Las facultades de liquidar y comprobar nunca volverán a ser lo que fueron

El Tribunal Supremo, en su sentencia de 11/03/2021 (ECLI:ES:TS:2021:1013) vuelve, una vez más ‒son muchas‒, a confundir dos facultades de la Administración que tienen un contenido muy diferente; la de comprobar e investigar y la de liquidar. Se trata de un error ya demasiadas veces asumido en casación como para conservar la esperanza de que algún día se enderece.

Probablemente suceda, con el transcurso del tiempo, todo lo contrario. Pues son bastantes los recursos de casación que, actualmente y «por elementales exigencias de los principios de unidad de doctrina y seguridad jurídica», se resuelven por sí solos; mediante el socorrido sintagma «remisión a la sentencia […]» en el que los puntos suspensivos se suelen sustituir por aquella sentencia del TS que desprenda un aroma similar a aquello a lo que huela la cuestión que se deba resolver en ese momento.

Yo no creo que eso sea seguridad jurídica. Al menos, no diferente de la que se obtendría introduciendo, para las cuestiones que aún no hediesen a nada, un mecanismo aleatorio que proporcionara una solución que luego se reiterase una vez que el vaho resultara, ya, familiar. Pero yo no quería hablar de seguridad jurídica, sino del error del Tribunal Supremo.

Hay dos potestades, facultades o derechos –no quiero entras en discusiones terminológicas– sin los cuales la Administración tributaria produciría risa.

Una es la de dictar liquidaciones. La otra es la de imponer sanciones. La primera es la única que le permite determinar –y, por lo tanto, exigir– «el importe de la deuda tributaria» o establecer «la cantidad que, en su caso, resulte a devolver o a compensar de acuerdo con la normativa tributaria» (artículo 101 LGT). La segunda es la única que le habilita para imponer –y, por ello, reclamar– sanciones tributarias (178 LGT).

Las demás potestades, facultades o derechos que le reconoce la Ley a la Administración tributaria son, en su mayoría, instrumentales; sólo sirven para ejercer mejor aquellas dos que le permiten transformar la risa en llanto.

Especialmente instrumental es la facultad de comprobación e investigación. La Administración puede confirmar o desmentir la veracidad o exactitud de los elementos determinantes de la obligación tributaria declarados –eso es comprobar– e indagar para descubrirlos –eso es investigar– y calificar jurídicamente unos y otros porque ello es, a menudo, algo imprescindible para poder ejercer la facultad de liquidar. Pero, perdida esta última facultad, la utilidad que tiene conservar aquella es similar a la que para la recaudación tendría incrementar la base imponible hasta el infinito cuando el tipo de gravamen fuese cero. Por mucho que la Administración confirme, desmienta, descubra y califique hechos, sin la facultad de dictar una liquidación a la que incorporar esas acciones aquello sería tan inútil como un explosivo sin detonador.

La Ley General Tributaria siempre marcó un plazo de prescripción para las facultades de liquidar y de imponer sanciones. Comenzó siendo de 5 años en la de 1963 (artículo 64). Y en la actual es de 4 años (artículos 66 y 189.2). Por el contrario, la facultad de comprobar e investigar –a diferencia de lo que cree el TS– nunca estuvo, hasta el año 2015, limitada en modo alguno por la prescripción. Antes bien, lo que siempre se le ha reconocido a esta última facultad es la capacidad para interrumpir la prescripción de aquellas otras dos facultades (artículo 66 de la LGT de 1963 y 68 de la actual).

Esta forma de incidir la prescripción sobre todas las potestades citadas responde a una construcción lógica; ¿por qué habría de prescribir una facultad ­–la de comprobación e investigación– que, en sí misma, sólo sirve para facilitar el ejercicio de otras –las de liquidar e imponer sanciones–? Si estas últimas no se pueden ejercer, hacer uso de aquella resultará tan inocuo como estéril. Y si no lo resulta, será porque alguna de las facultades a las que sirve, aún no ha prescrito.

Pero esa construcción no puede llevar a confundir unas facultades con otras pensando que todas ellas amparan, sin distinción, cualquier actuación: la de liquidar sólo consiste en realizar las operaciones de cuantificación necesarias para determinar y exigir la deuda tributaria o la cantidad a devolver o a compensar resultante; y a su sólo amparo no sería posible comprobar e investigar. De la misma manera, la facultad de comprobar e investigar no habilita, por sí misma, para dictar una liquidación si esta última facultad –la de liquidar– ha prescrito.

