El principio de eficiencia y la defensa del crédito tributario

Hace muchos muchos años, en este planeta de esta galaxia nuestra que habitamos, en uno de mis viajes interbloguerales por la red, me topé con un artículo de Jesús Alfaro Águila-Real titulado “Los juristas —españoles— y el análisis económico del derecho”[i].

En su arranque, evocaba el autor la clase que más le impresionó de toda la carrera: la que sobre el negocio de franquicia le impartió, allá por 1984, en la asignatura de Derecho Mercantil de su cuarto o quinto año de licenciatura, mi admiradísimo Cándido Paz-Ares. Y explicaba D. Jesús esa impresión en el hecho de que las enseñanzas del maestro, basadas en el análisis económico del derecho y en el principio de eficiencia, “tenían el enorme atractivo de explicar por qué la gente hace las cosas como las hace”. A los que hemos tenido el privilegio de escuchar a Cándido, no nos sorprende nada que una clase magistral suya —cualquiera— deje huellas indelebles en sus oyentes. Que esa capacidad suya se mantuviera incólume de forma indirecta, con el recuento de sus enseñanzas por el oyente privilegiado, tampoco a mí me sorprendió nada: todo lo que facilita a alguien el proceso de descubrir, de comprender, el porqué de las cosas impresiona, y mucho, porque es una gozada —el gozo intelectual del que habla Jorge Wagensberg—, y la memoria —al menos la mía— trata de recrearse con las cosas agradables tanto como pasar pronto página de las que no lo son tanto.

Pues bien, la tesis que D. Jesús defendía en ese trabajo era que “el análisis económico del Derecho es la forma más adecuada de analizar las reglas jurídicas, en particular, en lo que al Derecho privado se refiere”. Añado las cursivas porque me llamó la atención que se considerara que el derecho público es terreno menos abonado para esta metodología que el derecho privado, cuando para los fiscalistas —dedicados a un derecho, el tributario, que también es público— eso de la eficiencia —convendrán Uds. conmigo— es algo bien conocido.

 

A los fiscalistas la eficiencia nos remite de inmediato, en primer lugar, al apartado segundo del artículo 31 de la Constitución. Ya saben Uds.: el que enuncia los principios de justicia material en la asignación, programación y ejecución del gasto público y que se consideró necesario incluir en nuestro texto constitucional, justo después del que enuncia los principios de justicia material de los ingresos tributarios, por aquello que dijera Fuentes Quintana de no desbaratar “con la mano del gasto público todo lo que se había construido y edificado con la del impuesto”. A esta vinculación necesaria entre el ingreso tributario y el gasto público alude el reciente Libro Blanco sobre la Reforma Tributaria cuando afirma (p. 62) que “contribuir en función de la riqueza no es un fin en sí mismo, sino un medio que sólo se justifica si el destino de una parte de esa riqueza detraída coercitivamente se asigna a la financiación de necesidades determinadas con criterios de justicia; una exigencia de asignación equitativa (31.2) a las que responden las políticas de gasto”. Pero el artículo 31.2 de la Constitución nos recuerda también algo que resulta imprescindible no olvidar cuando se quiere incrementar la conciencia o moral fiscal de los ciudadanos: que el gasto público, además de asignarse con criterios de equidad, debe responder en su programación y ejecución a criterios de economía y eficiencia.

En segundo lugar, en las doctrinas hacendísticas de la teoría de la imposición óptima, que tanta relevancia tienen luego —o deberían tener— en el diseño de las diferentes figuras tributarias, la eficiencia se vincula a la capacidad para introducir un sistema impositivo neutral, que reduzca al mínimo la distorsión en las decisiones económicas de los agentes del mercado. El reciente Libro Blanco sobre la Reforma Tributaria también alude a esta faceta de la eficiencia cuando afirma (p. 80) que su diagnóstico y recomendaciones han considerado “el objetivo de reducir las posibles distorsiones causadas por el diseño de los tributos sobre la renta y el consumo en los precios relativos de los factores productivos, de los productos o de los rendimientos de las actividades, distorsiones que irían en contra del principio de neutralidad del sistema tributario”, y que, a tal efecto, “se han analizado de manera crítica los incentivos tributarios de naturaleza diversa (exenciones, bonificaciones, reducciones en base) que reducen en mayor cuantía el tamaño de las bases impositivas, con el objetivo de valorar su efectividad en relación con los objetivos fijados por el legislador o la posible existencia de distorsiones o efectos no deseados creados por los mismos”.

