Al borde del abismo

Intentaré (no garantizo lograrlo) ser tan breve como claro.

El primer semestre de este 2019 ha sido prolijo en los intentos -siempre promovidos desde el poder, léase aquí Ejecutivo- de avanzar en la tan manida “relación cooperativa”. No pretendo repetirme (para eso ya está el “garlic”), y por eso me remito a lo que yo mismo -discúlpeseme la autocita- señalaba hace apenas unas semanas en uno de mis estivales “soliloquios”:

“La relación cooperativa es una idea germinada en el núcleo duro de los países miembros de la Organización para la Cooperación y Desarrollo Económico (OCDE). Ese grupeto, constituido esencialmente por naciones anglosajonas (y, por tanto, de raíces luteranas), se ha caracterizado por impulsar una pretendida relación de confianza entre la Administración tributaria y los contribuyentes (y, con ellos, a su lado, sus asesores). Es una suerte de “quid pro quo”: el contribuyente se porta bien, no hace cosas extrañas y el Estado, a cambio, le promete un trato benévolo, de guante de seda. Visto así, suena a una transacción en la que la moneda de cambio es la buena fe” (Atlántico, 18/8/2019).

Visto así -y así es como yo lo veo-, y tomando como base de ello la “buena fe”, es evidente que ésta ha ser bidireccional: la AEAT confía en los contribuyentes (y sus asesores), y éstos (y sus asesores) confían en la AEAT. El problema, como ya afirma el refrán, es que “el infierno está empedrado de buenas intenciones”. Sea como fuere, lo cierto es que, como antes apuntaba, desde el Ejecutivo, en los últimos meses se ha impulsado sin descanso tanto la DAC6 (sólo su nombre ya parece siniestro, propio de una película de serie “B”) como los CBPs (institucionales e individuales; ambos ya profusamente analizados en un reciente “post” de mi bienquerido Emilio Pérez Pombo).

Pero, por muy loable que sea la intención y la buena fe de ambas partes (asumamos que, en el onírico mundo de las ideas, este “parto” pudiera llegar a funcionar), esa confianza se quiebra cuando una de ellas hace un “regate”. Aquí, es obvio, veo la “paja en el ojo ajeno” (para reprocharme la “viga en el propio”, ya está a ello la mismísima AEAT), siendo así que los hechos son tozudos:

-. Sea un contribuyente que tras un -“singular”, dejémoslo ahí- proceso inspector (al que no fue ajena esa puesta en escena de “si conformidad, X; si disconformidad, Y”), se le giran unos acuerdos de liquidación y una sanciones por relevantes importes.

-. Los acuerdos de liquidación se pagan en tiempo y forma.

-. En plazo, se recurren tanto esos acuerdos de liquidación como las sanciones (en un foro como éste huelga señalar que ello determina, ya por imperativo legal, la automática suspensión de la obligación de ingreso de esas sanciones).

-. Ergo es evidente que una vez abonadas las liquidaciones y recurridas las sanciones, el contribuyente no tiene ninguna obligación ejecutiva de pago que afrontar a favor de la AEAT.

Sin embargo -¡ay!, la carga de profundidad de ese “sin embargo”-, no es ésa la interpretación de la AEAT. Y, tan es así, que ni corta ni perezosa se lanza a embargar todo lo que encuentra a su paso: que si cuentas corrientes, que si activos financieros, que si propiedades inmobiliarias… Todo parece poco para dar satisfacción a una medida cautelar que pretende garantizar el cobro de una obligación de pago hoy legalmente inexistente.

Ante esta situación, uno opta por salir a dar unas doscientas vueltas a la manzana para ver si hiperventilando el sofoco se disipara…, pero no, el remedio es aún peor: al sofoco, se le unen unas ya insoportables agujetas. Y es ahí, precisamente, ahí, en ese momento de clarividencia cuando, al más propio estilo de la mítica “Risky business”, uno recuerda que hay momentos en la vida en que hay que gritar “pero, ¡qué coño!”. No se me asusten -no al menos todavía-; no es que a partir de ahí dé comienzo un día de furia, pero lo que ocurre es que un flujo infinito de endorfinas inunda mi cerebro y me aboca a una clara convicción: que esto del buen rollito y del espíritu colaborativo basado en el derecho blandito “no acaba de encajar con nuestra tradición, principios y cultura jurídica” (José Manuel Calderón; Catedrático de Derecho Tributario de la Universidad de La Coruña).

