¡Hagamos lo correcto!

En estas fechas tan disruptivas, entre otras tareas (teletrabajo, supervisión de deberes escolares, labores domésticas, ejercicio físico, balconing aplause y juegos de mesa), estoy encontrando un hueco para ver películas míticas de mi adolescencia y primera juventud. 

Así, con la disculpa de que alguno de mis hijos las vea, entre otras he logrado recuperar Missing (enorme, inmenso, Jack Lemmon), “La caja de música”“La tapadera” (con el paso de los años, mejor Hackman que Cruise“Esencia de mujer” (para mí, en mi condición de mero espectador de a pie, una de las películas de mi vida). La nostalgia se me ha desatado, e incluso he logrado recordar con quién fui a ver cada una de ellas y, en algún caso, hasta el cine donde la disfruté… ¡My God! 

Pero no se me inquieten, que no pretendo que este “post” usurpe el espacio ya magistralmente ocupado por mi meu el maestro Emilio Pérez Pombo y su cotidiano relato del confinamiento. Esta introducción viene al hilo de esa escena final de “Esencia de mujer” en la que Frank Slade (Al Pacino) hace un magistral alegato en defensa de Charlie Simms (Chris O´Donnell). En él, Slade evidencia las disyuntivas que nos va ofreciendo la vida, siendo así que en muchas de ellas nos vemos compelidos a decidir entre dos vías: la acertada y la equivocada; siendo lo habitual que la primera sea la más dura de las dos: He llegado a muchas encrucijadas en mi vida, siempre he sabido cuál era el camino correcto. Sin excepción, lo he sabido. Pero nunca lo he tomado. ¿Saben por qué? Porque era jodidamente duro”. Al fin y al cabo, una variable de ese célebre dicho de “todo lo que me gusta es ilegal, pecado o engorda”. 

En esa del todo sublime escena se condensa gran parte del misterio de la vida: el dejarse llevar, el pasar por nuestra existencia…, o el compromiso, la resistencia, el procurar que no sólo tú pases por la vida sino más importante aún!- que la vida pase por ti. 

Pues bien: henos aquí, en una del todo insólita y disruptiva situación que ha trastocado ¿quizá para siempre? ya se verá- lo que hasta ahora veníamos considerando como normal, como nuestro cotidiano discurrir vitalEste escenario, que nos obliga a sacar lo mejor de nosotros mismos al enfrentarnos a nuestros demonios interiores, es un buen momento para echar la vista atrás y hacer examen de conciencia; todos, yo el primero. Mis errores, no son menores ni pocos…, pero, en mi particular existencia, sus efectos -con alguna puntual excepción- se circunscriben a mi propia vida, y aún en el peor de los casos no tienen (no concibo que puedan tenerlo) una proyección social más allá de mi círculo más cercano y directo. Ello no me excusa (entono, pues, igualmente el “mea culpa”, y pido perdón desde ya a cuantos haya podido causar daño), pero los perjuicios causados quedan minimizados a la órbita (de corto diámetro) de mi propia vivencia. 

Sin embargo, hay quienes (no pocos) tienen muy elevadas responsabilidades y a los que, como tales, ha de exigirse que estén al nivel de las circunstancias (no siempre fáciles, más bien al contrario) y que, de no ser el caso, den un paso atrás y, reconociendo su incompetencia o incapacidad, se retiren y cedan su puesto a otros. Y es ahí donde este momento histórico nos invita a mirar el retrovisor y realizar un ejercicio retrospectivo. Veamos: 

-. Nuestra producción legislativa. 

Ya desde finales del siglo XX hubo voces más que autorizadas (léase, como paradigma, a Laporta) que denunciaban, clamando en el desierto, que la producción normativa en España planteaba dos serios problemas: uno cuantitativo, pues se trata de una hiperproducción (alguien llegó a calificarla como “diarrea”) que destroza esa idea de que una norma que no sea estrictamente necesaria es que es innecesaria; y el otro cualitativo pues nuestra legislación tiene un nivel paupérrimo (amén de mutar espasmódicamente). 

Desde entonces se venía apuntando que esa patología nacional (y aquí el término nacional aglutina el Estado, las CCAA y los Ayuntamientos), lejos de ser inocua, generaba graves y numerosos problemas, pues la inseguridad jurídica espanta a los inversores y, con ellos, a la creación de riqueza, trabajo y todo lo demás. 

