La dudosa constitucionalidad del 68.9 LGT

Como les decía en mi anterior post, las semanas inmediatamente anteriores al paréntesis vacacional de la Pascua me exigieron una muy especial dedicación a diversos litigios, variopintos todos ellos pero con algunos ingredientes en común: jurídicamente complejos -tanto desde una perspectiva sustantiva como procesal- y de cierta relevancia económica.

Además, en tres de ellos se suscitaban dudas -creo que fundadas- sobre la constitucionalidad de varios preceptos de la Ley General Tributaria (LGT en el argot). Así, si en el último post les daba cuenta de la respectiva al artículo 26.5 LGT (y su contagio al 150.7) que afloró en la pretendida ejecución de una sentencia y que, como tal, dio lugar a un incidente de ídem, hoy hago lo propio con lo atinente al 68.9 LGT y la inquietud -en términos de ortodoxia constitucional- que su aplicación me genera en otros dos de esos pleitos que me han tenido tan entretenido…

Mi repelús respecto al 68.9 LGT viene ya de lejos, tanto como el tiempo -unos 15 años, aproximadamente- transcurrido desde que, por primera vez, me enfrenté a un escenario prototípico de las obligaciones tributarias conexas; pues de eso, precisamente, trata ese precepto introducido -eso sí- en la reforma legislativa abordada en 2015; aunque, como les digo, el universo que está llamado a regular se remonta largo tiempo atrás…

La literalidad del 68.9 -cuya lectura precisa tomar mucho aire- apunta que:

“La interrupción del plazo de prescripción del derecho a que se refiere la letra a) del artículo 66 de esta Ley relativa a una obligación tributaria determinará, asimismo, la interrupción del plazo de prescripción de los derechos a que se refieren las letras a) y c) del citado artículo relativas a las obligaciones tributarias conexas del propio obligado tributario cuando en éstas se produzca o haya de producirse una tributación distinta como consecuencia de la aplicación, ya sea por la Administración Tributaria o por los obligados tributarios, de los criterios o elementos en los que se fundamente la regularización de la obligación con la que estén relacionadas las obligaciones tributarias conexas.

 A efectos de lo dispuesto en este apartado, se entenderá por obligaciones tributarias conexas aquellas en las que alguno de sus elementos resulten (sic) afectados o se determinen en función de los correspondientes a otra obligación o período distinto”.

Mis dudas sobre el grado de ortodoxia constitucional de este precepto las apunté, ya en su día, en un artículo que, bajo el título de “¿Es inconstitucional el artículo 68.9 LGT?”, se publicó en el Diario La Ley nº 8.907 de 24/1/2017. En esencia, los argumentos que allí expuse eran los siguientes:

-. La propia literalidad del precepto.

El apartado 9 del art. 68 incorpora una clara condición sine qua non para que opere la efectividad de la interrupción de la prescripción de las conexas, que no es otra que el que «en éstas (i.e.: en las conexas) se produzca o haya de producirse una tributación distinta (a la ya autoliquidada -de ahí el «se produzca»– o, en su caso, a la que se fuera a autoliquidar de futuro –«haya de producirse»-, de no haber mediado la regularización administrativa sobre la «principal» o «madre») como consecuencia de la aplicación, ya sea por la Administración Tributaria o por los obligados tributarios, de los criterios (es decir, de la argumentación e interpretación administrativa plasmada en el litigioso acto que regulariza la obligación «principal») o elementos en los que se fundamente la regularización de la obligación («madre») con la que estén relacionadas las obligaciones tributarias conexas».

Es decir, que si no concurre esa imperativa tributación «distinta» [condición], no se producirá el anunciado efecto (la interrupción prescriptiva). Ergo aquí nos encontramos con que es ya la propia redacción literal del precepto objeto de análisis el que requiere -sí o sí- la concurrencia de ese «distinto» gravamen para que opere la interrupción del plazo de prescripción. En otras palabras: si algo impidiera, siquiera cautelarmente, esa tributación «distinta», resultaría del todo inoperativo el efecto interruptor del cómputo del plazo prescriptivo.