Me perdonarán Ustedes pero, llegados a este punto de “nirvana”, ya casi como que les ahorro mis “reflexiones” sobre el que una Instrucción de la DGRN, hecha pública el mismo día que vence el plazo para que miles de profesionales se inscriban en el Registro Mercantil, prorrogue -perdón, ¿con qué base legal?- ese plazo hasta el próximo 31/12… Luego, ya tarde, claro, vendrán el rechinar de dientes, la desafección, o el “¿por qué os enfadáis, si era broma?”. Todo un clásico.

Lo dicho: el último, que apague la luz y cierre la puerta (a poder ser, por fuera). De ser factible, además, en ese orden.

#ciudadaNOsúbdito

 

5 pensamientos en “Al borde del abismo

  1. Alberto Lopez

    Estimado Javier,

    Comparto tu cabreo pero no tu opinión. Actuaciones como la que comentas de medidas cautelares existirán con Códigos de buenas prácticas o sin ellas.

    Creo, como dice el Maestro Calderon de la Universidad de A Coruña (nombre legal de la ciudad), que necesitamos una concreción del tema colaborativo y una mayor claridad de que implica firmar el Código.

    Lo que no implica (en el libro de Calderon es algo claro) que el Código no es una vía libre a la ausencia de medidas cautelares o de Inspecciones sino una vía de mayor seguridad jurídica y de transparencia por ambas partes. Y si hay medidas cautelares no hay mucha confianza.

    En fin, creo que mezclas dos cosas que no lo son. Hay que profundizar en los Códigos de Buenas Prácticas si, y mucho más. Y seguro que tu caso es una clara ilegalidad, pero no se debe mezclar una cosa con otra.

    Y no firmar el Código de asesores no ayuda a normalizar. Si ayuda litigar como lo hizo la Aedaf para mejorar la norma.

    Seguir así.

    Abrazos

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    1. Javier Gomez Taboada

      Estimado Alberto:

      Como no te identificas totalmente, ignoro si eres el mismo Alberto López que en su día -¡hace ya unos años!- trabajó conmigo o algún otro de los cientos (o, quizá, miles) de Albertos López que en España imagino que habrá.

      Tampoco yo, Alberto, comparto tu opinión. Los CBPs, y todo lo que los rodea, se basan en la buena fe, en la confianza legítima entre ambas partes… Malamente se cumple esa premisa cuando una de esas partes inicia una senda de actuaciones irregulares -no de laboratorio, por cierto- como es adoptar medidas cautelares sobre deudas no exigibles (unas por ya abonadas, las otras por suspendidas). Si, tal y como tú mismo apuntas, «actuaciones como las que comento existirán con CBPs o sin ellos», entonces ¿qué me reporta a mí -ciudadano/contribuyente- tal CBP?

      Es obvio que los CBPs no van a conllevar la extinción de las inspecciones (nunca he llegado a pensar eso), pero malamente esos CBPs casan con flagrantes patologías de libro cometidas por la parte más fuerte (léase, siempre, la Administración). Tú mismo lo reconoces al afirmar que «si hay medidas cautelares, no hay mucha confianza».

      No estoy -encontra de lo que afirmas- mezclando dos cosas. Los CBPs beben de la confianza, de la buena fe, y difícilmente puede darse el hábitat natural para éstos si, simultáneamente, una de las partes adopta medidas (sean las que dan pie a mi post u otras tan supurantes) que niegan, una y otra vez, esa buena fe que tanto se predica (en la mejilla ajena, claro). En tal sentido, si mi caso -como apuntas- es «una clara ilegalidad», la Administración que lo ha alumbrado no es acreedora de mi confianza y buena fe. A mí no me cabe otra posición.

      ¿Que no firmar el CBP no ayuda a «normalizar» (a saber lo que significa este «palabro»)? Lo que, siempre desde mi peculiarmente subjetiva perspectiva, no parece que ayude a «normalizar» es ser genuflexo ante un poder que, sin embargo, da escasas (¿ninguna?) muestras de empatía para con la sociedad que lo sufraga. La Historia (con mayúsculas) está plagada de episodios en los que una parte rindió pleitesía a otra con la confianza (errada, como luego se probó) de que así saciaría sus anhelos y «pacificaría» (¿normalizaría?) la situación de conflicto. Eso sí que no ayuda: el rendirse con armas y bagajes (léase sacrosantos principios) en el altar de una recaudación que nutre un gasto público que nunca es bastante, en una carrera hacia ninguna parte (como siguiendo nuestra propia sombra).