La medianoche del día 11 de octubre de 2015 «intentó» entrar en vigor una medida que iba en contra del consolidado y coherente escenario que ha quedado descrito. O quizá no. Porque, en el fondo, la redacción que, desde ese momento, adoptó el artículo 115 de la Ley General Tributaria parecía bastante respetuosa con la radical diferencia que existe entre las facultades de comprobar e investigar y la de liquidar que ha quedado expuesta. También lo parecía, incluso, la sinuosa redacción del nuevo artículo 66 bis de aquella Ley. Pero las cosas se torcieron.

Aunque para situar el hecho en su contexto es preciso retroceder hasta el día el 1 de enero de 1996: ese día, el plazo durante el cual se podían compensar, en el Impuesto sobre Sociedades, las bases imponibles negativas se incrementó desde los cinco años –en realidad, cinco ejercicios (artículo 156 del reglamento de 1982)– hasta los siete años (artículo 23 de la Ley 43/1995). Como en aquellos días el plazo de prescripción era de cinco años, resultó que, desde ese momento, el entonces «sujeto pasivo» –y hoy «obligado tributario»– podía traer a colación autoliquidaciones con bases imponibles negativas para su compensación que ya habían quedado fuera del alcance de la facultad de liquidar de la Administración; quien no tenía más remedio que pasar por ellas si no había ejercitado a tiempo su facultad de liquidar; porque esta última potestad, sometida a prescripción, era la única –y lo sigue siendo– que le permitía corregir aquellas autoliquidaciones.

La atención casi exclusiva que la Administración pone, paradójicamente, en la recaudación, apartando de su vista todo aquello que no le genere ingresos con cierta inmediatez, comenzó a hacer mella en dicha recaudación: porque dentro de su práctica habitual se encontraba la de desatender las autoliquidaciones cuya base imponible fuese negativa. Autoliquidaciones cuya rectificación por la Administración sólo era posible –como sucede con todas las autoliquidaciones– mediante un acto de liquidación tributaria (artículo 101 LGT). Facultad –la de liquidar– para la que la Ley, como ya he indicado, marcaba entonces un plazo de prescripción de 5 años mientras que eran siete aquellos durante los cuales el sujeto pasivo podía reclamar el ejercicio del derecho a compensar una base imponible negativa incluida en una autoliquidación previa.

La situación se agravó en el año 1999. Ese año, la Ley de Derechos y Garantías de los Contribuyentes (Ley 1/1998) redujo el plazo de prescripción de cinco a cuatro años; y, simultáneamente, la Ley del Impuesto sobre la Renta de las Personas Físicas (Ley 40/1998) amplió para el Impuesto sobre Sociedades el plazo de compensación de las bases imponibles negativas desde los siete hasta los diez años. Esta última medida se adoptó siendo consciente de que la situación descrita en el párrafo anterior empeoraría. Hay que admitir que tal agravamiento sería debido, única y exclusivamente, a la contumaz negligencia de la Administración, quien seguiría dejando prescribir su facultad de dictar liquidaciones correctoras de autoliquidaciones con bases imponibles negativas porque hacerlo seguiría sin reportarle ingresos inmediatos. Y también hay que reconocer que la solución estaba en manos de la propia Administración: le hubiera bastado con dedicar más esfuerzos y recursos a corregir aquellas autoliquidaciones por la vía de dictar actos de liquidación antes de que prescribiese su facultad de hacerlo.

Pero el legislador quiso solucionarle la papeleta a la Administración. Y quiso hacerlo en la forma que se explica en el número 178 del diario de sesiones del pleno y la diputación permanente del Congreso de los Diputados correspondiente al año 1998. En él aparece transcrita la sesión plenaria núm. 172 celebrada el jueves 17 de septiembre de 1998 y en su página 9559 se puede leer lo siguiente:

«La tercera enmienda, señor presidente, hace referencia a la lucha contra el fraude. Nuestro grupo había mantenido la posibilidad de compensar pérdidas de hasta siete años por parte de las empresas, y el Grupo Popular nos plantea que esta posibilidad puede aceptarse no solamente por siete años, sino hasta por diez, pero con una exigencia, y es que los períodos en que se generan pérdidas, si se compensan en futuros ejercicios, se mantienen abiertos a toda acción inspectora de la Agencia Tributaria; todo ello nos parece bien. No vale tener perdidas en un año, posteriormente acogerse a la prescripción y eludir cualquier inspección y, sin embargo, que se apliquen las correspondientes minoraciones. Por tanto, si hay pérdidas y se trasladan a ejercicios futuros, el ejercicio que ha ocasionado pérdidas, deberá estar abierto a cualquier acción inspectora de la Agencia Tributaria. Esto nos ayudará a que los mecanismos que se utilicen de posibles situaciones de pérdidas para poder beneficiarse se podrán aplicar sólo y exclusivamente cuando esas pérdidas se hayan ocasionado por razones fundadas y justificadas, sin ser objeto de manipulaciones u operaciones para intentar bajar sus obligaciones fiscales. Estamos de acuerdo con esta medida y la aplaudimos».

La intención estaba muy clara. Para la Administración debería ser posible corregir, mediante una liquidación –único instrumento o potestad, insisto, mediante el cual puede hacerlo–, las bases imponibles negativas autoliquidadas; y debería ser posible hacerlo en el momento de compensarlas con independencia de que en él ya hubiese transcurrido el período de prescripción. La solución sólo podía pasar por ampliar hasta 10 años el plazo de prescripción del derecho a liquidar el Impuesto sobre Sociedades cuando fuese negativa la base imponible consignada en la correspondiente autoliquidación. Hubiese sido muy fácil. De hecho, hasta el día 1 de julio de 2004 la Ley General Tributaria también establecía una salvedad que, para el Impuesto sobre Sucesiones, incrementaba hasta los diez años el plazo general de cinco años de prescripción (artículo 64.a). Y allí sí quedaba muy claro que lo ampliado era el plazo de prescripción «para determinar la deuda tributaria mediante la oportuna liquidación»: la LGT de 1963 guardaba, coherentemente, un silencio absoluto sobre plazo alguno que afectase a la comprobación e investigación reguladas en sus artículos 109 y siguientes. Porque, al no prescribir tales facultades, era ocioso hacerlo.

El remedio que se adoptó, sin embargo, en aquel año 1998 con efectos desde el siguiente, responde a un profundo desconocimiento de las categorías tributarias por parte del legislador. Y de quien le asesorase, si es que hubo alguien con tal función. Porque consistió en añadir un número 5 al artículo –el 23– que regulaba, en la Ley 43/1995, la compensación de bases imponibles negativas. Cuyo contenido pasó a ser el siguiente: «El sujeto pasivo deberá acreditar, en su caso, mediante la exhibición de la contabilidad y los oportunos soportes documentales, la procedencia y cuantía de las bases imponibles negativas cuya compensación pretenda, cualquiera que sea el ejercicio en que se originaron». El sujeto pasivo deberá acreditar, en su caso, mediante la exhibición de la contabilidad y los oportunos soportes documentales, la procedencia y cuantía de las bases imponibles negativas cuya compensación pretenda, cualquiera que sea el ejercicio en que se originaron.

Uno no puede introducir un cubito de hielo en un depósito de agua a 60 grados y pretender que aquél no se funda. El derecho opera de forma similar. No es viable la pretensión de utilizar categorías jurídicas para alcanzar fines que el ordenamiento no les reconoce. Y si se hace, o aquel ‒el derecho‒ pierde su coherencia interna y se rompe o termina por enderezarlas y reconducirlas hacia el fin que él, en su conjunto, le tiene reservado. Actualmente, está roto. Porque la Ley no es resiliente, no recupera por sí sola su estado inicial cuando cesa la perturbación que incide sobre ella; son los tribunales quienes deben hacerlo. Y el Tribunal Supremo no parece estar dispuesto a ello en lo que respecta a los artículos 115 y 66 bis de la Ley General Tributaria sino, antes bien, a porfiar en esa especie de metábasis de brocha gorda que, tras alguna vacilación, construyo al hilo del artículo 23 de la Ley del Impuesto sobre Sociedades y que aparece bien reflejada en la STS de 19/02/2015 (ECLI:ES:TS:2015:582).