Pocos, más allá de unos escasos “frikis” (entre los que se cuenta la #aldeagala, a la que tanto me honra pertenecer), se hicieron eco de esa denuncia que, en no pocos foros, era calificada -minusvalorándola- de “cosas de abogados”... Sin duda es una inquietud que atañe, quizá en primer lugar, a los letrados, pero ello no obsta que quien sufra todos sus demoledores efectos sea la sociedad en su conjunto. 

¿Resultado? Aquí estamos ahora, con un BOE que “vomita” un día sí y otro también (incluso en horarios del todo intempestivos, no aptos ya para el público infantil) múltiples disposiciones inconexas, de difícil encaje ya entre sí y no digamos con el ordenamiento general…, suscitando muy numerosas y complejas dudas sobre su alcance y genuinos efectos y, con ello, agravando los muy peligrosos efectos de una crisis económica que no podemos permitirnos el lujo de ignorar con la excusa de que se superpone a la sanitaria de la que trae causa 

-. La ausencia de una sociedad civil. 

Directamente engarzada (al fin y al cabo, todo está entrelazado, como las cerezas) con la anterior, es ésta otra grave patología patria. Y es que, a diferencia de otras sociedades concienciadas de lo que realmente se juega en la res pública –pienso ahora especialmente en los países anglosajones con raíces luteranas-, en España hemos caído en la fácil tentación de delegar toda la gestión en la “clase” política. 

Los españolitos de a pie nos conformamos con ir a votar una vez cada cuatro años y, a partir de ahí, nuestro ser político se circunscribe a balbucear nuestras quejas en la barra del bar o en la tertulia del café de media mañana. De modo y manera que socialmente hemos hecho dejación de nuestras funciones cívicas: durante décadas no hemos estado vigilantes a lo que se gestaba en nuestro país y, cuando nos hemos querido dar cuenta, nos habíamos perdido en el marasmo de las instituciones públicas y de los infinitos intereses creados a su alrededor. 

Este reproche es especialmente grave en el caso de ciertos “cuerpos sociales” (léase asociaciones empresariales y colegios profesionales) que, con meritorias y contadas excepciones (por conocerla de cerca, destaco singularmente a la AEDAF, ¡tan grande!)se han abstraído, apostando por la vía otra vez Slade!- más fácil, que no es otra que el cómodo y cálido apesebramiento de la proximidad al poder político. Ese calor y su innato amodorramiento se llevaron por delante todo espíritu crítico: nadie le decía al rey que estaba desnudo. 

Y, aunque sería merecedor de otro debate -ya ajeno a las modestas pretensiones de este post-, ¿qué no decir de la debilidad y dependencia (una cosa, obviamente, lleva a la otra) de los medios de comunicación? Su rendición al poder ha sido un jalón más en esta particular caída del “imperio” que ahora la peste evidencia en toda su crudeza. 

-. La fragmentación institucional. 

Reconociendo -sería del todo ilógico no hacerlo- que la descentralización política y administrativa puede tener sus ventajas; sería falso afirmar que es oro todo lo que reluce. Las CCAA sobre el papel tan glamurosas ellas han traído consigo una pléyade de reinos de taifas, dando lugar en cada uno de ellos a una nueva élite (a cada cual más pueblerina y mediocre) dispuesta a hacerse con el poder -¿pseudofeudal?- de sus postmodernas ínsulas baratarias. 

Así, también en esto, se hizo oídos sordos a las serias advertencias emitidas por insignes expertos (ahora que a diario tanto se apela a su infalible criterio, eso sí, para exonerar de toda responsabilidad a los políticos llamados a coger el toro por los cuernos), tales como Sosa Wagner (“El Estado sin territorio”) o Alejandro Nieto (“La nueva organización del desgobierno”). Meros testigos incómodos, carcas jacobinos que no sabían adaptarse a la modernidad de esta nueva era tan cool… Lo malo es que su discurso, tan agrio siempre, estaba plagado de las verdades del barquero como que el Estado estaba huérfano de auténticas competencias, viéndose obligado a ejercer de mero “coordinador” de la cuádriga tirada por las CCAA con la pérdida de dirección y fuerza que ello conlleva (vgr.: el efectivo vaciamiento del  de Sanidad impide que éste ejerza, de verdad, el liderazgo tan necesario en unos días críticos como los que estamos viviendo). 

-. El ángel caído del mérito, el esfuerzo y la capacidad. 

