Patrón y marinería…

Con la excepción de una década mesetaria (primero en Salamanca y, ya después, en Madrid), el grueso de mi existencia vital lo he consumido en puertos de mar. Recuerdo muy bien a mi padre -toledano él, lo que no es un tema menor-, ya con muchos años de administrador de una aduana marítima a sus espaldas, aun sorprendiéndose cuando el capitán de un mercante recién llegado a puerto declaraba ante las autoridades que llevaba a bordo algún arma de fuego… El mar -como refleja muy bien Ian Urbina en su reciente libro “Océanos sin ley” (Capitán Swing)- es un universo inhóspito, y, en no pocas ocasiones, la vida embarcada es complicada y hasta peligrosa, incluso por las relaciones -no siempre fáciles- entre el capitán y la tripulación, o entre los propios miembros de ésta. No otro era el motivo por el que aquellos capitanes llevaban algún arma consigo: en un momento de máxima tensión, una pistola puede ser un argumento muy disuasorio; y, si no, que se lo digan al Capitán Bligh: de haber tenido un arma de fuego en su poder, el motín de la Bounty (no casualmente, coetáneo de la revolución francesa), liderado por el intrépido Fletcher Christian, habría fracasado y -cosas de la historia-, hoy, en el archipiélago de Pitcairn no ondearía la Union Jack.

 ***

 -. Sea una liquidación de la AEAT que, tras un dilatado proceso impugnatorio administrativo (primero) y judicial (después), es anulada.

-. Sea que la AEAT, en ejecución del pronunciamiento judicial, rehace la liquidación para adecuarla a aquél, tomando como período de devengo (ex 26.5 LGT) de los intereses de demora todo el tiempo transcurrido en el largo litigio, de modo tal que los intereses plasmados en la nueva liquidación superan en >100% los inicialmente girados por la AEAT en su primitiva -y anulada- liquidación.

-. Sea que esa ejecución por la AEAT es cuestionada por el contribuyente mediante un incidente en sede judicial en el que, expresamente, se solicita el planteamiento de una cuestión de inconstitucionalidad del 26.5 LGT pues (y aquí cedo la palabra a mi apreciado Manuel Baeza en “Retroacción de actuaciones, defectos formales e intereses de demora”, dentro de la obra colectiva “Comentarios a la Ley General Tributaria al hilo de su reforma”; Wolters Kluwer/AEDAF, 2016) “como tales (incongruencias, imperfecciones e injusticias derivadas de la regulación de ese precepto), podemos enumerar las siguientes:

(…) una de las características o requisitos de los intereses moratorios es el de que el retraso en el pago sea culpable. Sin embargo, de manera incoherente con ello, el párrafo segundo del apartado 1 del art. 26 LGT nos dice que “(l)a exigencia del interés de demora tributario no exige… la concurrencia de un retraso culpable en el obligado”. Pero es que, en cualquier caso, y ya con independencia de cuál sea la naturaleza del interés de demora tributario, determinados sectores entienden que tal disposición legal puede vulnerar al principio constitucional de igualdad, en la medida en que va a ser tratado de igual manera a estos efectos quien incumple de manera negligente que aquel en quien no concurre tal elemento culpabilístico. (…).

El segundo de los extremos -a nuestro juicio, el de más relevante reproche- que ha de dirigirse a la regulación del interés de demora en la LGT es el tratamiento dispensado a la denominada mora “credendi”. En efecto, la mora accipiens o credendi se produce cuando el incumplimiento de la obligación -en este caso dineraria- es imputable al acreedor y, como antes se vio, uno de sus efectos es el de que queda compensada la mora del deudor si estuviese incurso en ella y se excluye para lo sucesivo. Pues bien, en este sentido, la regulación contenida en el art. 26 LGT “da una de cal y otra de arena”. Así, si bien en primer lugar -apartado 4- excluye los intereses de demora en el caso de que la Administración tributaria incumpla por causa imputable a la misma alguno de los plazos fijados en la ley para resolver hasta que se dicte dicha resolución o se interponga recurso contra la resolución presunta, en cambio -acto seguido- en el apartado 5 nos dice que en los casos en que resulte necesaria la práctica de una nueva liquidación como consecuencia de haber sido anulada otra liquidación por una resolución administrativa o judicial, se conservarán íntegramente los actos y trámites no afectados por la causa de la anulación, con mantenimiento íntegro de su contenido, y exigencia del interés de demora sobre el importe de la nueva liquidación. En estos casos, la fecha de inicio del cómputo del interés de demora será la misma que, de acuerdo con lo establecido en el apartado 2 de este artículo, hubiera correspondido a la liquidación anulada y el interés se devengará hasta el momento en que se haya dictado la nueva liquidación…”.

