El lado oscuro del Google Tax.

En los últimos meses, he tenido la fortuna que cayesen en mis manos, entre otras muchas, dos obras singularmente reveladoras. En primer lugar, es el libro de Niall Ferguson «La plaza y la torre» (Editorial Debate) en el cual se aborda el papel y la influencia de las redes sociales así como la propia organización de las redes a lo largo de la Historia. Un libro brillante y sugestivo que, a partir de un análisis histórico nos plantea una reflexión abierta acerca del impacto de estas redes en las actuales instituciones políticas. Es más, la tesis fundamental del autor es que el propio funcionamiento de estas redes y los sesgos que generan afectan a las instituciones políticas y sociales y, en su caso, pueden llegar a amenazar los derechos y libertades individuales.

Por otro lado, «Diez Razones para borrar tus redes sociales de inmediato» (Editorial Debate) de un personaje tan singular, extravagante e innovador como Jaron Lanier, me sorprendió y sacudió mentalmente. Aún siendo un libro simple y de fácil lectura, me causó un gran impacto descubrir nuestra fragilidad como seres humanos ante los nuevos desarrollos tecnológicos, nuestra propia inmadurez, cómo las redes condicionan nuestra percepción y experiencia vital, en definitiva, la facilidad con que podemos ser influenciados y/o confundidos.

Finalmente, todo buen menú debe completarse con un postre a la altura, por lo que, si no tenéis suficiente, añadiría como complemento que visionéis el documental «The Creepy Line» (disponible en la plataforma Amazon Prime®), en el cual, se aborda cómo los datos generados por nuestros dispositivos básicos pueden ser capturados y utilizados por las grandes plataformas, para sus propios fines e intereses particulares.

Debo advertir que, no pretendo detener el avance tecnológico ni la adquisición de nuevos y mejores conocimientos, al contrario. Soy proclive a los cambios y transformaciones. Ahora bien, creo firmemente que, cualquier cambio y transformación debe ir acompañado de la adecuada reflexión ética y moral, acerca del impacto en las personas, evaluar críticamente su incidencia y, en la medida de lo posible, poner los límites necesarios a fin de salvaguardar los elementos más sagrados de todo individuo, sus plenas libertades, su catálogo completo de derechos y garantías.

Como suelo explicar en mis distintas sesiones acerca de la Economía Digital, el elemento motor de esta nueva economía y transformación social y política es el dato, la información personal. Recordemos esa nueva máxima del entorno digital de que cuando una aplicación o servicio digital es gratuito, entonces es que el producto es el propio usuario, o, mejor dicho, sus datos personales. A partir de los datos personales, surge la nueva industria o economía digital, con su propio proceso de producción (captación, procesado, elaborado, distribución, comercialización) como eje económico y social.

En nuestro ámbito profesional más concreto, como ya he escrito y expuesto en reiteradas ocasiones, la incidencia de la Economía Digital en la fiscalidad y en los obsoletos sistemas tributarios supone un reto de difícil (o incluso, imposible) solución.

En esas, en esa batalla de las desbordadas administraciones tributarias por obtener algún tipo de participación en el ecosistema digital que se les ha ido de las manos, han surgido algunas iniciativas como la implantación de una suerte de impuesto o gravamen indirecto específico a determinadas operaciones o transacciones digitales. Como es de sobras conocido, hace ya casi un año, a nivel comunitario, se publicó la Propuesta 2018/0073 (CNS) de Directiva para implantar en la Unión Europea, de forma similar al IVA, de un impuesto sobre los servicios digitales que grave los ingresos procedentes de la prestación de determinados servicios digitales (publicidad digital, intermediación en línea y transmisión de datos). A día de hoy, dicha Directiva sigue en el dique seco sin tener clara su aprobación y entrada en vigor.

Mientras, en España, sin esperar al debido consenso en el seno de la UE, de forma unilateral, se ha optado en implementar dicho tributo o nuevo gravamen y ya tenemos en el Congreso de los Diputados, el Proyecto de Ley 121/000039 del Impuesto sobre Determinados Servicios Digitales. Deciros que el redactado viene a ser, básicamente, una traducción o trasposición del proyecto de Directiva, existiendo una evidente identidad entre ambas iniciativas legislativas. Acerca del mismo y de su oportunidad, me remito a lo explicado ya hace algunos días aquí.

La cuestión es que, releyendo ambos proyectos normativos, existe algún apartado que si, cuando menos, nos debería generar algo de inquietud.

Uno de los elementos esenciales de la configuración de un tributo es delimitar el ámbito territorial y, en el caso particular de los servicios digitales (de difícil localización y conexión física dada su naturaleza intangible), concretar cuándo se entienden prestados efectivamente en España. Pues bien, el artículo 7 del Proyecto de Ley señala textualmente lo siguiente (os sugiero una lectura atenta):

«1. Las prestaciones de servicios digitales se entenderán realizadas en el territorio de aplicación del impuesto cuando algún usuario esté situado en ese ámbito territorial, con independencia de que el usuario haya satisfecho alguna contraprestación que contribuya a la generación de los ingresos derivados del servicio.

2. Se entenderá que un usuario está situado en el territorio de aplicación del impuesto:

a) En el caso de los servicios de publicidad en línea, cuando en el momento en que la publicidad aparezca en el dispositivo de ese usuario el dispositivo se encuentre en ese ámbito territorial.

b) En el caso de los servicios de intermediación en línea en que exista facilitación de entregas de bienes o prestaciones de servicios subyacentes directamente entre los usuarios, cuando la conclusión de la operación subyacente por un usuario se lleve a cabo a través de la interfaz digital de un dispositivo que en el momento de la conclusión se encuentre en ese ámbito territorial.