Por tanto, no cabe duda de que en estas dos áreas del derecho financiero (el presupuestario y el derecho tributario material), la eficiencia tiene reservado un papel relevante… siquiera en el plano de los principios. En el primer caso (derecho presupuestario), la eficiencia se concibe como la capacidad para alcanzar un objetivo con el menor número de recursos posible, por oposición a la eficacia que solo mide la capacidad de conseguir el objetivo; en el segundo (derecho tributario material), la eficiencia se emparenta con el principio de neutralidad: se trata de evitar la pérdida de bienestar total generada por los costes de sustitución derivados de la distorsión en la conducta de los agentes económicos producida por la introducción de un impuesto.

Con carácter general, no obstante, y en el sentido que me parece a mí que se utiliza en el análisis económico del derecho, la eficiencia alude a la maximización del bienestar social, formulada en sentido paretiano como la situación en la que no es posible mejorar la posición de alguien sin empeorar la de otro. Y lo que yo me pregunto es lo siguiente: ¿es que la eficiencia en este último sentido más general no debe tener también relevancia en el derecho público?, ¿no debe tenerse en cuenta también, concretamente, en las normas que establecen los procedimientos para regular la relación entre Administración y administrados, en el derecho tributario formal?

Jesús ponía el foco de su trabajo en el derecho privado porque una de las principales funciones que tiene la metodología del análisis económico del derecho es la de ofrecer a los jueces pautas para plantear y afrontar, desde el principio de eficiencia, la construcción de reglas jurídicas que permitan dar solución a los llamados casos difíciles: esos que pueden ser muy simples, pero en los que los juristas no nos ponemos de acuerdo sobre la solución más adecuada, normalmente porque presentan lagunas normativas o axiológicas, o quizá de reconocimiento, para su resolución. Y si esta es una de las misiones principales del principio de eficiencia, pues es normal que su transcendencia sea mayor en el ordenamiento privado —en el que el pacta sunt servanda y la autorregulación de intereses que hacen las partes suelen ser el punto de partida para gobernar la relación jurídica— que en el derecho público, donde la función principal del derecho —el control de los poderes públicos cuando ejercen las prerrogativas que el ordenamiento jurídico les atribuye— ha de basarse fundamentalmente en la ley, puesto que es la ley la que, al encauzar la actuación administrativa, establece los límites de su poder.

Ahora bien, como instrumento para enjuiciar las normas en un análisis no de lege lata, sino de lege ferenda, o para realizar propuestas interpretativas —para abogar por una tesis u otra dentro de lo admitido por la enunciación lingüística de la ley dada— en casos en los que la aplicación de la norma suscita controversia, creo que el principio de eficiencia debería tener un papel prevalente en cualquier área jurídica. También, por supuesto, en el derecho tributario formal.

En esa aplicación del principio —que me parece a mí que ya late en algunas propuestas que el Libro Blanco sobre la Reforma Tributaria incluye en el apartado 4.5- Recomendaciones sobre el fraude fiscal y el cumplimiento tributario— se trataría de enjuiciar las normas desde la perspectiva de su capacidad para maximizar el bienestar social; de maximizar las ganancias para todas las partes en aras del interés general o bien común y no de analizarlas desde la perspectiva de un juez al que, en un análisis siempre ex post, le toca resolver un conflicto asignando las pérdidas y beneficios derivados de la controversia entre las partes afectadas.

Pues bien, con estas ideas en la cabeza, uno se vuelve hacia la regulación del crédito tributario en nuestro ordenamiento y se pregunta —por aquello de que siempre es bueno poner en cuestión lo que uno cree tener ya respondido de antemano— si realmente es la eficiencia —i. e., el interés general y el bien común— un criterio que se toma en cuenta en su diseño y aplicación o si, muy al contrario, se entiende que todo conflicto en esta materia está bien resuelto atribuyendo todo el beneficio a la Administración y toda la pérdida al administrado…

Pongo algunos ejemplos. No muchos; solo cuatro. Sin ninguna pretensión académica y solo como ciudadana-no-súbdita que cree —como tantos otros, a un lado u otro de la trinchera— en el intercambio de puntos de vista como forma de mejorar la sociedad en la que a uno le toca vivir.

