economía (2017), Robert Thaler, pone de relieve que hay rasgos y sesgos en las personas que afectan de forma sistemática en sus tomas de decisiones, como, por ejemplo, la distribución asimétrica de información, el sesgo del presente (la preferencia por la satisfacción hoy a una ganancia futura), la falta de autocontrol de las personas o una percepción singular de la justicia (renunciar a algún beneficio material a cambio de que exista una distribución o reparto equitativo a criterio del sujeto).

Por último, otro referente, Robert J. Shiller, también Premio Nobel de Economía (2013), defiende que los factores psicológicos y conductuales son el elemento clave para explicar parte de las oscilaciones de los mercados financieros, especialmente, las reacciones exageradas ante todo tipo de fenómenos, la «exuberancia irracional» (como nos acontece actualmente ante la pandemia que padecemos). Incluso, con algo de provocación, presenta a los distintos inversores financieros y a agentes económicos como sujetos con «espíritus animales» antes que como seres racionales. En este sentido, os recomiendo «Animal Spirits. Cómo influye la psicología humana en la economía» (2009), escrito junto George A. Akerlof.

Personalmente, como economista, me apasiona el enfoque de la economía del comportamiento porque, aunque su objetivo es explicar las ineficiencias de los mercados, así como la desconexión entre teoría y realidad, nos facilita instrumentos muy potentes para entender y comprender a las personas, así como para la toma de decisiones, en cualquier ámbito (pensemos, por ejemplo, en el ámbito público).

Es más, de su lectura y aprendizaje, uno vislumbra, con cierta preocupación y pesimismo, que el comportamiento racional es una rareza, a la vez que, la racionalidad no siempre está relacionada con la capacidad intelectual o el bagaje cultural. A lo mejor, asumiendo que estamos limitados y movidos por sesgos y errores primarios, seremos capaces de buscar respuestas adecuadas.

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