Pues la verdad es que a mí este verano no me dio tiempo a leer todos los libros que metí en la maleta. Quizá el fracaso de mi propósito lector deba atribuirse al número y grosor, probablemente excesivo, de los integrantes de mi biblioteca estival. O quizá la causa esté en que paladear algunos de ellos, y procesar las ideas e imágenes que surgían al saborear sus palabras, me hizo consumir más tiempo del que conllevaba su estricta lectura. El caso es que, como siempre, el tiempo, que parecía haberse detenido, pasó en un suspiro y tuvimos que volver a la rutina diaria antes de lo que necesitábamos para completar el reto lector del todo.
Suerte que todavía los ecos de algunas lecturas aún nos animan en esta vuelta a la cotidianeidad.
No me quito de la cabeza, por ejemplo, una imagen que me vino a la memoria con una de esas lecturas veraniegas. Es una escena fugaz, que me encanta, de la película El último samurái y que se enmarca en esa secuencia que los que hayan visto la película sin duda recordarán: aquella en la que el capitán del 7.º Regimiento de Caballería de los Estados Unidos, Nathan Algran, prisionero del jefe samurái Yatsumoto, va descubriendo al espectador, con voz en off, lo curioso de las gentes que habitan el poblado japonés en el que anda retenido.
Justo antes de mi escena se ha oído al capitán Algran decir:
“Son un pueblo fascinante.
Desde el momento en que despiertan se entregan a la perfección sea cual fuere el propósito que persigan. Jamás he visto tanta disciplina”.
Aparece entonces, en un plano medio, el joven arquero Nabutada, hijo de Yatsumoto, en el fondo de un campo de espigas doradas que brillan al sol bajo la luz del amanecer. Se sitúa de frente al espectador, con su rostro girado hacia su izquierda.
Con su largo y asimétrico arco yumi ligeramente levantado por su costado izquierdo (derecho para el espectador), su imagen aparece en medio del movimiento, descendente y ya iniciado, de sus brazos al tensar el arco: el de la mano que agarra la empuñadura, el izquierdo, baja recto, hasta quedar a la misma altura de los hombros, como si fuera una prolongación de ellos; el de la mano con que sujeta cuerda y flecha, el derecho, se desplaza en ángulo por delante del rostro, hasta que brazo y antebrazo quedan en pliegue alineados con los hombros, dando continuidad a la línea recta que, por el otro costado, ya dibujaba el otro brazo. Se detiene ahí Nabutada, en una breve pausa, apenas un suspiro, antes de que —al culminar el brazo derecho el movimiento para abrirse del todo, ahora recto también, como el izquierdo, como si quisiera simular Nabutada el gesto generoso de un abrazo iniciado— su mano derecha suelta la flecha, que sale disparada en vuelo veloz.
No muestra la cámara el vuelo de la flecha, ni si alcanzó su blanco, oculto al espectador. Sí muestra en cambio, ahora en un primer plano, el gesto contenido de satisfacción de Nabutada, que yo atribuyo no tanto al objetivo cumplido (el blanco oculto probablemente alcanzado) sino a la disciplina que hizo posible la perfección de ese tiro con arco; que hizo posible la belleza mágica de ese instante de apenas dos segundos de duración.
Continúa en off la voz del capitán Algran:
“Me ha sorprendido conocer que la palabra samurái significa servir…”.
Perfección. Disciplina. Servicio. Y belleza.
Me gusta esa escena, sí.
***
También me trajo a la memoria, esa misma lectura estival, aquella Directiva conocida popularmente como DAC6 y el estado menesteroso en que me dejó, ya en las postrimerías del pasado curso escolar, la sentencia del Tribunal de Justicia de la Unión Europea de 29 de julio de 2024 al dar respuesta a las cuestiones prejudiciales de validez que sobre ella se habían planteado en el asunto 623/22. Si ya pensé que necesitaba algo de terapia personal cuando leí las conclusiones del Abogado General y constaté que para algunos seres humanos las reglas de esa Directiva son claras, precisas y previsibles, ya pueden Uds. imaginarse que, tras reiterar esa constatación, lo que pensé que necesitaba, y con urgencia, eran unas buenas vacaciones.
Imagino que la pregunta que todos Uds. se estarán haciendo ahora es la siguiente: ¿pero qué prodigio de lectura veraniega es ésa que consigue traer a la memoria de esta mujer cosas tan bonitas y tan feas a la vez? Prometo darles respuesta más adelante y desvelarles cuál es. Pero antes, si me lo permiten, me gustaría compartir algunas reflexiones que me han surgido con la relectura, ahora más descansada y serena, de esa sentencia y que me hacen concluir que nuestra normativa de transposición exigirá algunos retoques para adaptarse a lo que se dice en ella.