  • Declaraciones de responsabilidad en aplicación del artículo 42.2 b) de la LGT por incumplir órdenes de embargo de créditos futuros

El artículo 42.2 b) de la LGT permite declarar responsables solidarios de las deudas tributarias y de la sanción, hasta el importe del valor de los bienes y derechos del obligado tributario que se hubieran podido embargar, a quienes, “por culpa o negligencia, incumplan órdenes de embargo”.

En las diligencias de embargo que reciben quienes se relacionan con obligados tributarios que tienen deudas pendientes con Hacienda se declaran embargados los créditos de ese deudor tributario “ya fueran cantidades facturadas, pendientes de facturar o que no requirieran facturación, así como aquéllos que fueran consecuencia de prestaciones aún no realizadas derivadas de cualquier tipo de contrato en vigor con el obligado al pago o bien derivadas de una relación comercial continuada no formalizada en contrato”.

En ese inciso final, la Administración considera incluidos aquellos créditos futuros que pueden surgir de una relación comercial de tracto sucesivo, en la que la prestación a la que queda obligada una de las partes se prolonga a lo largo del tiempo, pues se trata, como han señalado nuestros tribunales de justicia (v. gr., STSJ de Madrid de 29.9.2017, rec. 50/2017, y STSJ de Castilla y León de 12.12.2016, rec. 532/2015), de créditos que no son completamente indeterminados: son certus an et incertus quando o incluso certus an et quando. Lo controvertido es que también se consideran incluidos en ese inciso final los créditos futuros y —estos sí— absolutamente indeterminados (incertus an et quando), que pueden surgir en una relación en la que, por la fidelidad del cliente a una determinada marca o empresa, pueden (o no) sucederse en el tiempo negocios jurídicos que son de tracto único y que quedan perfeccionados y consumados en un mismo instante. En mi experiencia profesional me he encontrado dos situaciones que se encuadran en este caso. En la primera, el cliente de una empresa con deudas con Hacienda recibe la diligencia de embargo de los créditos que esa empresa pudiera mantener frente a él, y el cliente es declarado responsable si, por fidelidad a la empresa, se le ocurre volver a contratar con ella; en la segunda, es la empresa quien recibe la diligencia de embargo de los créditos que sus clientes puedan mantener frente a ella. A la primera situación se adscribe el caso del cliente de la ITV que Fran Serantes nos contaba hace un tiempo[ii]. A la segunda se adscribe el caso de establecimientos comerciales que compran artículos de segunda mano a clientes particulares.

La mera lectura del artículo 588.1 de la LEC —“será nulo el embargo sobre bienes y derechos cuya efectiva existencia no conste”— permite augurar que, en ambos casos, la actuación administrativa ofrece serios reparos de legalidad: no cabe el embargo de créditos que son absolutamente indeterminados e inciertos (STSJ de Castilla y León de 9.12.2021, rec. 80/2021) y no incumple ninguna orden de embargo quien recibe la diligencia cuando contesta diciendo que no es posible darle cumplimiento, puesto que “no se mantiene en la actualidad relación comercial con el obligado al pago” o similar.

Pero no es la ilegalidad de la actuación administrativa lo que me interesa ahora subrayar, sino su falta de eficiencia.

En la primera situación, la actuación administrativa perjudica al cliente, que es declarado responsable solidario de una deuda ajena; perjudica a la empresa, porque aquellos clientes racionales que se han visto declarados responsables —o que, conociendo la práctica administrativa, teman verse en esa situación— es probable que dejen de acudir al establecimiento comercial causante de sus desdichas, que verá reducida su clientela; y perjudica también a la propia Administración tributaria, puesto que agravada la situación financiera del deudor tributario se dificulta que este pueda hacer frente al pago de sus deudas en el futuro… tributarias o de cualquier otro tipo. Eso sin contar con los perjuicios derivados de la altamente probable ilegalidad del acto: los costes de litigación (para el responsable y para el sistema), intereses de demora o reembolso del coste de garantías para obtener la suspensión, etc. Y otro tanto pasa en la segunda situación, con la agravante de que, en ella, se reduce la clientela de una empresa que está al día en sus obligaciones frente a la Administración tributaria con lo que se perjudica la situación financiera no solo del deudor tributario inicial sino de un tercero.