En una sociedad en apariencia opulenta, donde todo nos es “debido”, donde priman más los derechos que las obligaciones (¿de qué obligaciones me habla?), era de cajón que el mito a destronar fuera el del éxito cosechado a golpe de esfuerzo, constancia…, en una palabra: trabajo. 

Hemos olvidado que nuestro país, desde una perspectiva histórico-social, tiene el hambre a apenas ¿dos, quizá tres? generaciones. Entonces, ¿quién coño nos creemos? No sé lo que nos creemos, pues no soy tan engreído como para hacer esa lecturapero sí les diré lo que creo que somos: unos nuevos ricos de libro, unos horteras de manual. 

Pero también aquí las culpas son compartidas: en esa carrera por el descrédito del mérito (que, en el mismo lote, se lleva por delante la educación y la cultura), que tanto daño ha hecho a los empresarios (¡sí, les sigo llamando así!, me niego a aceptar el “blandito” emprendedores)éstos han sido incapaces de desplegar una campaña mediática que dignifique y reivindique su condición de auténticos creadores de riqueza…, se han dejado arrastrar por la corriente, comprando mercancía averiada como la melíflua (y pecaminosa, como si tuvieran que pedir perdón por algo) “responsabilidad social corporativa”. No hay mayor responsabilidad social que la creación de empleo (el mejor “subsidio” posible es un puesto de trabajo) y el pago de impuestos que garantiza nuestra condición de ciudadanos al ser los sufragadores del cotarro 

Los empresarios llevan, entonces, en su pecado su propia penitencia, pues en lugar de enfrentarse a esa corriente de opinión del todo tóxica que les ve como enemigos sociales, se han dejado llevar intentando aplacarla con paños calientes. El resultado está ahí, a la vista de todos. 

De lo específicamente político, en lo que atañe a este capítulo del mérito y capacidad, me limitaré a recomendarles una lectura: «La dictadura de la incompetencia» (Xavier Roig); ahí está todo -y todo es todo- magistralmente expuesto.

-. La disección entre el mundo público y el privado. 

Esta sociedad descabezada y sin rumbo, tiene en su seno, también, otra patología: la división -hoy ya muy grave- entre el sector público y el privado. Esta circunstancia presenta varios frentes, todos ellos preocupantes: 

El primero, la palmaria inconsciencia de que el único llamado (pues es el único capaz) a generar riqueza como tal es el sector privado. El público podrá arbitrar los medios idóneos para que la riqueza se cree y que, una vez generada, fluya; obviamente no lo niego, es más, es lo que debe hacer. Pero la riqueza, como tal, sólo emana del esfuerzo privado. No otra cosa acaba de afirmar el propio Felipe González: “No habrá empleo sin empleadores, ni las empresas privadas podrán ser sustituidas por la tentación estatalizadora que nos conduciría al fracaso» (El País, 4/6/2020). Y es que, parafraseando a Churchill, podríamos decir que al empresario no hay que verlo como al lobo al que hay que abatir, ni como a la vaca a ordeñar, sino como el caballo que tira del carro.

Pese a esa evidencia, el discurrir paralelo de ambos mundos y sus muy escasas (por no decir nulas) interconexiones, han generado un escenario muy peligroso. En el sector público, pues no son pocos (muchos de ellos, funcionarios íntegros y bien formados) los que contemplan lo privado como un nicho de potenciales defraudadores que sólo aspiran a obtener subvenciones y vivir de simular que hacen algo… En el sector privado, percibiendo lo público como un mero engorro, una burocracia (creciente y asfixiante) que, en lugar de promover la actividad, la cercena con múltiples trámites y requisitos cuya única razón de ser parece el justificar la mera existencia de esa superestructura pública. 

(Por venir al hilo del caso, abro -literalmente- un paréntesis: Mi madre, ya mayor, vive en una residencia que, afortunadamente, decidió cerrarse a todo contacto exterior ya una semana antes de la declaración del estado de alarma otro gallo cantaría si a nivel nacional se hubiera tomado entonces esa prudente decisión-… La pregunta es: ¿se imaginan cuál fue la reacción ante ese cierre de la Administración autonómica competente? Amenazar a la residencia (privada) con la apertura de un expediente sancionador; envite que -¡laus Deo!- aquella aguantó con estoicismo. Éste es el nivel). 

Son dos mundos llamados a entenderse, a darse la mano, a colaborar e interactuar entre sí. Pero lo cierto es que viven de espaldas, asumiendo recíprocamente que el uno apenas aporta algo (bueno) al otro, y que su condena vital es tener que coexistir. 