Pues bien, parece evidente que en los supuestos de anulación administrativa o judicial de liquidaciones estamos en presencia de un supuesto de mora “credendi”, desde el momento que, ante una liquidación que el contribuyente considera abusiva o excesiva (y luego es declarada no ajustada a derecho por la propia Administración o por los Tribunales de justicia), no era exigible a aquél su pago, o, dicho en otros términos, desde el momento en que se dicta una liquidación por la Administración tributaria que luego es anulada, el tiempo transcurrido desde que se giró la inicial liquidación hasta que la misma es anulada es imputable a la Administración; por tanto, en este supuesto, la lógica jurídica que impondría que en  tal  lapso  de  tiempo  no  se  devengasen intereses de demora, pero no sólo la lógica jurídica sino también la propia congruencia de la regulación legal, pues no se puede con considerar la mora “credendi» para unos casos y no para otros (o no se considera a diferencia de lo que acontece en la jurisdicción civil o, si se considera, es a todos los efectos). Por ello, es por lo que mantenemos que tal tratamiento de la mora “credendi” es imperfecto e incongruente. A lo anterior todavía podemos añadir el principio general del Derecho procedente del principio latino nemo auditu propriam turpitudinem allegans y que, aplicado a nuestro caso, podemos traducir en que nadie puede invocar en su favor su propia torpeza. Pero ya no sólo eso, sino que también conduce a soluciones claramente injustas, pues un contribuyente que impugna una liquidación que luego es anulada se encuentra con que, a pesar “de haber ganado”, es penalizado durante todo el tiempo que tardó en sustanciarse el recurso que concluyó con la anulación de la liquidación; en definitiva, que las consecuencias legalmente previstas para estos casos se traducen en una suerte de represión a modo de “reformatio in peius” (es decir, la victoria recursiva le resulta -paradójicamente- perjudicial al recurrente vencedor); dicho en otras palabras, la causa de la anulación de la liquidación es imputable a la Administración tributaria, pero sus consecuencias las sufre el contribuyente”.

A mayor abundamiento, si cabe, podría traerse a colación lo ya apuntado por el TJUE en su sentencia “Factortame” de 19/6/1990, en la que estableció el principio básico de que “la necesidad del proceso para obtener la razón no debe convertirse en un daño para el que tiene la razón”; o lo que es lo mismo: que la exigencia de esos adicionales y gravosos intereses de demora constituye una clara afrenta al Derecho Fundamental a la tutela judicial efectiva consagrado en la Constitución.

Dicho lo cual, considero oportuno hacer dos consideraciones:

La primera, de justicia: que ya hace holgadamente más de una década que le escuché a mi querido Juan Martín Queralt (autoridad académica donde la haya) un gráfico quejío al hilo de este sinsentido y que se manifestaba en una curiosa petición de sus victoriosos clientes: “por favor, D. Juan, no me gane Ud más pleitos”. ¿Cabe más delirio?

La segunda: ¿en qué estaban pensando en el Parlamento cuando avalaron, cuando pusieron la alfombra roja, a esta genuina boutade? Mucho me temo que en cualquier cosa menos, precisamente, en lo que tenían entre manos.

-. Sea, en fin, que el Tribunal resuelve ese incidente de ejecución en lo relativo a la solicitud del planteamiento de una cuestión de inconstitucionalidad afirmando (agárrense, por favor, a algo firme) que “en relación con el planteamiento de la cuestión de inconstitucionalidad que se sugiere por los demandantes, en la sentencia citada de contraste, el Alto Tribunal (Tribunal Supremo; TS) procede a analizar el art. 26.5 de la Ley 58/2003 General Tributaria del que se cuestiona su constitucionalidad sin que se atisbe la misma. Por razones de jerarquía jurisdiccional y, aun comprendiendo los argumentos doctrinales apuntados por la asistencia legal de los recurrentes, entendemos improcedente el planteamiento de la cuestión de inconstitucionalidad que se impetra”.

