Los límites de las comprobaciones de valores a partir de módulos o índices genéricos.

Una de las cuestiones más controvertidas en materia tributaria son las comprobaciones de valor realizadas por las distintas Administraciones tributarias, con el ánimo de cuestionar la valoración establecida por los contribuyentes en las distintas transmisiones de bienes o derechos.

Con carácter general, la base imponible de los tributos toma como referencia el valor de mercado y/o el valor real de los bienes, derechos y servicios, entendido como ese valor o precio que, dos partes independientes acordarían en estrictas condiciones de mercado y competencia.

Por supuesto, y más por estos lares, algunos contribuyentes han tenido (o tienen) la tentación de ponerse de acuerdo para declarar un precio distinto al real o de mercado, con la ocultación de un cierto flujo monetario. Por ello, ante esta particular debilidad humana, es obvio que la normativa establezca algunas cautelas y dote a las administraciones tributarias de algunas facultades de comprobación y revisión de los valores determinados por las partes.

Con ese objetivo, el artículo 57 de la Ley 58/2003, de 17 de diciembre, General Tributaria señala que el valor de las rentas, productos, bienes y demás elementos determinantes de la obligación tributaria podrá ser comprobado por la Administración tributaria. En este sentido, la propia norma establece una serie de métodos o criterios a seguir por las Administraciones para determinar si el valor declarado por las partes se corresponde con el valor real o de mercado o, por el contrario, ha existido alguna eventual irregularidad.

Entendiendo la razonabilidad de esta prevención legislativa, lo que ya resulta más cuestionable es la evidente práctica administrativa, aquejada de ese maldito vicio de sentirse revistada de un aura de infalibilidad y poderes absolutos, en virtud de la cual, aplican la normativa como si de un martillo pilón se tratase, para aplicar el rodillo recaudatorio sin detenerse en minucias, como es el respeto al espíritu de la norma o la búsqueda de la verdad.

El problema de fondo es que, por muchas razones (entre otras, una eventual falta de recursos o medios), las administraciones tributarias tienden al trabajo fácil y buscar la simplificación, en aras de conseguir el máximo de regularizaciones en el menor tiempo posible. Uno de los métodos preferidos por la Administración es acudir a valores genéricos o referencias objetivas simples (al amparo del artículo 57.1.b de la LGT) como, por ejemplo, determinar el valor comprobado a partir de aplicar un coeficiente corrector genérico por población o territorio al valor catastral.

Por supuesto, las generalizaciones acaban arrasando con todos los matices y, como bien saben los que tienen alguna noción de estadística y econometría, estos valores medios sólo informan de un punto concreto, una referencia estática, y, dependiendo de la varianza o la dispersión del conjunto de valores, ese valor medio puede ser tan atípico o irrelevante como cualquier otro. Por tanto, sólo sería admisible el uso de un valor medio, una referencia objetiva, para un conjunto de elementos u operaciones, cuando exista una mayor concentración de resultados alrededor del valor medio.

Pues bien, respecto de las operaciones inmobiliarias, las diferentes administraciones tributarias, especialmente, las autonómicas, han publicado distintas instrucciones o criterios administrativos por los que, para determinar el valor de comprobación (y/o de liquidación tributaria) se aplica un coeficiente estandarizado respecto del valor catastral de los bienes inmuebles.

Ciertamente, el valor catastral es individualizado y tiene en cuenta algunas singularidades de cada inmueble (zona, antigüedad de la construcción, superficie, etc.). Sin embargo, el valor catastral es una referencia escasamente dinámica (en el mejor de los casos, se revisan los valores cada 10 años) y no tiene en consideración elementos individuales (prueba de ello es que, en los edificios suele aplicar la misma valoración a las distintas viviendas de un bloque, basándose meramente en la superficie total, sin tener en cuenta, ubicación, orientación, estado de conservación, el uso o desgaste, etc.).