-. La dejación de funciones la impune irresponsabilidad por ello. 

Todo lo hasta ahora apuntado se adereza, además, con un insoportable grado de dejación de funciones. Así es: ahora nos escandalizamos de que el Gobierno, en lugar de gobernar, ejerza de mero transmisor de los consejos de los expertos (en tal caso, en las siguientes elecciones, agradezco que las listas electorales estén formadas por ellos, por los expertos); es decir, renunciando a coger el toro por los cuernos y afrontar la situación con su propio criterio (ponderando para conformarlo cuantas expertas opiniones se desee recabar). 

Pues este fenómeno, hoy tan estrambótico, no es más que la mera consecuencia lógica de lustros -cuando no décadas- de una praxis del todo inadmisible: la generalizada (con contadas y muy meritorias excepciones, pues obviamente toda generalización es -ya per se- injusta) elusión de las responsabilidades, cada uno en su ámbito. 

Estoy hablando de ese actuario que el día de incoar el acta en disconformidad te anima a sobrellevar con ánimo el recurso contra la liquidación, pues “esto en los tribunales lo tienes ganado”. De aquel otro que te plantea una regularización distinta en función de la firma en conformidad o en disconformidad… O del que aborda una regularización que finalmente los tribunales tumban y nada le pasa (ni a él ni, tampoco, a su bonus). 

Hablo de ese Magistrado que resuelve un recurso (cabe recordar que, en el singular universo tributario, en la inmensa mayoría de los casos, el contribuyente contará con una única “carta” judicial) señalando que en este aspecto la Sala aún no tiene una opinión formada sobre el asunto (perdón…, ¿para cuándo esperan para formarla, al juicio final?), pero que, de momento, les sirve de inspiración la doctrina emanada del TEAC en un asunto análogo. O sea, el Poder Judicial admitiendo, sin más, como base argumental la emanada del Ejecutivo... el mundo al revés. 

Ese diputado que es consciente de que la norma que se está gestando en el Legislativo es un adefesio y que, además, va a generar más conflictos que otra cosa, pero «confiemos en que la interpretación judicial module sus aristas» Ese senador que sabe que esa Ley es potencialmente inconstitucional o contraria a las disposiciones comunitarias pero, pese a ello, decide mirar para otro lado y “aquí paz y después gloria”. 

Ahora, tampoco aquí el sector privado queda libre de culpa: esa gran empresa que se enfrenta al abismo de una regularización tributaria que no tiene un pase, pero que, en lugar de recurrirla, pelearla allí donde sea menester y denunciar el atropello sufrido…, se calla pues “prefiero no montar lío, es mejor dejarlo pasar”. Y es que es bien sabido que, según ya apuntaba Burke“para que el mal triunfe, basta con que el bien no haga nada”. Pues en ésas estamos, en dejarlo correr…, y que pase el siguiente. Un país entero haciendo como que no ve, que todo el mundo lo hace, qué más da, no te pongas así total… De aquellos polvos, estos lodos. 

-. Y, ya centrados en el siempre singular universo tributario: la acumulada falta de empatía de la AEAT. 

Ya tengo una edad como para asumir como lógico y natural que la institución pública llamada a dotar de recursos económicos al “sistema” es tan imprescindiblemente necesaria como impopular. 

Pero, una cosa es que no resulte simpática (sin ir más lejos, mucha gente no lo es/somos) y otra, muy distinta, que se convierta en manifiestamente antipática e, incluso más: que infunda temor, pánico (que nunca debemos confundir con el respeto). 

La AEAT, como es bien sabido, vio la luz en los albores de la década de los 90 del pasado siglo, y vino a sustituir como la encargada de la gestión, recaudación e inspección de los tributos estatales -con una estructura administrativa más ágil- a los organismos hasta entonces engarzados en el propio Ministerio de Hacienda. Aún no había cumplido 10 años, cuando desde el Legislativo le llegó un claro mandato de trato amistoso (siempre dentro de lo que cabe, entiéndaseme) con los “paganinis”: la Ley 1/1998, de derechos y garantías de los contribuyentes (el comúnmente conocido como “Estatuto del contribuyente”). 

No creo equivocarme -ni exagerar- al afirmar que, desde entonces, todo fue a peor. El estatus jurídico del contribuyente fue, gradual pero firmemente, olvidando las salvaguardas que aquel “Estatuto” le proveyó y, así, degradó su condición a mero “pagafantas” sospechoso -siempre y en cualquier condición- de ser un defraudador; si no ya consumado, sí en potencia.  