Les ubico: el TS se pronunció en su día (9/12/2013) acerca de la interpretación que se debería dar a las previsiones del artículo 26 LGT; sin que en tal proceso se interesara el planteamiento de una cuestión de inconstitucionalidad que, por tanto, de haberse hecho, lo habría sido a resultas de un “autoplanteamiento” motu proprio. Es decir, que el TS no se pronunció expresamente sobre ese extremo; simplemente se limitó a no abrir esa disquisición…

Pero hete aquí que aquel silencio del TS es interpretado ahora por el Tribunal competente para resolver la petición del cuestionamiento de la constitucionalidad no sólo como un aval de aquél a una supuesta ortodoxia del 26.5 LGT bajo el test de su sometimiento a la Constitución sino, además, como que ese pretendido -y tácito- aval viene a suponer un pretendido obstáculo del todo insalvable como para que el Tribunal en cuestión se sienta “autorizado” para admitir la petición de la cuestión.

Pero…, pero… Es más: aún en el hipotético supuesto de que el TS hubiera entrado de modo expreso en esa diatriba y hubiera resuelto desestimando -por improcedente, por inoportuna, por lo que sea- la pertinencia de la presentación de la cuestión ante el TC, eso nunca cabría interpretarlo -¡tampoco!- como un impedimento para que ese Tribunal -soberano él-, en el ejercicio de su competencia propia, lleve a cabo tal iniciativa; máxime si -como expresa y oficialmente reconoce- comparte “los argumentos doctrinales apuntados por la asistencia legal de los recurrentes”.

Extraño fenómeno éste del respeto reverencial al TS como -permítaseme el símil a efectos puramente gráficos y dialécticos- si fuera un “patrón” -quizá, incluso, con pistola humeante en la mano-, frente a cuya autoridad, la “marinería” no tuviera nada que decir y, ya no digamos, disponer ni tan siquiera en el estricto ámbito de su propia competencia. Desde el absoluto respeto y consideración, no lo veo; no.

Lo que ahora sucede es que el contribuyente se verá, así, obligado a transitar por un nuevo periplo impugnatorio que, en su caso, incluso pudiera llevarle a navegar por las procelosas aguas del 88.2.d) LJC-A.

La historia, al igual que el Consejo de Guerra del Almirantazgo, juzgó a Bligh con benevolencia: se había limitado a aplicar las Ordenanzas que regían la disciplina de la vida a bordo…, quizá no previstas -cierto- para lidiar con las pasiones desatadas por las tentaciones (todas intensas y variopintas) tan propias de los Mares del Sur. En cualquier caso, Bligh, no era tan fiero como lo pintaban y hacía gala más de autoridad que de autoritarismo; y, así, se ganó el respeto de buena parte de la tripulación que se mantuvo fiel a su mando, pero -atención aquí- más por propia convicción que por reverencial respeto a su pedestal (pues, en todo lo humano, cabe errar). En puridad, pues, ahí no rigió eso de «donde hay patrón, no manda marinero»; cada tripulante, en cuestión de minutos, decidió en qué bando estaba, ponderando sus pros y contras, y evaluando qué ganar y qué perder haciendo abstracción de la autoridad -ya sin mando, allí en medio de la nada, al otro lado del mundo- otrora atribuida al Capitán.

Y es así como al contribuyente, perjudicado por esa interpretación judicial con la que discrepo, le toca ahora, pues, defenderse emulando -quizá- la mismísima gesta del Capitán Bligh cuando, tras el motín, logró navegar en un bote hasta Timor (entonces colonia holandesa): nada menos que 6.000 kilómetros en mes y medio, y con la única pérdida de uno de los veinte tripulantes que fielmente le acompañaron en semejante odisea (ni siquiera superada por Shackleton en su memorable travesía desde la isla Elefante hasta Georgia del Sur).

Habrá, por tanto, que aparejar bien la embarcación, proveerse de víveres, aguardar los vientos propicios y ¡¡¡armarse tanto de paciencia -mucha, infinita- como de valor!!! A ello vamos.

#ciudadaNOsúbdito

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