El impuesto mínimo global; el nuevo precio de la protección.

Con carácter general, se asocia Mafia con esas organizaciones clandestinas dedicadas al crimen organizado que desde finales del Siglo XIX aparecieron en la vieja Europa y, con el tiempo, se expandieron en los nuevos países desarrollados a raíz de los flujos migratorios de personas. No obstante, a lo largo de la Historia han existido otras estructuras y organizaciones sociales similares o afines.

Si atendemos a los rasgos principales, la Mafia tiene muchas similitudes con los Estados, sea cual sea la forma del mismo. Al fin y al cabo, ambos tienen una clase extractiva que organiza y controla la sociedad, establecen un territorio concreto de acción y de dominio, con la excusa de garantizar la seguridad de su población utilizan el monopolio de la violencia para someter a su clientela, y, una parte de los recursos y beneficios obtenidas los revierten a las comunidades sometidas a su influencia y disciplina.

Hasta la organización criminal más sanguinaria siempre han tratado de tejer alrededor de sus actividades, una densa red de lealtades e intereses mutuos, una suerte de Estado de Bienestar, bien para ganar favores y respetabilidad. Nada facilita la aceptación que una amplia y generosa redistribución de riquezas a aquellos que se pliegan a su dominio: bien sea una pensión para la familia del sicario; una puntual intervención ante los entes locales para que los comerciantes que colaboran con la organización puedan prosperar, financiación para bibliotecas o la reparación de viviendas de los pueblos que les abren los brazos, etc.

Sin infravalorar los sucesos violentos y sanguinarios cometidos por las distintas mafias (como si los Estados fuesen entes angelicales), éstas no habrían perdurado si no hubiesen ofrecido algo más que extorsión y violencia. Para dominar un territorio y extender la influencia por él, crean o se han dotado de auténticas administraciones paralelas, especialmente, para la recaudación de los tributos y contribuciones, así como para organizar la distribución de ayudas y asegurar que los recursos se destinen a los fines que la dirección estime conveniente.

No hay nada más sólido que una tupida y profunda red de favores y clientela. Aporta estabilidad y tranquilidad para el conjunto de la población, al precio de convertir al territorio en un lodazal de silencio y sumisión, asegurando el porvenir y crecimiento de sus élites dominantes. Lo conozco bien. He vivido en Cataluña.

Volviendo a la mafia. Ser criminales no implica ser estúpidos. Y es que, son conscientes de los efectos perniciosos de un uso abusivo de la violencia. Por lo que, salvo en momentos de transición y cambios de poder, meras ventanas de oportunidad, las organizaciones mafiosas siempre han buscado el acuerdo. Conviene llevarse bien.

Desde un inicio, los pactos eran esenciales para delimitar sus territorios y zonas de influencia, asegurándose su parte del pastel. Así, por ejemplo, tenemos la Camorra que domina Nápoles y sus poblaciones adyacentes, la ‘Ndrangheta la región calabresa, la Cosa Nostra en la isla de Sicilia y la Sacra Corona Unita en la Apulia italiana. Fronteras concretas con vínculos claros de fidelidad y lealtad que, en un momento determinado, se trasladaron y reprodujeron en los Estados Unidos, casualmente.

Pero América era un nuevo y vasto territorio virgen, con un gran potencial económico, ahora bien, en la medida que las fronteras no están bien marcadas, las disputas afloraron rápidamente.

No obstante, en la Nueva York de 1931, las principales familias de las mafias de origen italiano, hartas de estériles enfrentamientos e inspirados en la Sociedad de Naciones de Woodrow Wilson, crearon un organismo «suprafamiliar», denominada la Comisión, que trataba de regular las relaciones entre las distintas (Cinco) familias, evitar enfrentamientos y establecer mecanismos de coordinación. Algo así como la ONU del crimen organizado. Maravilloso.

De hecho, esta coordinación y estabilidad organizativa ha sido uno de los factores clave para que estas organizaciones mafiosas hayan subsistido frente a la amenaza y la competencia de otro tipo de grandes organizaciones humanas, los Estados-nación.

Pero los Estados-nación modernos, también tienen sus problemas de reparto del pastel. Al fin y al cabo, de acuerdo con el economista Mancur Olson («Poder y prosperidad»), los Estados deben su origen a las organizaciones de bandidos, bien participando activamente en los pillajes, bien suministrando seguridad a cambio de servidumbre.