Así las cosas, si el contribuyente impugnara la regularización administrativa relativa a la obligación «madre» (precisamente ésa que incorpora los «criterios» o «elementos» en los que se fundamentaría la «condición sine qua non» determinante de la requerida «tributación distinta») y lograra la suspensión universal -íntegra- de ese acto administrativo -es decir, no sólo de su obligación de ingreso (si es que éste fuera uno de sus efectos), sino de la totalidad de sus efectos y, por tanto, también de su innata presunción de validez-, es obvio que aquella expresa «condición» no concurriría en el supuesto de hecho pues el recurrente, precisamente por haber enervado esa presunción de validez, no se vería compelido -sí o sí- a aplicar los «criterios» en los que la Administración hubiera fundado su regularización; de lo que se desprendería que, al incumplirse ese requisito, la interrupción prescriptiva no operaría.

Es del todo ilógico y, por tanto, pugna con el más elemental raciocinio, considerar que el legislador haya podido concebir un régimen interruptivo de la prescripción -como es bien sabido, gregario de la seguridad jurídica- que i) quede a expensas de la unilateral decisión de solicitar o no la suspensión (así como de que ésta se conceda o no); y ii) que permita dejar extramuros de su expansiva vocación a múltiples situaciones que, precisamente, serían el hábitat natural para estos escenarios laberínticos que la regulación de la conexas estaría llamada a pacificar (vgr.: todas las controversias sobre la existencia y/o cuantificación de créditos fiscales). Obsérvese que esta segunda razón (ii) adquiere toda su relevancia cuando imaginamos cuál sería el escenario alternativo a la interpretación aquí dada: si media la suspensión, al no concurrir esa tributación «distinta», la prescripción no se ve interrumpida, lo que supone que el consumo cautelar de esos créditos pudiera devenir firme si la resolución final del pleito se produce cuando ese ejercicio intermedio ya hubiera prescrito… Es obvio que nada más lejos de la mens legislatoris (o, más exactamente, de la «prelegislatoris»).

Asumo que de contrario podría argüirse que si la resolución (administrativa o judicial) que ponga fin al pleito confirmara la ortodoxia jurídica de la regularización administrativa respecto de la obligación «madre», pudiera entenderse que vendría así a ratificar el cumplimiento de esa condición «sine qua non» que es la tributación «distinta» en los ejercicios intermedios afectados por las conexas que, de este modo, verían interrumpida su prescripción. Sin embargo, esto no puede ser así por dos motivos de peso:

i.- esa ratificación de la concurrencia de la condición siempre sería ex post -pues durante la pendencia del proceso litigioso habría mediado la suspensión cautelar y, por tanto, no se habría materializado ese exigido gravamen «distinto»-, lo que provocaría que algo tan determinante para la seguridad jurídica como es la interrupción de la prescripción quedara a expensas del resultado final de la litis sin que, en ningún caso, pudiera llegar a operar retroactivamente; y

ii.- ergo durante la pendencia del proceso, al no haberse consumado la condición exigida por el 68.9, no se interrumpiría la prescripción de los ejercicios intermedios, siendo dable que a la conclusión de aquél éstos ya hubieran prescrito (es más, si el pleito -durante el que operó la suspensión- concluyera ratificando la interpretación del contribuyente, ello supondría que la prescripción nunca se habría interrumpido…). Todo ello sea dicho sin perjuicio de que, además, se demoraría sine die (y con no poca incertidumbre) la consumación de la concurrencia de la condición (la tributación «distinta») determinante de la interrupción prescriptiva lo que, ya por principio, es del todo inadmisible por menoscabar gravemente la seguridad jurídica a la que, precisamente, se debe.

Por tanto, la primera conclusión que podemos extraer es que es ya la propia literalidad del precepto la que ha venido a excluir ex lege la suspensión cautelar de la presunción de validez como una eventualidad que pueda incidir en modo alguno sobre la regularización de la obligación «madre». O, dicho de otro modo: durante la pendencia del proceso impugnatorio contra ese acto administrativo de regularización, e incluso aunque medie su suspensión (que, en su caso, se circunscribirá a sus meros efectos recaudatorios, los más visibles), el contribuyente se verá compelido a autoliquidar sus ejercicios venideros (así como los ya liquidados, pero posteriores al objeto de la actuación administrativa) siendo escrupulosamente respetuoso con los «criterios» o «elementos» en los que se fundara la actuación impugnada[1].

El contribuyente se ve así privado de su innata libertad para autoliquidar conforme a su propio criterio, siendo compelido por mandato legal a hacerlo siguiendo la interpretación administrativa litigiosa cuya ortodoxia jurídica quedará a expensas del resultado final del pleito.

-. La tramitación parlamentaria de la Ley 34/2015.