Por todo lo dicho, no era viable la pretensión de los diputados de ampliar el plazo de prescripción de la facultad de liquidar acudiendo, como único remedio, al instituto de la prueba y a las facultades de comprobar e investigar. Ello solo sería posible ampliando aquel plazo ‒el de prescripción del derecho a liquidar‒. Pero, por inopia jurídica, lo señalado en primer lugar es lo que trató de hacer el legislador.

La de «acreditar» ‒a la que pasó a referirse el artículo 23.5 de la Ley 43/1995‒ es una acción circunscrita al campo de la prueba. El derecho tiene bastante bien consolidado que la prueba es aquella actuación mediante la que se intenta acreditar el hecho que fundamenta una pretensión. Solo el hecho, la circunstancia fáctica. Nada más. La calificación jurídica no se «acredita» o prueba en modo alguno. Se trata de una labor intelectual que corresponde a cada cual. De modo que por una elemental razón de incompatibilidad técnica ni siquiera es posible entender que la acreditación que exigía el artículo 23.5 LIS debía versar sobre las calificaciones jurídicas que permitirían concluir si la base imponible se construyó respetando las previsiones marcadas por la Ley del Impuesto sobre Sociedades. La acreditación sólo alcanzaba al estricto ámbito de los hechos: demostrar la existencia de una autoliquidación previa con un contenido fáctico determinado. No es terreno de la prueba ‒ni, por tanto, de la «acreditación»‒ la adecuación o subsunción del hecho en la norma. Eso está reservado, en exclusiva, al campo de la calificación jurídica. Calificación jurídica que el «obligado tributario» realiza, formalmente y con eficacia positiva, mediante su autoliquidación (artículo 120 LGT). Eficacia que sólo es posible alterar mediante un acto de liquidación (artículo 101 LGT) [o mediante la impugnación de aquella (artículo 120.3 LGT)], por mucho que la calificación sea una actividad propia de la facultad de comprobación e investigación.

Es cierto que, con ocasión del ejercicio de su facultad de comprobación e investigación, la Administración también califica jurídicamente los hechos. Pero esa calificación sólo puede trascender frente al «obligado tributario» cuando ‒de no haber prescrito aún la facultad de liquidar‒ se traslada a una liquidación tributaria en la que, atendiendo a dicha calificación jurídica previa, se realizan las operaciones de cuantificación necesarias para determinar la deuda tributaria o, en el caso que nos ocupa, la cantidad que resulte a compensar de acuerdo con la norma tributaria como, literalmente, dispone el artículo 101.1 LGT.

En definitiva, el legislador lo único que hizo fue nada. Pues para nada sirve cualificar, absurdamente, el medio de prueba con el que «acreditar», como cuestión de hecho, la existencia de una base imponible negativa. No sólo porque esta se acredita plenamente, conforme al resto del ordenamiento tributario, mediante la autoliquidación –que es el acto jurídico que le da nacimiento– debidamente formulada por el obligado tributario, sino, sobre todo, porque ello contradice los derechos que a este le reconocen las letras g) y h) del artículo 34.1 LGT. En todo caso, «la exhibición de la contabilidad y los oportunos soportes documentales» no pasaría de ser un requisito formal para la compensación de una base imponible negativa introducido al amparo del artículo 106.3 LGT que, en modo alguno, permitiría modificar dicha base imponible negativa dictando una liquidación ‒cuando tal facultad ya haya prescrito‒ que alterase la autoliquidación de la que trajese causa sino, a lo sumo, negar su existencia y, por consiguiente, su consignación, como mera circunstancia de hecho, en la autoliquidación en la que tal compensación se pretendiese y, por tanto, en la liquidación que alterase ésta última.

Después vinieron a hacer clavo, estabilizando el gravísimo error, el artículo 25.5 de la Ley 27/2014, del Impuesto sobre Sociedades y la nueva redacción (desde aquella madrugada a la que antes me referí, tras su modificación por la Ley 34/2015) del artículo 115 de la Ley General Tributaria junto con su artículo 66 bis; sobre los que, por ser más recientes y conocidos y por no aburrir en exceso, no creo que sea necesario extenderse. Pero que, en modo alguno, supieron, tampoco, ir más allá del ámbito de la prueba. No trascienden, ni pueden hacerlo de ninguna manera ‒salvo en la realidad virtual en la que, en ocasiones, opera el Tribunal Supremo‒, al terreno de la liquidación. El derecho de la Administración a ejercer esta última facultad sigue prescribiendo, irremediablemente, transcurridos los 4 años que marca el artículo 66 de aquella ley. Y, mal que le pese al TS, así seguirá siendo hasta que este último artículo se modifique en términos similares a los que presentaba el 64.a de la LGT de 1963.