En los demás servicios de intermediación en línea, cuando la cuenta que permita al usuario acceder a la interfaz digital se haya abierto utilizando un dispositivo que en el momento de la apertura se encuentre en ese ámbito territorial.

c) En el caso de los servicios de transmisión de datos, cuando los datos transmitidos hayan sido generados por un usuario a través de una interfaz digital a la que se haya accedido mediante un dispositivo que en el momento de la generación de los datos se encuentre en ese ámbito territorial.

3. A efectos de determinar el lugar en que se han realizado las prestaciones de servicios digitales, no se tendrá en cuenta:

a) el lugar donde se lleve a cabo la entrega de bienes o prestación de servicios subyacente, en los casos de servicios de intermediación en línea en que exista ésta;

b) el lugar desde el cual se realice cualquier pago relacionado con un servicio digital.

4. A efectos del presente artículo, se presumirá que un determinado dispositivo de un usuario se encuentra en el lugar que se determine conforme a la dirección IP del mismo, salvo que pueda concluirse que dicho lugar es otro diferente mediante la utilización de otros medios de prueba admisibles en derecho, en particular, la utilización de otros instrumentos de geolocalización.

5. Los datos que pueden recopilarse de los usuarios con el fin de aplicar esta Ley se limitan a aquellos que permitan la localización de los dispositivos de los usuarios en el territorio de aplicación del impuesto.»

Desconozco qué sensaciones os produce este redactado. Sin embargo, en mi caso, me genera cierta inquietud.

Aun siendo consciente que puedo estar incumpliendo la Primera Ley Fundamental de la estupidez humana («Allegro ma non troppo» de Carlo M. Cipolla), me decanto por pensar que, la redacción parte de una definición técnica del hecho imponible y por ello resulta una redacción «inocente» e ineficaz. En efecto, en la medida que los datos de localización es una información que, a priori, la Administración tributaria no puede conocer, ni verificar ni contrastar, de facto, deja en manos de los sujetos pasivos (las grandes operadoras tecnológicas) el determinar la base imponible del Impuesto. Por tanto, en el mejor de los casos, el gravamen se convertiría en un ejercicio voluntarista de contribución por parte de las grandes corporaciones tecnológicas existentes.

No obstante, la cuestión que me genera inquietud o perplejidad es que el legislador es conocedor y asume que, a día de hoy, estas grandes operadoras tienen la capacidad y la tecnología para determinar, como se detalla en el precepto transcrito, si se produce el hecho imponible. Es decir, estamos aceptando tácitamente que los individuos seamos objeto de monitorización continua por un grupo de grandes corporaciones tecnológicas que, en todo momento, conocen dónde estamos y qué estamos haciendo con nuestros dispositivos electrónicos. No sólo eso, sino que, encima se les consiente y anima a acumular nuestros datos históricos, sin límite temporal alguno, acerca de nuestras ubicaciones y movilidad, accesos, actividad con los dispositivos, etc.

Por si ello no fuese suficiente, no sólo el legislador da carta de naturaleza a que estos operadores tecnológicos puedan disponer de nuestros datos, sino que, en virtud de este tributo o gravamen, los compele a que pongan los medios técnicos necesarios para monitorizar a los ciudadanos, así como a cualquier operación o uso de nuestros dispositivos electrónicos.

Obviamente, por aquello de guardar las formas, en la Propuesta de la Directiva se hace mención a que,

«Todo tratamiento de datos personales realizado en el contexto del ISD debe efectuarse de conformidad con el Reglamento (UE) 2016/679 del Parlamento Europeo y del Consejo, incluidos aquellos que puedan ser necesarios en relación con las direcciones IP (Protocolo Internet) u otros medios de geolocalización. En particular, debe prestarse atención a la necesidad de establecer medidas técnicas y organizativas adecuadas para cumplir las normas relativas a la legalidad y seguridad de las actividades de tratamiento, el suministro de información y los derechos de los interesados. En la medida de lo posible, los datos personales deben anonimizarse.»

En el proyecto de norma interna, asimismo, se señala que los datos que se recopilen de los usuarios deben limitarse únicamente a aquellos que permitan la localización de los dispositivos de los usuarios en el territorio de aplicación del impuesto, sin especificar ni concretar a qué datos se refieren.

En definitiva, vigilad a nuestros ciudadanos de forma silenciosa y con delicadeza. No facilitéis los datos a cualquier tercero, sino que, os deberíais limitar a proporcionarnos estos datos a nosotras, las Administraciones tributarias, quienes, tras el oportuno requerimiento formal, tendremos la facultad de solicitaros los datos, si es preciso, para verificar la adecuada formación de las bases imponibles de los gravámenes.

No dudo de que la Administración tributaria pondrá los medios necesarios para que dichos datos no se filtren o se faciliten a terceros. Lo que me resulta inquietante y amenazante es que la Administración tributaria disponga o pueda disponer de una serie de información y datos que van más allá de los mínimos necesarios para el control de mis obligaciones tributarias (como si ya no tuviesen suficientes datos e información personal nuestra), negándosele al ciudadano, algo tan básico, como la necesaria privacidad para el desarrollo en libertad de una vida humana digna.

Quizás comience a estar algo paranoico y sea conveniente que deje la economía digital y opte por el cuidado de flores o el amansamiento de gatos silvestres. Me siento como el hidalgo Don Quijote de la fiscalidad digital. Sin embargo, sea lo que sea, una cosa es pagar tributos más o menos onerosos y otra es sentirme un contribuyente sometido a una estrecha vigilancia y perpetuo control que coarte mis derechos y libertades más básicos.

Ya me diréis. Mientras, me voy a comprar unos geranios…

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