¿Dónde queda aquí la maximización del bienestar social, la búsqueda del interés general que persigue la eficiencia?

  • La competencia de la Administración tributaria para enjuiciar la responsabilidad del administrador concursal… ¿incluso por daños ocasionados a la masa activa de la concursada?

El artículo 36.1 de la antigua LC (Ley 22/2003) indicaba que “los administradores concursales y los auxiliares delegados responderán frente al deudor y frente a los acreedores de los daños y perjuicios causados a la masa por los actos y omisiones contrarios a la ley o realizados sin la debida diligencia”. El artículo 36.3 de esa LC atribuía al juez del concurso la competencia para dirimir esa acción de responsabilidad que la concursada y sus acreedores pueden ejercitar frente al administrador concursal por los daños y perjuicios causados a la masa: “La acción de responsabilidad se sustanciará por los trámites del juicio declarativo que corresponda, ante el juez que conozca o haya conocido del concurso”. El artículo 36.6 de la LC, no obstante, excluía de esta regla “las acciones de responsabilidad que puedan corresponder al deudor, a los acreedores o a terceros por actos u omisiones de los administradores concursales y auxiliares delegados que lesionen directamente los intereses de aquellos”. El TRLC (RDLeg. 1/2020) mantiene esta regulación complementando y aclarando la antigua LC en algunos aspectos. Así, la declaración de principios general del artículo 36.1 de la LC se mantiene tal cual en el 94.1 del TRLC, si bien en el artículo 95 se regula la responsabilidad solidaria del administrador concursal por los daños causados por los auxiliares delegados; en el 96, el derecho de reembolso del acreedor que hubiera ejercitado la acción en interés de la masa; y en el 97, el plazo de prescripción de esta acción. La reserva de las acciones individuales de responsabilidad contenida en el artículo 36.6 de la LC se traslada tal cual al 98.1 del TRLC, que en su segundo apartado establece su plazo de prescripción. Por último, la competencia del juez del concurso, que antes se establecía en el artículo 36.3 de la LC, ahora se traslada al artículo 99, según el cual “las acciones previstas en esta sección, cuando se dirijan a exigir responsabilidad civil, se sustanciarán ante el juez que conozca o haya conocido del concurso por los trámites del juicio declarativo que corresponda”.

La cuestión que se plantea, bajo la LC y bajo el TRLC, es si esta regulación pone algún límite a la posibilidad de que la Administración tributaria pueda iniciar frente al administrador concursal un procedimiento de declaración de la responsabilidad tributaria, sea al amparo del supuesto específico que para los administradores concursales prevé el artículo 43.1 c) de la LGT, sea al amparo de ese precepto general de enorme vis expansiva que es el artículo 42.2 a) de la LGT.