Si aparte de las dudas del valor catastral, aplicamos un mismo coeficiente multiplicador para un conjunto amplio y tan heterogéneo como es un municipio o barrio, con grandes diferencias entre los distintos inmuebles, entonces, es razonable esperar que el valor resultante, con harta frecuencia, diste mucho del valor real o de mercado.

Sin embargo, las administraciones tributarias no están para estas disquisiciones. Así que, cuando el valor declarado por los contribuyentes está por debajo de sus baremos de referencia, sin más, se dedican a cuestionar las liquidaciones tributarias y exigir la correspondiente regularización.

Por más que los órganos jurisdiccionales les han ido corrigiendo y enmendando la plana, siguen sin corregir sus prácticas abusivas y persisten en el error, de forma más o menos, consciente.

En estas, la reciente Sentencia 2794/2020 del Tribunal Supremo, de fecha 23 de septiembre de 2020 (ver aquí), le proporciona un sonoro bofetón a este proceder administrativo, y además, lo efectúa con cierta displicencia o disgusto, ratificando la doctrina establecida en sus Sentencias de fechas 23 de mayo de 2018.

Como acertadamente explicita el Alto Tribunal, «el método de comprobación consistente en
la estimación por referencia a valores catastrales, multiplicados por índices o coeficientes
(artículo 57.1.b) LGT) no es idóneo, por su generalidad y falta de relación con el bien concreto de cuya estimación se trata, para la valoración de bienes inmuebles en aquellos impuestos en que la base imponible viene determinada legalmente por su valor real, salvo que tal método se complemente con la realización de una actividad estrictamente comprobadora directamente relacionada con el inmueble singular que se someta a avalúo».

El pecado administrativo es una actuación manifiestamente negligente: ¿cómo pueden tener la osadía de hablar de valor «comprobado» si no hacen una mínima actuación de comprobación? Es que hasta suena ridículo que alguien se sirva cuestionar la valoración dada, tras sus respectivos procesos de negociación y cálculo, por sujetos independientes en una operación tan compleja como es la transmisión de un bien inmueble, sin hacer el más mínimo esfuerzo de indagación.

Pero claro, estas actuaciones tienen un mal de origen, que las administraciones se creen en posesión de la verdad. Por ello, el Tribunal les sonroja al decir que, «la aplicación del método de comprobación (…) no dota a la Administración de una presunción reforzada de veracidad y acierto de los valores incluidos en los coeficientes, figuren en disposiciones generales o no.»

Y pone a la Administración, en su sitio. Si quiere cuestionar un valor, deberá justificarlo, motivarlo, no siendo suficiente aplicar meros coeficientes objetivos sin más. En definitiva, el Tribunal exige que la Administración efectúe una real actuación de comprobación.

En la Sentencia del Tribunal existe un aspecto adicional a tener en consideración y que atañe a ese concepto tan indefinido y ambiguo como es el «valor real», el cual se toma como referencia para determinar la base imponible de determinados tributos (básicamente, el ITPAJD, en la modalidad de Transmisiones Patrimoniales Onerosas -TPO- y, en menor medida, el Impuesto sobre Sucesiones y Donaciones). Pues bien, el Tribunal vincula el concepto de «valor real» al de valor de mercado; al señalar que el valor real es «coincidente, como ya hemos dicho de modo uniforme y reiterado, con el que pactarían dos sujetos de derecho independientes entre sí, esto es, como regla general, con el valor de mercado». Se agradece esta apreciación pues, hasta no hace mucho, se mantenía una nebulosa interpretativa alrededor del concepto de «valor real».

En definitiva, si la Administración tributaria pretende regularizar un valor declarado, nada obsta a que lo siga haciendo, ahora bien, deberá hacer un verdadero esfuerzo de comprobación pues, como subyace en el espíritu de la doctrina jurisprudencial, se trata de adecuar la imposición a la real capacidad económica y no a una presunta simplificación objetiva en aras de una desmesura recaudatoria.

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