El caso es que, estos días, se han anunciado los preacuerdos de algunos de los principales países para implantar un impuesto sobre beneficios mínimo, a nivel global.

Como se ha publicado hasta la sociedad, los gobiernos de los países del G7 (Alemania, Canadá, Estados Unidos, Francia, Italia, Japón y Reino Unido) han acordado negociar el establecimiento de un tipo mínimo común del Impuesto sobre Sociedades. A los ministros de los países del G7 se unieron los responsables del Fondo Monetario Internacional (FMI), el Grupo del Banco Mundial, la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE), el Eurogrupo y el Consejo de Estabilidad Financiera.

Según el comunicado público, acordaron exigir un tipo impositivo mínimo del 15% del Impuesto sobre Sociedades en todo el mundo, país por país, unido a una asignación y distribución de los derechos de imposición entre países cuando el margen de beneficios de una empresa para determinada jurisdicción de mercado supere el 10%. A su vez, las jurisdicciones a las que se les asignen derechos de imposición tendrán derecho a gravar, como mínimo, el 20% del margen.

Por supuesto, este complejo esquema tributario precisa de la «coordinación entre la aplicación de las nuevas normas fiscales internacionales y la eliminación de todos los impuestos sobre los servicios digitales, y otras medidas pertinentes, sobre todas las empresas».

Esta iniciativa se superpone o vincula a los recientes trabajos de la OCDE para buscar soluciones comunes y armonizadas, de carácter multilateral, a los desafíos de la economía digital, sobretodo, en el ámbito de la imposición directa.

En el año 2015, tras varios años de trabajos previos, la OCDE y el G20 publicaron un Informe Final con las primeras propuestas de acciones y medidas de fiscalidad internacional para minimizar la erosión de las bases imponibles y la localización interesada de las rentas y beneficios (Base Erosion and Profit Shifting – BEPS). El objetivo básico del Proyecto, en relación a la economía digital, consistía en que la actividad económica se gravase en el territorio o Estado de mercado, es decir, allá donde se genera valor. En este sentido, la idea es que, la imposición directa, al igual que la imposición indirecta, asuma que el criterio de gravamen tenga como referencia el territorio de consumo o en la sede del destinario.

Tras el fracaso de las BEPS, en 2019, se retomaron los trabajos e iniciativas en el marco de la OCDE/G20, y se organizaban las propuestas relativas a la ED en torno a dos pilares. Mientras el primer pilar (Pilar I) se centra en la atribución de los derechos de imposición entre las distintas jurisdicciones y establecer unas reglas para determinar el «nexo» o criterio de sujeción, el segundo pilar (Pilar II – GloBE – «Global anti-Base Erosion proposal«) se basa estrictamente en la erosión de las bases imponibles y el traslado de los beneficios.

El acuerdo fundamental era que la única solución viable debe ser multilateral y anticipan que una falta de consenso propiciaría la adopción de medidas tributarias unilaterales y descoordinadas entre sí (como es implantar el «Google Tax» a nivel local) que, aparte de dañar el sistema tributario internacional, amenazan la inversión y crecimiento global.

Pues bien, en lugar de centrarse en establecer una armonización real del Impuesto (que exista un acuerdo global para determinar la base imponible del Impuesto, coordinación entre los ingresos y gastos que forman parte de la base imponible, establecer reglas y criterios para vincular rentas a las jurisdicciones de mercado, mejorar los mecanismos para evitar la doble o sobreimposición, etc.), dejando de lado lo necesario, dan un salto adelante para imponer una tasa mínima a nivel global.

En mi opinión, hay tres ejes principales a trabajar de forma urgente:

  • Establecer una figura tributaria homologable a nivel global, no tanto en el tipo o la cuota tributaria efectiva, sino en la configuración del hecho imponible y una parecida estructura de liquidación, facilitando así la coordinación entre Estados.
  • Que la determinación de la base imponible se realizase en términos comparables entre las distintas jurisdicciones: qué ingresos tributan, qué gastos son deducibles, cómo se imputan las rentas, tratamientos similares de las rentas, etc.
  • Adaptar el tributo a la economía digital, es especial, estableciendo normas y criterios para la localización de las rentas con la consiguiente ubicación y reparto justo de los derechos de imposición, atendiendo a las jurisdicciones que participan en la creación de valor.