Sólo quería, en fin, poner de manifiesto que ‒aunque haya sido en el ámbito del IRPF y centrándose en las diferentes redacciones que ha tenido el artículo 115 de la Ley General Tributaria‒ es triste ‒extraordinariamente triste‒ constatar, a través de la sentencia de 11/03/2021 (ECLI:ES:TS:2021:1013) ‒la última, que a mí me conste‒ que un órgano como el Tribunal Supremo sigue confundiendo, con alegría y casi regodeo, la facultad de comprobar e investigar con la de liquidar. Si analizase la brillantez con la que estaba construida la última parte de la letra a) del artículo 64 de la LGT de 1963 quizá se diese cuenta de que ni en 1999 ni en 2015 era posible hacerlo de otra forma.

Pero eso sí; nadie podrá poner en duda que existe «seguridad jurídica». Las cosas están claras. Aunque el contenido de tales cosas nada tenga que ver con el que resulta del ordenamiento tributario y permanezcamos ‒como don Quijote‒ suspensos y quedos quienes pretendemos atenernos a ese ordenamiento. En definitiva, tenemos hoy la misma «claridad» que nos proveería un mecanismo de resolución aleatoria de conflictos; pero con un coste mucho más elevado.

Actualmente, las leyes sirven para muy poco, porque no son ellas las que, como debiera ser, nos proporcionan la seguridad jurídica. Ya lo hacen por ellas ‒y al margen de ellas, si fuese preciso; faltaría más‒ otras instituciones. Entre ellas, los tribunales de justicia y la Dirección General de Tributos. Estos últimos han pasado a ser quienes, realmente, detentan el tremendo poder destructivo que atribuyó al legislador la más famosa frase de Julius Hermann von Kirchmann. Y las pobres leyes han pasado a desempeñar la triste función que allí cumplían las bibliotecas. Al cabo y al fin, parece que hoy nadie lee libros de derecho. Aunque también es verdad que ya nadie los escribe como se escribían. Las vueltas que da la vida.

4 pensamientos en “Las facultades de liquidar y comprobar nunca volverán a ser lo que fueron

  1. Ricardo Narbón Lainez

    Excelente artículo que denota cansancio, desilusión, hartazgo, hastío, a todo lo que rodea la fiscalidad de nuestro país. Efectivamente, con la sentencia del Tribunal Supremo en la mano, el contribuyente emula año tras año el mito de Sísifo en su relación con la AEAT. Gracias por la clarividencia en la exposición.

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    1. Rui Goarmon Madeira

      La brillantez del autor de este gran ay memorable artículo me sorprende gratamente, hay pocos juristas objetivos capaces de semejante introspección jurídica. Enhorabuena. Desearía que prosiguiera con su generosidad jurídica, y espero poder seguirle.

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  2. Francisco José Navarro

    Siempre he sido del criterio, mantenido hasta hoy, de no responder a las críticas jurídicas vertidas en foros varios, como este en que amablemente me han acogido como autor. Las opiniones en Derecho son libres, o libérrimas, y cada cual, bajo su firma, puede sostener sobre el papel o la pantalla lo que le venga en gana. Más lo son, si cabe, en este prestigioso blog, porque conozco bien a sus creadores y sé de su inclinación por la libertad, aun donde o cuando defenderla supone riesgos e inconvenientes.

    Desde luego, la entrada titulada “Las facultades de liquidar y comprobar nunca volverán a ser lo que fueron” participa de ese derecho, que no lo voy a reconocer yo porque le es propio al autor y su firma. Sobre el fondo del asunto no voy a decir media palabra, aunque, como es natural, discrepo de varias afirmaciones -o, al menos, de su rotundidad- en la medida en que he creído entenderlas. Allá cada cual con sus ideas, sus preferencias o sus nostalgias.

    Lo que motiva mi respuesta es el tono burlesco que se emplea, sobre todo al principio y al final, porque arroja una sombra de duda sobre el quehacer del Tribunal Supremo que, me temo, entraña una falta de respeto, la primera que veo en Fiscalblog, en sus entregas y comentarios, desde hace años.