En efecto, en el Congreso, el entonces Grupo Parlamentario Catalán de CiU propuso una enmienda que incorporaba el siguiente texto alternativo para el controvertido apartado aquí objeto de análisis:

«9. La interrupción del plazo de prescripción del derecho a que se refiere el párrafo a) del art. 66 de esta ley relativo a una obligación tributaria determinará, asimismo, la interrupción del plazo de prescripción de los derechos a que se refieren los párrafos a) y c) del citado artículo relativos a las obligaciones tributarias conexas del propio obligado tributario cuando en éstas se produzca o haya de producirse una tributación distinta como consecuencia de la aplicación, ya sea por la Administración tributaria o por los obligados tributarios, de los criterios o elementos en los que se fundamente la fundamentación de la regularización de la obligación con la que estén relacionadas las obligaciones tributarias conexas.

 La suspensión, a instancias del obligado tributario, de la regularización administrativa no impedirá la interrupción de los plazos de prescripción antes indicados relativos a las obligaciones tributarias conexas, pero no determinará la prevalencia para éstas de la fundamentación de aquella en detrimento de la mantenida en la autoliquidación en su día presentada.

 En cualquier caso, la Administración está obligada a realizar una regularización íntegra a fin de adecuar conforme a derecho la completa situación impositiva del obligado tributario.

 A efectos de lo dispuesto en este apartado, se entenderá por obligaciones tributarias conexas aquellas afectadas por otra obligación o período distinto.

 En las regularizaciones practicadas por la Administración deberá incluirse el detalle de los criterios o elementos que afecten o puedan afectar a todas las obligaciones tributarias conexas con la regularización practicada».

A los efectos que aquí interesan, es claro que el segundo párrafo del texto de la enmienda apostaba sin ambages por preservar los derechos de los contribuyentes pues, de mediar la suspensión del acto controvertido, éstos serían libres para aplicar cautelarmente su propio criterio (distanciándose así del administrativo, precisamente objeto de impugnación), no viéndose compelidos -por tanto- a seguir sumisamente lo sostenido por la Administración.

Y, además, para disipar toda duda al respecto, seguidamente la enmienda exponía claramente los motivos que llevaban a sostener esta redacción, siendo así que en lo que se refiere a este concreto punto se apuntaba literalmente que «la propuesta de enmienda aquí planteada pretende, así, salir al paso de varias «patologías» puestas de manifiesto en la práctica y que, muy sintetizadamente, son las siguientes:

 -. Evitar que mediando la suspensión de la regularización administrativa de la obligación primitiva, se interprete que el contribuyente necesariamente ha de liquidar las obligaciones conexas conforme a la actuación administrativa impugnada (y suspendida). (…)».

 Es obvio que se podrá aplaudir o no esta iniciativa, pero lo que no se puede hacer es negarle que ponía el dedo en la llaga, en el nudo gordiano del debate que ocupa estas líneas. La enmienda, no obstante, no prosperó en el Congreso, ni tampoco, por cierto, en el Senado, donde otra vez CiU volvió a proponerla con el mismo tenor literal que en el trámite parlamentario anterior.

Por tanto, a los efectos aquí objeto de análisis (desentrañar el tan esquivo como genuino sentido último del art. 68.9 LGT), lo relevante es que la tramitación parlamentaria nos deja un claro mensaje: la expresa intención del Legislativo fue impedir que la suspensión cautelar afectara de algún modo a la presunción de validez del acto impugnado; o lo que es lo mismo, la redacción legal emanada del Parlamento consagra que la pretensión última de ese precepto es privar a los contribuyentes de la suspensión cautelar sobre la totalidad del acto cuestionado.

-. El reproche de la (presunta) inconstitucionalidad

A este respecto debemos partir de una premisa básica que no es otra que la constatación de que la suspensión cautelar es una obvia manifestación de la tutela judicial efectiva, tal y como reiteradamente el propio Tribunal Constitucional (TC) lo ha interpretado: «el derecho a la tutela se satisface, pues, facilitando que la ejecutividad pueda ser sometida a la decisión de un Tribunal y que éste, con la información y contradicción que resulte menester, resuelva sobre la suspensión» (STC 66/1984, de 6/6; entre otras).

También es prudente apuntar, en el sentido acertadamente destacado por Romero Plaza, que «estamos con quienes sostienen que el art. 24 CE, que garantiza el derecho a la tutela judicial efectiva y a no padecer indefensión, no tiene una aplicación exclusivamente jurisdiccional, sino que se aplica también en los procedimientos puramente administrativos». Es más, así se ha interpretado ya por la jurisprudencia constitucional donde se ha reconocido expresamente que «cabe la posibilidad de que el art. 24.1 CE resulte vulnerado por actos dictados por órganos no judiciales en aquellos casos que no se permite al interesado, o se le dificulte, el acceso a los Tribunales, de modo que la indefensión originada en vía administrativa tiene relevancia constitucional». Ergo ello supone que el reproche de inconstitucionalidad lo apuntamos no sólo en lo circunscrito a la suspensión judicial sino, también, a la administrativa.