Y aquí ya no me refiero sólo a la pléyade de normas (su listado y calado es ya infinito) que han dotado a la AEAT de unas prerrogativas exorbitantes que, en paralelo, iban acorralando al contribuyente y reduciéndolo a una mera condición de súbdito; que también. Ahora estoy pensando ya más en otras cosas, en las actitudes: algo en apariencia tan simple como contactar con la centralita de una Delegación (o Administración, “me da igual que me da lo mismo”) de la AEAT se ha convertido en algo épico; es una tarea titánica lograr que una voz humana y no un mensaje estándar grabado- te responda al otro lado… 

¿Y qué decir de lo de comparecer (presencialmente) ante una oficina de la AEAT? Sin cita previa, misión imposible. Con ella, tampoco es que la cosa aporte mucho: muy difícil que te atienda un funcionario que realmente esté al corriente de tu expediente y que, además, tenga capacidad de decisión (ese binomio es poco menos que una quimera); cuando no te remiten directamente a otra lejana Administración -a unas cuantas decenas de kilómetros de tu domicilio fiscal- pues, siempre en aras de la eficiencia del servicio, es allí -que cuentan con más medios y menos carga de trabajo- donde se está tramitando tu asunto… 

La situación ya se torna en del todo kafkiana si uno pretende mantener una cita con un funcionario de cierta responsabilidad. Salvo contadas y honrosas excepciones (la generalización, repito, siempre es injusta), esa pretensión se torna en una quimera: «¿para qué quiere verle?» «¿realmente, Usted qué busca?» «¿vendrá con un poder, verdad (pues, en otro caso, nadie le recibirá)?» Amén de todas las cautelas habidas y por haber: «ésta es mi impresión, pero tampoco yo soy el único que aquí decide y a ver cómo se interpreta el asunto `arriba´» (que es, justamente, donde nunca logras tener un interlocutor con el que abordar todas las aristas -ni pocas ni de fácil digestión- que tu asunto plantea).

Es más, les diré algo 100% gráfico: el asunto ya pinta mal cuando pocos funcionarios están dispuestos a escucharte en un despacho a puerta cerrada y no en un mostrador (para los patológicos malpensantes: lo de la puerta cerrada no es para tratar nada escabroso y/o ilegal, tan sólo -como en el médico- para preservar la intimidad a la que todos los contribuyentes todos!- tienen derecho). 

De modo y manera que, cuando ahora resulta que la AEAT durante una semana ni tan siquiera contesta al colectivo de Colegios y Asociaciones profesionales del asesoramiento fiscal cuando éstos le demandan una moratoria tributaria, hay quien se escandaliza. A mí, lo confieso: me hubiera extrañado lo contrario.

Y hago una salvedad: esto no es una crítica a nadie en particular, con nombres y apellidos (menos aún, pues, a su Director General, al que personalmente tengo en buena consideración y al que no le arriendo la ganancia de la dura experiencia que, sin duda, estará viviendo estos días), es más: ya me gustaría que así fuera. Y es que es peor: esta crítica ya lo es a una situación que no es coyuntural ni puntual; es algo ya innatamente estructural en esa institución y eso es, precisamente, lo peligroso. 

 *** 

Aprovechemos, pues, esta grave crisis nacional para resetearnos, para -sacando lo mejor de todos y cada uno de nosotros- embarcarnos en un proyecto común realmente ilusionante en el que el otro no sea un potencial adversario sino un eventual aliado… Nuestro país -pese a sus carencias y problemas- es maravilloso, y merecedor de darlo todo por él, que es hacerlo por nosotros mismos.  

España tiene la inveterada costumbre de sufrir una estresante convulsión nacional cada cuarenta años (arriba, abajo)…; ésta es la que le ha tocado a mi generación (la del “baby boom”) en plena madurez: estemos a la altura y, como diría la canción, “recomencemos”. Hagamos el esfuerzo, siguiendo el discurso de Al Pacino, de tomar el camino duro pero acertado: “¡hagamos lo correcto!”. 

 Cuídense mucho, todos. 

 #QuédateEnCasa    #ciudadaNOsúbdito 

 

 

2 pensamientos en “¡Hagamos lo correcto!

  1. Javier Muñoz Zapatero

    Gran artículo Javier. Que razón tienes que tenemos que aportar cada uno en lo de cada día. Abrazo virtual

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