      Se agradecen tus ánimos («seguir -sic- así»), y puedes estar seguro de que así seguiremos mientras nos lo permitan (y quizá hasta cuando no sea así; ganas no nos faltan). Y, por cierto, también seguiré diciendo La Coruña cuando me plazca, al igual que -en el ejercicio de mi sacrosanta libertad- digo Nueva York o Londres (y ello, obviamente, siempre desde el máximo respeto a su toponimia oficial/legal).

      Abrazos.

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    2. Leopoldo Gandarias Cebrián

      Apreciado Alberto:
      Aparte de mostrarte mi gratitud por tu participación en el blog, te rogaría que desarrollaras el argumento de la desconexión entre los CBPs y esas actuaciones ilícitas, como las descritas por Javier, que lamentablemente no son aisladas (a los resultados de la revisión de la validez de los actos me remito), mediante la creativa teoría de la mezcla a la que acudes. Y lo hago porque me cuesta compartir la defensa a tan singular adhesión (algunas de cuyas oscuridades recuerdan a lo previsto en el art. 1288 del CC), con abstracción de lo establecido en los arts. 9.1 y 103.1 de la CE (por tratar de simplificar), eliminando de la ecuación que sirve de base a las «buenas prácticas» cualquier valoración sobre la actuación de la Administración, de modo que, en realidad, ese «saber a qué atenerse» ante una determinada situación (versión doméstica de la seguridad jurídica), al parecer, quedaría en un mero desiderátum en el contexto de esa «normalización» de las relaciones entre la Administración y los administrados (eso sí, sin mencionar los agravios mutuos a los que se refería Maura como característica práctica). Si me lo permites: buen rollo y poco más.
      En mi humilde opinión, es justo lo contrario; una relación eficiente, ordenada, bien encauzada, pasa por poner el grito en el cielo (con los pies en el suelo) en casos como los narrados. Con otras palabras, no entiendo cómo puede cuestionarse la evidente conexión entre el patrocinio de unas buenas prácticas y la saludable crítica a las que son manifiestamente contrarias al ordenamiento jurídico.
      Apartémonos del resplandor de los fuegos artificiales, Alberto. ¿No sería más sencillo que todos respetáramos las reglas del juego, persiguiéndose con la ley en la mano a aquellos que, mediando dolo o culpa, no lo hicieran, cualquiera que fuera la posición activa que ocuparan en ese contexto de insubordinación?
      Un abrazo particularmente cordial.

      Responder
  2. Esaú Alarcón García

    Querido Javier y apreciado Alberto:

    No puedo aportar valor alguno al comentario gentilmente ofrecido por Javier pues la escasa ciencia que atesoro está totalmente sobrepasada por la sabiduría del autor del post.

    Ahora bien, sí que me creo suficientemente versado en la materia y me reconozco francamente ofendido por el comentario realizado por el citado Alberto a cuento de la utilización del topónimo castellano -o español- La Coruña para referenciar tan bella capital de provincia gallega en lengua castellana -o española, parafraseando al diccionario de Nebrija-.

    Alberto, parto de la base de que a pesar de aparentemente haber trabajado en una multinacional, si eres fiel lector de este blog seguro que no eres de esos jóvenes -o jóvenas, que diría un político al uso- tan anglófilos que, cuando comentan -en castellano o español- sus vacaciones con sus amigos dicen que han estado en «New York» o en «London».

    En tal caso, entiendo, tu comentario acerca de la lengua «legal» (sic) resulta merecedor de este comentario meramente instructivo. Verás, Alberto, si consideras a la lengua vernácula -espuria, en un escrito en castellano o español- como «legal», resulta que estás diciendo a contrario sensu que la denominación con la otra lengua -la lógica, en un escrito en castellano o español- sería «ilegal» y esa hipótesis nos lleva a una conclusión claramente equivocada.

    Me refiero, con ello, a que podrías haber utilizado -equivocadamente, como a continuación te indicaré- que A Coruña es la denominación «oficial», pero nunca «legal», porque tan legal es usar La Coruña en un escrito en castellano como en un escrito en inglés, de la misma manera que es igual de legal hablar de London como de Londres en mandarín.

    En el fondo, me temo que se trata de un problema de educación deficiente, que padecen nuestros jóvenes -y jóvenas- desde hace tiempo, que unido a la liquidez y vacuidad de la sociedad en la que vivimos -particularmente la española (aquí, castellana sería impreciso)- hace que se tomen como dogmas de fe axiomas equivocados.

    No me atrevo a dar aquí una lección filológica en la materia, pero sí que introduciré algún detalle que probablemente parecerá rupturista: las lenguas no se sujetan a la leyes, a pesar de su oficialidad (o no); las lenguas simplemente se hablan, son vehículos, no finalidades, de transmisión y por mucho que se intente utilizarlas mendazmente con finalidades espurias, solo son instrumentos al servicio -como la Inspección tributaria- del ciudadano.