Dicho esto, de lo que aquí se trata es de evaluar la relevancia que desde una perspectiva constitucional tiene el que el art. 68.9 LGT no permita -es decir, impida- la efectividad real de la suspensión cautelar sobre la regularización administrativa relativa a la obligación «madre» que ve salvaguardada su presunción de validez, siendo así que el contribuyente afectado por esa situación ve sensiblemente mermada su capacidad de defensa, arriesgándose i) bien a que la resolución -ya sea administrativa o judicial- que ponga fin al litigio sea del todo pírrica por estéril al no poder paliar ex post los daños causados por los hechos consumados (periculum in mora), y/o ii) a que el pleito pierda su objeto por el mero transcurso del tiempo (paradigma de ello sería la caducidad del efectivo consumo de los créditos fiscales cuya existencia y/o cuantía fuera objeto de controversia).

Pues bien, lo cierto es que el TC ya ha tenido ocasión de pronunciarse repetidamente sobre el grado de ortodoxia jurídica de diversas normas de rango legal que incorporaban previsiones que impedían que operara la suspensión cautelar de una determinada actuación administrativa. A este respecto son especialmente destacables, por su íntima conexión con el supuesto aquí objeto de análisis, las siguientes consideraciones tal y como el propio TC las ha expresado:

«Es cierto que no puede defenderse la absoluta necesidad de la suspensión de los actos administrativos impugnados para la salvaguardia de los derechos fundamentales. (…). La efectividad de la tutela judicial que el art. 24 de la Constitución establece no impone en todos los casos la suspensión del acto administrativo recurrido, pues dicho precepto lo que garantiza es la regular y adecuada prestación jurisdiccional, en un proceso con todas las garantías, por parte de los órganos judiciales. Sin embargo, ello no quiere decir que, cuando la legislación ha establecido esa posibilidad para la protección de los derechos fundamentales, esta decisión legislativa no incide también sobre la configuración de la tutela judicial efectiva, como ocurre en el presente caso, de forma que la supresión de esa posibilidad de suspensión para ciertos casos (…) no afecte a este derecho a la tutela judicial efectiva (…)» (STC 115/1987, de 7/7; FJ 4.º).

«La tutela judicial no es tal sin medidas cautelares que aseguren el efectivo cumplimiento de la resolución definitiva que recaiga en el proceso» (STC 14/1992, de 10/2; FJ 7.º).

«Ciertamente, el art. 24.1 C.E. no hace referencia alguna a las medidas cautelares ni a la potestad de suspensión. Pero de ello no puede inferirse que quede libre el legislador de todo límite para disponer o no medidas de aquel género o para ordenarlas sin condicionamiento constitucional alguno. La tutela judicial ha de ser, por imperativo constitucional, «efectiva», y la medida en que lo sea o no ha de hallarse en la suficiencia de las potestades atribuidas por ley a los órganos del poder judicial para, efectivamente, salvaguardar los intereses o derechos cuya protección se demanda» (STC 238/1992, de 17/12; FJ 3.º).

«La posibilidad legal de solicitar y obtener de los órganos jurisdiccionales la suspensión del acto administrativo impugnado se configura como un límite a la ejecutividad de las Resoluciones de la Administración» (STC 238/1992, de 17/12; FJ 3.º).

«La efectividad que se predica de la tutela judicial respecto de cualesquiera derechos o intereses legítimos reclama la posibilidad de acordar las adecuadas medidas cautelares que aseguren la eficacia real del pronunciamiento futuro que recaiga en el proceso (STC 14/1992). Es más, la fiscalización plena, sin inmunidades de poder, de la actuación administrativa impuesta por el art. 106.1 de la CE comporta que el control judicial se extienda también al carácter inmediatamente ejecutivo de sus actos» (STC 148/1993, de 29/4; FJ 4.º).

