La vuelta a la inspección en 78 días

Hace casi un año que un virus ha facilitado la sustitución del estado de derecho en el que creíamos vivir en un estado de alarma que todavía perdura. Entre la diversa legislación que, espasmódicamente, fue publicándose durante el confinamiento del pasado año se pergeñó una paralización de los plazos procesales que, en lo que aquí interesa, supuso una ampliación de los procedimientos de inspección en curso por un período adicional de 78 días.

Sobre el papel la norma era lógica, por la situación de práctico encarcelamiento que sufría la población. Sin embargo, la realidad es que los inspectores continuaron trabajando desde sus casas -prueba de ello es que cobraron su sueldo íntegramente, salvo error por mi parte-, en algunos casos hasta requiriendo información o documentos a los contribuyentes, lo que ha acabado pervirtiendo el sentido de la norma, convirtiendo los 78 días en una dilación favorable a la Administración.

Yo mismo, en primera persona, fui a las oficinas de la inspección el primer día después de acabar el estado de alarma para firmar unas actas, compelido por un funcionario que cambiaba de puesto y, también, he tenido que remitir información a inspectores en el infausto marzo de 2020.

Ante esta situación, resultaría razonable que el Tribunal Supremo aplicara en el futuro, en litigios en los que la Administración intentara utilizar el plazo adicional para impedir la prescripción de una deuda tributaria a pesar de haber seguido gestionando el expediente, el criterio adoptado en su jurisprudencia más reciente en el sentido de que, aun habiéndose producido una interrupción justificada, “dicho tiempo no debe descontarse necesariamente y en todo caso para computar el plazo máximo de duración, sino que habrá que estarse a las circunstancias concurrentes en cada caso concreto” -por todas, sentencia 1340/2020-.

Con muy buen criterio, una enmienda al proyecto de ley antifraude que claramente viene de Tributos, prevé la desaparición de ese período extra de las inspecciones a partir del próximo 1 de julio lo que, dejando en papel mojado mucho debate, al menos significa que no se perpetuará esa anómala rémora en el ordenamiento jurídico.

Sin embargo, los efectos perniciosos de la alarma no acaban ahí. También a resultas del confinamiento estricto – entiendo que el lector es consciente de que seguimos confinados factual y económicamente- se modificó la normativa para permitir llevar a cabo comparecencias telemáticas ante la Inspección de los Tributos.

No han faltado los bienintencionados de siempre, anticipándose a contemplarlo como un gran avance para el contribuyente porque, en apariencia, nace como una norma voluntaria al exigirse su consentimiento. Los mismos, sobre todo académicos, que también han considerado ingenua y beatíficamente la implantación en los planes de inspección del análisis de “big data” a través de técnicas “nudge” (sic) para alentar el comportamiento fiscal correcto, todo ello basándose en teorías psicológicas pasadas de moda. Lo que viene a ser la ingeniería social de toda la vida, que también utilizan las casas de apuestas on line para enganchar a los menores en los juegos de azar y en otros vicios, pero esta vez proclamada como un desiderátum legislativo con vocablos ingleses, que suenan la mar de sugerentes y chachipirulis.

Desgraciadamente debo advertirles que, lo que ve la luz en el BOE como un derecho, acabará convirtiéndose -como sucede habitualmente con las normas administrativas actuales- en otra losa más en el parterre en el que se encuentran los derechos ciudadanos, transformándolo en una obligación como ya parece insinuar el plan de control tributario de este año, que amplía las visitas virtuales a la firma de las actas.

Y es que esto que se viene llamando digitalización, en un insulto al castellano, -como si la escritura tradicional no se hiciera también con los dígitos, esto es, con las falanges superiores (¿y si lo llamamos falangización? ¿o suena muy facha?)- de la Administración permite augurar una mayor pérdida de los ya de por sí menguados derechos de los ciudadanos.

En lo que se refiere, concretamente, a los procedimientos de investigación de los que venimos hablando, los actuarios han comenzado a parapetarse en la virtualidad de las visitas, acosando al contribuyente con la amenaza del 203 LGT si no aportan la documentación on line en diez días, a pesar de disponer de 18 meses para investigar, y negándose a realizar las visitas de forma presencial, como venía siendo habitual, con la cansina cantinela del virus.

La atención que merece el ciudadano de un servicio público del que los funcionarios son vicarios, el componente humano, mirar a los ojos al inspector, explicar los problemas que han llevado a la empresa a tomar determinadas decisiones económicas o jurídicas, van a ser cosa del pasado en breve plazo. El que ha ido, pospandemia, a realizar un trámite a cualquier Administración -por muy vacía que estuviera- habrá sufrido en sus carnes la cita previa. Yo también la viví, un 30 de diciembre, en un edificio de 400 metros con un único ser humano dentro: un funcionario que no me quiso atender por no traer cita. La cámara oculta no era tal, sino el ojo del Gran Hermano.

Dentro de poco no tendremos interlocutor en las inspecciones sino a alguien que, acomodado en algún ignoto lugar y sin nombre, nos compelerá asépticamente cual autómata para que vayamos aportando datos y más datos hasta que, un día determinado, recibamos un escrito en el que acríticamente se nos dará un plazo para alegar respecto de algo desconocido, adentrándonos en un vórtice administrativo que nos conducirá a una liquidación -y su correlato sancionador, también automático- que, por muchos dígitos que tenga, encontraremos insensiblemente en nuestro buzón de correo (electrónico, por supuesto).

QED.

Publicado hoy en Iuris & Lex -elEconomista-.

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