Bajo la LC parecería que la Administración tenía derecho a iniciar esos procedimientos cuando entendiera que la actuación del administrador concursal le había ocasionado un daño directo. Parecería que los daños frente a la masa activa de la concursada, que solo dañan indirectamente a la Administración, como acreedor concursal que es, quedaban incluidos en el artículo 36.3 de la LC, y su competencia quedaba atribuida al juez del concurso. Así parecería desprenderse del informe del Consejo de Estado sobre el Anteproyecto de Ley Concursal, emitido el 21 de marzo de 2002[iii], y de los razonamientos vertidos en las sentencias del Tribunal de Conflictos de Jurisdicción (SSTS, Sala Conflictos de Jurisdicción, de 9.4.2013 (rec. 1/2013) [ES:TS:2013:2808], de 27.4.2016 (rec. 1/2016) [ES:TS:2016:2037] y de 21.3.2018 (rec. 1/2018) [ES:TS:2018:1224]) que concluían que era posible el inicio de un procedimiento de declaración de responsabilidad tributaria en casos en los que el daño era directo a la Administración tributaria. Insisto en el parecería porque algún caso me he encontrado en el que, con amparo en el artículo 42.2 a) de la LGT, se declara responsable solidario a un administrador concursal al que se le reprocha haber causado un daño a la masa activa, que perjudica a todos los acreedores, y entre ellos a la Administración tributaria —por ejemplo, por haber autorizado un pago que se considera que responde a un servicio inexistente, o por entenderse que el pago a determinados profesionales debió haberse realizado con cargo a los honorarios del propio administrador concursal—, sin que la jurisdicción contencioso-administrativa entendiera necesario poner coto a esta situación. En particular, se endosó tácitamente la interpretación administrativa (v. RTEAC de 23.3.2018) según la cual “las acciones individuales de responsabilidad (deudor, acreedores o terceros) deberán ejercitarse ante el órgano judicial competente (no ante el juez del concurso) y, por otra parte, además en el caso de supuestos de responsabilidad tributaria, en donde interviene una Administración Pública, mediante la ejecución de la acción individual con la incoacción del correspondiente procedimiento de declaración de responsabilidad, al margen de las acciones del citado artículo 36”. Poniéndome en lo peor, temo que el cambio de redacción entre el artículo 36.3 de la LC y el 99 del TRLC pretenda excluir de la competencia del juez del concurso todo procedimiento de derivación de responsabilidad por considerar que no es civil la responsabilidad que se le exige, sino tributaria, pese a que la razón por la que la LGT obliga al administrador concursal a responder frente a Hacienda de una deuda muy ajena a su capacidad económica solo pueda hallarse en la obligación que tiene de reparar los daños causados a un tercero por culpa o negligencia, por acción u omisión (art. 1902 CC).

De nuevo, no voy a discurrir sobre la legalidad del acto administrativo que declara responsable tributario a un administrador concursal al que se le reprocha haber causado un daño a la masa activa de la concursada —y, por tanto, al conjunto de los acreedores— a la vista de esta regulación y de sus posibles interpretaciones. Me limito a señalar que esa interpretación y aplicación de la normativa vigente antes y después del TRLC resulta difícilmente conciliable con la maximización del bienestar social a la que propende el principio de eficiencia cuando la actuación administrativa (i) conlleva el enriquecimiento injusto de la Administración tributaria, a la que se le permite reclamar para sí, en su exclusivo y único beneficio, el daño causado a una colectividad de personas —puesto que las declaraciones de responsabilidad tributaria no se hacen en interés de la masa activa de la concursada, sino en el de la Administración—; (ii) vulnera gravemente la par conditio creditorum al otorgar a la Administración tributaria un privilegio frente al resto de los acreedores concursales que va más allá de la mera autotutela declarativa o ejecutiva, en cuanto supone un detrimento material a los derechos del resto de los acreedores; y (iii) puede llevar a resultados desproporcionados en detrimento del propio administrador concursal si, por el mismo daño a la masa activa, algún acreedor sí entablara acciones de responsabilidad frente al administrador concursal ante el juez del concurso.

De nuevo, me pregunto: ¿dónde queda aquí la maximización del bienestar social que busca la eficiencia?

  • El escarnio público de la lista de morosos

El artículo 95 bis de la LGT autoriza la publicación periódica de listados comprensivos de deudores a la Hacienda Pública, incluyendo entre los deudores a los responsables solidarios, cuando las deudas y sanciones tributarias pendientes de ingreso, con exclusión de las que sean aplazadas o suspendidas, superen los 600.000 euros y no hubiesen sido pagadas transcurrido el plazo original de ingreso en periodo voluntario.

Esta medida, introducida por la Ley 34/2015, se enmarca —según la exposición de motivos de esta ley— “en la orientación de la lucha contra el fraude fiscal a través del fomento de todo tipo de instrumentos preventivos y educativos que coadyuven al cumplimiento voluntario de los deberes tributarios, en la promoción del desarrollo de una auténtica conciencia cívica tributaria así como en la publicidad activa derivada de la transparencia en la actividad pública en relación con la información cuyo conocimiento resulte relevante”.