    Nos recibe el artículo a portagayola, con la siguiente mención: «El Tribunal Supremo, en su sentencia de 11/03/2021… vuelve, una vez más ‒son muchas‒, a confundir dos facultades de la Administración que tienen un contenido muy diferente; la de comprobar e investigar y la de liquidar. Se trata de un error ya demasiadas veces asumido en casación como para conservar la esperanza de que algún día se enderece.

    Probablemente suceda, con el transcurso del tiempo, todo lo contrario. Pues son bastantes los recursos de casación que, actualmente y «por elementales exigencias de los principios de unidad de doctrina y seguridad jurídica», se resuelven por sí solos; mediante el socorrido sintagma «remisión a la sentencia […]» en el que los puntos suspensivos se suelen sustituir por aquella sentencia del TS que desprenda un aroma similar a aquello a lo que huela la cuestión que se deba resolver en ese momento.

    Yo no creo que eso sea seguridad jurídica. Al menos, no diferente de la que se obtendría introduciendo, para las cuestiones que aún no hediesen a nada, un mecanismo aleatorio que proporcionara una solución que luego se reiterase una vez que el vaho resultara, ya, familiar. Pero yo no quería hablar de seguridad jurídica, sino del error del Tribunal Supremo…”.

    Como en el artículo no se reseñan los hechos del caso, la ley aplicable o la doctrina que se crea en la sentencia -de la que fui ponente- no se ofrece al lector una comprensión completa del asunto. Acepto que se diga que la sentencia es errónea. Me molesta un poco más que se afirme que confundimos, una vez más, las facultades de comprobar y liquidar. Eso significaría que, a diferencia del autor, que sí conoce y comprende las instituciones -y la prescripción, que es teoría jurídica general- el Supremo yerra y, además, persiste en el error. «Lasciate ogni speranza, voi ch’entrate» parece querer decirse, como en las palabras esculpidas a la puerta del Infierno del Dante.

    La referencia a la fórmula de remisión a sentencias precedentes, que le resulta antipática al autor, no me merece mayor comentario, pero es faltosa, porque se insinúa su empleo negligente, quepa o no quepa. La alusión vinculada a ella a que el asunto hediese -o no- (¿no se ha podido encontrar otro verbo algo menos atroz?) de forma parecida o la mención a lo aleatorio quizá debió ser matizada, o al menos explicada, porque da la impresión de que esa remisión a la doctrina previa se hace venga o no venga a cuento. Supongo que, recibida una sentencia favorable a sus intereses, el autor de la entrada se entristecerá cuando la motivación lo sea «in aliunde», por referencia a otra idéntica.

    Sin embargo, lo que me es inaceptable por su crudeza es el colofón, el volapié que se pretende ejecutar:

    «…En definitiva, tenemos hoy la misma «claridad» que nos proveería un mecanismo de resolución aleatoria de conflictos; pero con un coste mucho más elevado.

    Actualmente, las leyes sirven para muy poco, porque no son ellas las que, como debiera ser, nos proporcionan la seguridad jurídica. Ya lo hacen por ellas ‒y al margen de ellas, si fuese preciso; faltaría más‒ otras instituciones. Entre ellas, los tribunales de justicia y la Dirección General de Tributos. Estos últimos han pasado a ser quienes, realmente, detentan el tremendo poder destructivo que atribuyó al legislador la más famosa frase de Julius Hermann von Kirchmann…».

    ¿De verdad cree el autor que los tribunales de justicia no proporcionamos seguridad jurídica y que actuamos al margen de la ley si fuese preciso? ¿Que daría igual echar a los dados el fallo? ¿Todos los tribunales o solo el Tribunal Supremo? ¿Qué es «si fuere preciso»? ¿Para qué? ¿Para quién?

    Supongo que no habrá querido decirse que prevaricamos, que es lo que una lectura normal de las palabras sugiere. Por mi parte y por la de los miembros de la Sección Segunda de la Sala Tercera, he de afirmar, con toda mi energía, que todos nosotros seguimos, día a día, con gran esfuerzo, haciendo honor al juramento que como jueces hemos prestado.

    Aunque nos equivoquemos o se opine, con libertad, que lo hacemos.

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