El problema no es tanto fijar un tipo tributario como el establecimiento de un nexo entre rentas/beneficios y los territorios de consumo (¿Cómo vinculamos una operación digital a un determinado territorio y/o persona físicamente localizada?). Sin resolver lo segundo, disponer de un tipo mínimo del Impuesto sobre Sociedades es una medida estéril e inútil.

Este acuerdo de un tipo mínimo global es una reacción defensiva de los Gobiernos de las naciones más desarrolladas frente a la amenaza de que países menos desarrollados puedan competir para atraer talento, crecimiento y prosperidad a sus territorios, gracias a una fiscalidad atractiva como modelo económico alternativo. Porque, si algo ha puesto al descubierto la economía digital y ha exacerbado la pandemia, es que, para crear valor y riqueza, cualquier territorio o jurisdicción nos es válida, basta una buena conexión a la red.

Por tanto, si realmente quisiesen trabajar para evitar la elusión y erosión de las bases imponibles, basta con avanzar en los trabajos de armonización del Impuesto sobre Sociedades y, de una vez por todas, marcar reglas claras para establecer el nexo en las operaciones digitales, asignando los derechos de imposición correspondientes, pero respetando el derecho a decidir libremente a las distintas jurisdicciones y comunidades qué modelo de sociedad desean.

En cualquier caso, la feligresía progre, sus servidores y fieles adeptos han acogido la medida con un entusiasmo que ruboriza. San Biden los proteja. Porque, con la manida excusa del «fraude fiscal» y agitando el monigote de las grandes tecnológicas (a las que luego rinden pleitesía y adoran), los Gobiernos, las «familias», se han limitado a coordinar el aparente reparto de un menguante pastel y disponer de una coartada común que justifique el aumento de la extorsión, perdón, presión fiscal, en sus territorios.

Aplaudid. Hoy aprueban un tipo mínimo del 15%, pero nada impide que, a conveniencia de estas élites extractivas, en un futuro más o menos próximo lo eleven al 20%, 25% o 30%. Hoy nos dicen que sólo aplicarán a los gigantes tecnológicos, como si eso fuese cierto, pero nadie nos asegura que se extienda a todas las sociedades en aras de la famosa «competencia». Hoy…

Sea como fuere, hartos de conflictos y disputas sin recompensa, una nueva Comisión entiende que, por el (su) bien común, conviene homogeneizar el precio de la protección y redistribuir las áreas de influencia. Sin disputas, una nueva era de silencio.

2 pensamientos en “El impuesto mínimo global; el nuevo precio de la protección.

  1. José Manuel Sousa

    Entiendo que viviendo en Cataluña tenga esas fuentes de inspiración, pero comparar los Estados con las organizaciones mafiosas, a pesar de las similitudes, no deja de resultar, cuando menos, inquietante.

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  2. Emilio Pérez Pombo

    Gracias José Manuel. Más allá de la anécdota (Cataluña o Andalucía), lo cierto es que todas las organizaciones humanas tienen dinámicas y comportamientos asimilables, entre otras, porque están constituidas por personas. Pero es que, si estudiamos el origen de los Estados e instituciones políticas modernas, aparte de las teorías clásicas que se basan en el origen teológico o religioso, las teorías contractualistas o pactistas (desde Locke y Hobbes, hasta Rosseau o más recientemente Rawls), las teorías basadas en las dinámicas sociales o de clases, hay otra posible interpretación, a la que me adhiero, que habla del origen bastardo o “mafioso” de los Estados modernos, basándose en las estructuras de poder surgidas a raíz de los enfrentamientos entre bandas de bandidos y para hacer frente al pillaje o latrocinio. Te invito a leer Bertrand de Jouvenel, Oppenheimer o al citado Olson. Personalmente, me parece sugerente esta última perspectiva porque tendemos a idealizar a los Estados y acabar creyendo fielmente que los gobernantes son seres angelicales que miran por la prosperidad de los pueblos. Una sociedad que no mantenga una sana y constante desconfianza de las instituciones de poder y no se atreva a cuestionar y dudar de los gobiernos, es una sociedad condenada a la servidumbre. Un abrazo.

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