    Y, ahora, para mayor ilustración del debate de fondo acerca de la oficialidad de las lenguas, me permito remitirte a un video del Maestro Manuel Seco. Es de los años 80, aunque probablemente te parecerá del pleistoceno y, por ende, facha (como se dice ahora a todo lo que no gusta). Empero, Franco había muerto ya y la gente escribía sus comentarios con una moderación, trata, exquisitez, serenidad y buen uso de la lengua que, lamentablemente, he de decir que no se compadece con el recibido.

    Espero que, siguiendo mi aristotélico criterio, te guste el video:

    https://www.march.es/conferencias/anteriores/voz.aspx?p1=2303&l=1

    Recibe un afectuoso saludo,

    Esaú

    Responder
  3. josemarianorivas

    Permítanme una humilde aportación a tan notable debate, promovido, seguro que inintencionadamente, por el sr. López, y para ello, servirme de una frase acuñada por el que fuera alcalde de la ciudad en la que vivo (para mí, La Coruña, llámenme loco por esta rebeldía), Don Sergio Peñamaría de Llano, que decía “La Coruña, ciudad en la que nadie es forastero”.

    Este eslogan, que parecía predicar las bondades de una ciudad abierta al mar y a sus visitantes, para otros -alguno así me lo confesó- escondía una verdad solapada por la retranca gallega: “Ya lo dice la frase, A Coruña, donde el forastero es nadie”.

    Por eso, entiendo y puedo llegar a compartir lo que apunta el sr. López (aunque, como se verá, no por los mismos motivos), y así por qué considera erróneo el planteamiento del buen amigo y apreciado Javier Gómez Taboada.

    En su artículo de opinión Javier, olvidándose de su origen y consiguiente retranca y anteponiendo a estos su siempre acertado criterio profesional, se creyó lo que leyó en el Código de Buenas Prácticas Tributarias, lo que le llevó a entremezclar dos cuestiones distintas, pues una cosa es la aplicación de la norma al súbdito tributario, y otra muy distinta, los instrumentos para cuando no evitar, si intentar dulcificar su estricta aplicación. O al menos, para dar imagen y apaciguar a las masas…

    No quiero enredarme aquí con los motivos que llevaron a la aprobación de Códigos de buenas prácticas publicitarias; de buenas prácticas bancarias; de buenas practicas laborales; de buenas practicas en la contratación alimentaria, de buenas prácticas empresariales; de Juego responsable, de buenas prácticas bursátiles, de responsabilidad social corporativa, y así, un largo etc.… Ni tampoco sobre lo notable y exitoso de su aplicación.

    Pero imaginemos por un momento (bajo un planteamiento totalmente ficticio, siendo cualquier parecido con la realidad mera coincidencia), que ante una reacción social frente a un determinado colectivo o negocio, y la posibilidad de que por ello se apruebe una norma que venga a corregir la causa que provoca dicha alarma (sigamos imaginando: desahucios, publicidad o contratación abusiva, discriminación laboral, medioambiente…); o de que un servidor de la administración pública descontrolado aplique con rigor la norma vigente….¿No sería lógico que dicho colectivo plantease “autorregularse”, anticipándose al regulador patrio o comunitario? ¿No sería incluso lógico que dicho colectivo buscase la santificación de su “autorregulación” por parte del regulador? ¿No sería lógico, por último, que tal autorregulación plantease mecanismos de comunicación (compadreo quedaría grosero escrito en un Código, aunque sea tan latino ello) entre administración y el colectivo que se autorregula?

    Por eso estimado y admirado Javier Gómez Taboada, esta vez puede que hayas errado en tus siempre acertadas valoraciones; Tu fe en una justicia tributaria que se muestra cada vez más inexistente, te ha llevado a entremezclar dos realidades, la del súbdito (que no ciudadano) tributario, con la del colectivo al que acoge en su seno el Código de Buenas prácticas, en una extraña torsión de los conceptos aristotélicos de Justicia general y particular.

    Aristóteles venía a considerar que la justicia es dar lo igual a los iguales y lo desigual a los desiguales. Don Álvaro de Figueroa y Torres, Conde de Romanones, fue más rotundo: Al amigo se le pone el culo, al enemigo por culo y al indiferente se le aplica la Legislación vigente. Y a ti, Javier, desgraciadamente, en este caso que comentas te tocó en lo profesional lidiar con el funcionario que sigue entendiendo que “el forastero es nadie”.

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