La primera y principal reflexión es la relativa al secreto profesional: a la facultad que ofrece la Directiva a los estados miembros de ofrecer una dispensa de la obligación de informar a quienes estén cubiertos por el secreto profesional, y a la aplicación que de esa facultad se ha realizado en nuestro ordenamiento.
Ya sabemos todos que el secreto profesional de la abogacía “alcanza las dos modalidades de su actuación profesional” (art. 542.3 LOPJ); esto es, “la dirección y defensa de las partes en toda clase de proceso” y “el asesoramiento o consejo jurídico” (art. 542.1 LOPJ). También sabemos que ese secreto profesional, el de la abogacía, está puesto al servicio no solo de intereses propios del cliente, como el derecho a la intimidad o el derecho a la defensa o un proceso equitativo, sino también de intereses generales como la buena administración de Justicia y la prevención y evitación de los conflictos. Por último, sabemos también que la especial protección que tiene ese concreto secreto profesional, el de la abogacía, toma en consideración que, para velar por el correcto desempeño de esa función especial que se encomienda a los abogados y que atiende a intereses superiores a los del propio cliente, los abogados quedan sujetos a un estatuto especial y al cumplimiento de importantes deberes deontológicos. Esto último lo indica la sentencia cuando afirma (apdo. 117) que la especial protección que se dispensa al secreto profesional de la abogacía “procede de la concepción del abogado como un colaborador de la Justicia que debe proporcionar, con toda independencia y en el interés superior de esta, la asistencia legal que el cliente necesita” y que “tiene como contrapartida la disciplina profesional, impuesta y controlada en aras del interés general”.
Pues bien, el apartado 5 del artículo 8 bis ter de la Directiva 2011/16, introducido por la DAC6, permite a los Estados miembros “otorgar a los intermediarios el derecho a una dispensa de la obligación de presentar información [esto de, de informar] sobre un mecanismo transfronterizo sujeto a comunicación de información cuando la obligación de comunicar información [esto es, de informar] vulnere la prerrogativa de secreto profesional en virtud del Derecho nacional de dicho Estado miembro”. Sin embargo, el apartado 2 de la disposición adicional vigésima tercera de la Ley General Tributaria ofrece la dispensa por secreto profesional a quienes “tuvieran la consideración de intermediarios, con independencia de la actividad desarrollada, y hayan asesorado con respecto al diseño, comercialización, organización, puesta a disposición para su ejecución o gestión de la ejecución de un mecanismo transfronterizo, con el único objeto de evaluar la adecuación de dicho mecanismo a la normativa aplicable y sin procurar ni facilitar la implantación del mismo”.
Los puntos resaltados en cursivas son los que —me parece a mí— deberán modificarse para adaptarse a la sentencia.
En este sentido, la sentencia afirma: (i) que la dispensa de la obligación de informar a la Administración tributaria que la Directiva ofrece a los Estados miembros tiene por objeto “permitir a los Estados miembros ajustarse a las exigencias derivadas de la Carta y de la jurisprudencia del TEDH y del Tribunal de Justicia” (apdo. 93); (ii) que la protección reforzada de la correspondencia entre abogado y cliente [esto es, el alcance del secreto profesional de la abogacía al asesoramiento prestado a sus clientes] ya está garantizada en el ordenamiento de la Unión sobre la base de los artículo 7 y 47 de la Carta (apdo. 105); (iii) que, de hecho, “la protección reforzada que el artículo 7 de la Carta (o el 8 del CEDH) ofrece al secreto profesional de la abogacía abarca no solo la actividad de defensa sino el asesoramiento jurídico, tanto en lo que respecta a su contenido como a su existencia” (apdo. 114); (iv) que el margen de apreciación otorgado a los estados miembros en ese apartado 5 del artículo 8 bis ter tiene por objeto “que puedan tener en cuenta las profesiones, distintas de la de abogado, que habilitan para ejercer la representación en juicios ante los tribunales”; no tiene por objeto, en cambio, “permitir a los referidos Estados miembros conceder a profesionales que no ejercen tal representación la posibilidad de acogerse a esa sustitución” (apdo. 106); y, (v) que una interpretación diferente del artículo “podría crear distorsiones entre Estados miembros, pues un ejercicio amplio de dicha facultad por algunos de estos con respecto a profesionales obligadas por el secreto profesional, pero que no ejercen la representación en juicios ante los tribunales, puede conducir a una deslocalización de las actividades de planificación fiscal potencialmente agresiva hacia el territorio de estos últimos” (apdo. 107).
Mucho me temo que todos aquellos que desarrollan una actividad de asesoramiento fiscal en el marco de una profesión que no es la de la abogacía quedan excluidos de la posible dispensa que ofrece el artículo 8 bis ter de la Directiva según ha sido interpretado por el Tribunal de Justicia.