El profesor Bernardo David Olivares Olivares[iv] ya ha publicado varios análisis de cómo de eficaz es esta medida en relación con el objetivo pretendido. La respuesta es “poco”. Cito textualmente algunas de las conclusiones de estos estudios:

  • “Desafortunadamente el efecto disuasorio/preventivo del listado no se percibe en los datos que hemos hallado”.
  • “El porcentaje de los deudores que entran por primera vez en cada una de las cuatro ediciones del listado que siguieron a la de 2015 se incrementa con el paso del tiempo (5,9%; 15,3%; 15,5; 18,1%)”.
  • “Aunque el listado no es eficaz para que los sujetos dejen de cumplir con el presupuesto de inclusión, sí parece que resulta eficaz para el 37 % que logra reducir su deuda, aunque en la mayor parte de los casos la reducción es inferior al 2 % de la cantidad adeudada”.
  • “Los datos obtenidos ponen de relieve la escasa efectividad del listado respecto a los fines enunciados por el legislador. Sin embargo, también es cierto que la medida modifica la conducta de una buena parte de los deudores (37 %), aunque dicho efecto es insuficiente para que no continúen apareciendo en el listado”.

Se afirma que el listado “no es eficaz”, con lo que difícilmente podrá ser eficiente. Y es que la eficacia de la medida está sujeta a que sea cierta la premisa mayor de la que parte: que el impago de las deudas tributarias depende, para todos los deudores que aparecen en el listado, de su voluntad. Solo siendo esta premisa válida podría la medida que se propone coadyuvar al cumplimiento voluntario de los deberes tributarias. Yo me temo —habría que estudiarlo— que la razón por la que muchos obligados tributarios que figuran en el listado no pagan sus deudas tributarias no reside en que no quieran (voluntad), sino en que no pueden (capacidad). Por ejemplo, porque están en concurso. Y que ello explica el dato de que el 37 % que reduce su deuda tras ser incluido en el listado solo pueda hacerlo en un 2 % —la gente quiere pagar, pero no puede, y lo hace poquito a poco, en la medida de sus posibilidades—. El caso es que si la medida no es eficaz, los “daños colaterales” que en el honor y en la intimidad causa la inclusión de una persona en el listado carecen de cualquier tipo de justificación: no parece que estemos aquí ante una medida eficiente, porque los mismos efectos beneficiosos (si es que hay alguno) para la Administración tributaria se podrían conseguir si se excluyeran del listado a aquellos que son y serán “morosos” mientras no cambie su situación financiera, habida cuenta de que su morosidad no es cuestión de voluntad, sino de capacidad.

Cabe plantearse, por tanto, otra vez, ¿dónde queda aquí la maximización del bienestar social que busca la eficiencia?

  • La exclusión de los créditos públicos del beneficio de exoneración del pasivo insatisfecho

La Directiva (UE) 2019/1023 del Parlamento Europeo y del Consejo, de 20 de junio de 2019, sobre marcos de reestructuración preventiva, exoneración de deudas e inhabilitaciones, y sobre medidas para aumentar la eficiencia [¡!] de los procedimientos de reestructuración, insolvencia y exoneración de deudas, dispone en su artículo 20.1 que “los Estados miembros velarán por que los empresarios insolventes tengan acceso al menos a un procedimiento que pueda desembocar en la plena exoneración de deudas de conformidad con la presente Directiva”. El artículo 23.4 permite a los Estados miembros excluir o limitar el acceso a ese beneficio de la exoneración del pasivo insatisfecho, o establecer un plazo más largo para ello siempre que “tales exclusiones, restricciones o prolongaciones de plazos estén debidamente justificadas” y cuando se trate de deudas (a) garantizadas, (b) derivadas o relacionadas con sanciones penales, (c) derivadas de responsabilidad extracontractual, (d) relativas a obligaciones de alimentos derivadas de relaciones de familia, de parentesco, de matrimonio o de afinidad, (e) contraídas tras la solicitud o la apertura del procedimiento conducente a la exoneración de deudas, y (f) derivadas de la obligación de pagar los costes de un procedimiento conducente a la exoneración de deudas.