«Del art. 106.1 de la CE se deriva que la actuación administrativa está sometida al control de legalidad de los Tribunales, y el art. 117.3 CE atribuye a éstos no sólo la potestad de juzgar sino además la de ejecutar lo juzgado. De modo que si los particulares acuden ante éstos para impugnar los actos de la Administración y, en su caso, para que decidan sobre la ejecutividad o suspensión de los mismos, el derecho de los ciudadanos a la tutela judicial efectiva garantizado en el art. 24.1 implica que los órganos judiciales se deban pronunciar sobre ambos aspectos, con independencia del sentido concreto de la decisión» (ATC 48/2004, de 12/2; FJ 2.º).

«Reconocida por ley la ejecutividad de los actos administrativos, no puede el mismo legislador eliminar de manera absoluta la posibilidad de adoptar medidas cautelares dirigidas a asegurar la efectividad de la Sentencia estimatoria que pudiera dictarse en el proceso contencioso-administrativo; pues con ello se vendría a privar a los justiciables de una garantía que, por equilibrar y ponderar la incidencia de aquellas prerrogativas, se configura como contenido del derecho a la tutela judicial efectiva» (STC 238/1992, de 17/12; FJ 3.º).

«Tampoco ha definido aquí la norma fundamental cuáles deban ser los instrumentos procesales que hagan posible ese control jurisdiccional (se refiere aquí el TC al preceptuado en el art. 106.1 CE: «los Tribunales controlan -…- la legalidad de la actuación administrativa»), pero sí es preciso afirmar que los mismos han de articularse de tal modo que aseguren, sin inmunidades de poder, una fiscalización plena del ejercicio de las atribuciones administrativas. La prerrogativa de la ejecutividad no puede desplegarse libre de todo control jurisdiccional y debe el legislador, por ello, articular, en uso de su libertad de configuración, las medidas cautelares que hagan posible el control que la Constitución exige. Al haberlas suprimido aquí por entero se ha venido también a desconocer, en definitiva, el mandato de plena justiciabilidad del actuar administrativo presente en el art. 106.1» (STC 238/1992, de 17/12; FJ 6.º).

Tal parece, al menos para quien suscribe estas líneas, que estas argumentaciones del TC hubieran sido hechas enjuiciando el mismísimo 68.9 LGT aquí cuestionado, tal es el grado de mimetismo entre las previsiones legales objeto de las sentencias reseñadas con el controvertido precepto objeto del presente análisis.

Y, por si fuera el caso, tampoco cabría que el Legislativo buscara el acomodo constitucional del 68.9 LGT en dos «excusas» colaterales, a saber:

– Que los límites que el art. 24.1 impone al legislador lo son sólo en tanto en cuanto se esté dilucidando la defensa procesal de un derecho fundamental (siendo así que la materia tributaria quedaría extramuros de esa consideración al ser el derecho de propiedad el afectado), pues, tal y como el propio TC ha señalado, «la efectividad de la tutela judicial es exigible, en favor de cualesquiera «derechos e intereses legítimos» (art. 24.1 CE) y no sólo de los derechos incluidos en la Sección 1.ª del Capítulo II del Título I CE» (STC 238/1992, de 17/12; FJ 4.º).

– Que el daño que, en su caso, se pudiera irrogar al contribuyente perjudicado por la privación de suspensión cautelar contemplada en el 68.9 LGT siempre pudiera ser susceptible de indemnización por lo que los perjuicios pudieran llegar a considerarse como reversibles. No es así, pues «parece evidente (…) que la reversibilidad plena o absoluta es, sencillamente, una ficción, pues, de no suspenderse el acto administrativo, el mero transcurso del tiempo podría conllevar un perjuicio en sí mismo irreparable. (…) el que el derecho afectado por el precepto cuestionado sea el de propiedad, no justifica una prohibición absoluta de la suspensión como la que contiene tal precepto» (STC 238/1992, de 17/12; FJ 5.º).

En fin, que sólo era cuestión de tiempo -algo más de un lustro desde su publicación en el BOE- que las dudas sobre la constitucionalidad del 68.9 LGT llegaran a plantearse en sede judicial.

Demos, pues, la palabra a la Magistratura.

#ciudadaNOsúbdito

[1] Esta interpretación de que el contribuyente es -ya por Ley- obligado a autoliquidar los ejercicios “conexos” conforme a los criterios/argumentos mantenidos por la AEAT -lo que, en buena lógica, viene a impedir la efectividad de la suspensión cautelar (y, por tanto, del Derecho Fundamental de la tutela judicial efectiva ex 24CE) sobre la regularización abordada por ésta- es también mantenida en “La prescripción de la deuda tributaria”, Marta González Aparicio; Ed. Tirant Lo Blanch, 2020.

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