El proyecto de Ley de reforma del TRLC con el que se pretende trasponer esta Directiva excluye de ese beneficio de exoneración del pasivo insatisfecho, en lo que ahora nos interesa, a las deudas por créditos de derecho público, con la sola excepción de las deudas tributarias cuya gestión recaudatoria corresponda a la AEAT o deudas con la Seguridad Social, que podrán quedar exonerados, respecto de cada uno de estos acreedores públicos, hasta un importe máximo de 1.000 euros por deudor [sin comentarios sobre la generosidad de la cuantía] que se aplicará en orden inverso al de prelación legalmente establecido en esta ley y, dentro de cada clase, en función de su antigüedad [sin comentarios sobre la mezquindad de la triquiñuela legal para que la generosidad sea del todo inefectiva].

No voy a enjuiciar la legalidad de la forma en que se pretenden incorporar a nuestro ordenamiento los mandatos de la Directiva en este punto. Solo pretendo, de nuevo, cuestionar su eficiencia. Y, para ello, vuelvo al trabajo de D. Jesús Alfaro con el que comenzaba estas líneas. Comentaba en su final que en el derecho romano primitivo había una regla, contenida en la Ley de las XII Tablas, según la cual al tercer día de mercado, los acreedores podrían descuartizar al deudor. Ihering, en sus Rimas y veras de la ciencia jurídica va desentrañando el sentido de esa norma al tiempo que se fuma un puro (no sé si imaginario o no) y mantiene una conversación (esta sí que imaginaria) con los romanos de la época. D. Jesús, al final del trabajo que inspira estas líneas, resumía la interpretación de Herr Rudolf sobre esta regla romana así (subrayado en el original; las negritas son añadidas):

“¿Es que el Derecho romano era tan salvaje que permitía a los acreedores insatisfechos descuartizar —eso sí, trans tiberim— al deudor que no atendía al pago de sus obligaciones? No. En realidad, les permitía hacerlo llevándose cada uno una parte del cuerpo exactamente proporcional a la cuantía de su crédito, ni más, ni menos. Al hacerlo así, la regla obligaba a los acreedores a ponerse de acuerdo para dar al cuerpo del deudor el destino que maximizase su valor. Como un pie del deudor difícilmente tendría algún valor, la regla llevaba a los acreedores a mantener vivo al acreedor y convertirlo en una fuente de ingresos que podrían repartirse entre ellos. O sea, que IHERING ya comprendió perfectamente cuál es el sentido económico del Derecho concursal”.

Los romanos parece que también. ¿Creen Uds. que lo ha entendido nuestro legislador?, ¿y nuestra Administración tributaria? Porque, de nuevo y por última vez, ¿dónde queda en esa inminente regulación patria del beneficio de exoneración del pasivo insatisfecho la maximización del bienestar social que busca la eficiencia?

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[i] Alfaro Águila-Real, Jesús: ¨Los juristas —españoles— y el análisis económico del derecho». InDret, [en línea], 2008, n.º 1, https://raco.cat/index.php/InDret/article/view/78703 [Consulta: 16-05-2022].

 

[ii] Serantes Peña, Francisco R.: “La impresentable vis expansiva de la Responsabilidad Tributaria”. Taxlandia, [en línea], 3 de marzo de 2020, https://www.politicafiscal.es/equipo/francisco-r-serantes-pena/la-impresentable-vis-expansiva-de-la-responsabilidad-tributaria [Consulta: 19-05-2022].

 

[iii] Según el informe, la regulación contenida en el artículo 36.6 de la LC tenía por finalidad “acentuar la separación del respectivo ámbito de cada una de esas dos distintas acciones de responsabilidad y centrar en el Juez del concurso y en la acción especial de responsabilidad de administradores judiciales y auxiliares cuantos daños y perjuicios se causen a la masa y a quienes tengan derechos e intereses al respecto, mientras que su responsabilidad por otro tipo de perjuicios quedaría diferida a los cauces procesales generales”.

 

[iv] Olivares Olivares, Bernardo D.: “La eficacia del listado de incumplidores relevantes a la Hacienda Pública”, IDP. Revista de Internet, Derecho y Política, n.º 28, febrero de 2019, pp. 85-97; “La modificación del comportamiento del contribuyente a través de la divulgación de su identidad en el listado de incumplidores relevantes”, Crónica Tributaria, n.º 178, 2021, pp. 91-130.

 

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