Por otro lado, creo poder afirmar con rotundidad que la restricción que contiene el apartado segundo de la disposición adicional vigésimotercera de la Ley General Tributaria del ámbito del secreto profesional de la abogacía merecedor de dispensa —en cuanto lo circunscribe al asesoramiento “con el único objeto de evaluar su adecuación a la normativa aplicable y sin procurar ni facilitar su implantación”— (i) no halla fundamento en la Directiva, (ii) resulta contraria al nivel mínimo de protección que los artículos 7 y 47 de la Carta, y al 8 del Convenio Europeo de Derecho Humanos otorgan a ese secreto profesional, y (iii) puede crear, puesto que en otros estados miembros la dispensa al abogado que asesora se concede sin restricciones de ningún tipo, algo que al Tribunal de Justicia de la Unión Europea le parece que hay que evitar: distorsiones entre Estados miembros y conducir a una deslocalización del asesoramiento jurídico-tributario en materia de planificación fiscal hacia el territorio de estos últimos.
Me parece, por tanto, que la sentencia exige retocar estos dos puntos.
La segunda reflexión puede parecer menor, pero creo que tiene su importancia. Está relacionada con el concepto de “mecanismo” sobre el que recae la obligación de informar [o de comunicación de información, como diría la Directiva]. La Directiva —tan clara y tan precisa toda ella— no lo define. Nuestra normativa de transposición, sin embargo, hizo un esfuerzo (que se agradece mucho), y dijo lo siguiente (art. 45.2 a) RGAT): “tendrá la consideración de mecanismo de planificación fiscal objeto de declaración todo acuerdo, negocio jurídico, esquema u operación transfronterizo en el que concurran los requisitos que se señalan en la letra b) de este apartado”; los requisitos de la letra b) son los de tener carácter transfronterizo en los términos que se definen en la norma y presentar alguna de las señas distintivas.
Pues bien, la sentencia afirma (apdo. 49) que “el término mecanismo debe entenderse en su acepción corriente de dispositivo, operación, estructura o montaje que tiene por objeto, en el contexto de la Directiva 2011/16 modificada, la ejecución de una planificación fiscal”.
No voy a hacer ningún comentario sobre el acierto de calificar como “acepción corriente” de mecanismo la que se ofrece, porque soy consciente de los retos que plantea afrontar la traducción a otros idiomas de los enunciados lingüísticos que integran los preceptos de un texto legal. A mí me gusta más lo de “acuerdo, negocio jurídico, esquema u operación” del RGAT que lo de “dispositivo, operación, estructura o montaje” de la sentencia, pero bueno. Lo que me interesa ahora es llamar la atención sobre el objeto que, según la sentencia, debe tener ese “dispositivo, operación, estructura o montaje” para ser calificado como mecanismo a efectos de la DAC6: el objeto debe ser “la ejecución de una planificación fiscal”.
Entiendo que podremos entonces afirmar —aunque en esta ocasión no sé si con la rotundidad anterior— que el asesoramiento en “dispositivos, operaciones, estructuras o montajes” que no son ejecución de ninguna planificación fiscal sino fruto de decisiones de negocio o personales completamente ajenas al ámbito fiscal no da lugar a la obligación de informar, aunque esos “dispositivos, operaciones, estructuras o montajes” sean transfronterizos y presenten una seña distintiva.
Si se piensan Uds. que eso es imposible —lo de que un dispositivo, operación, estructura o montaje presente una seña sin que haya planificación fiscal de ningún tipo— han de saber que se equivocan. Puede pasar, por ejemplo, y pasa de hecho, con las de la categoría E, relacionadas con los precios de transferencia. También con algunas de la categoría C no ligadas al criterio del beneficio principal. Y supongo que también podría pasar con las de la categoría D, relacionadas con el titular real. ¿Podemos entonces entender que esas “operaciones de la vida real” que no ejecutan ninguna planificación fiscal pero que sí presentan una seña no son mecanismos en el sentido apuntado por el Tribunal de Justicia? Si sí, no estaría de más una modificación reglamentaria para ganar —aún más, aunque se entienda innecesario— en claridad y precisión.
La tercera y última reflexión tiene que ver con el devengo de la obligación para los asesores que no diseñan, ni comercializan, ni ponen a disposición para ejecutar, ni ejecutan, ni gestionan nada, sino que se limitan a asesorar en “dispositivos, operaciones, estructuras o montajes” que sí cumplen todos los requisitos para informar sobre ellos. Esto es, para quienes la sentencia llama “intermediarios auxiliares”. La Directiva —tan clara y previsible toda ella— indica en su artículo 8 bis ter, apartado 1, párrafo primero, que el devengo de la obligación para estos “intermediarios auxiliares” se sitúa en el día en que “facilitaron, directamente o por medio de otras personas, ayuda asistencia o asesoramiento”. El plazo de que disponen para dar cumplimiento a su obligación de información se computa, según ese precepto, a partir del día siguiente a ése del devengo.
Bien. Ya pusimos de manifiesto, cuando nos iniciábamos en el proceloso mundo —pese a su claridad y precisión— de la DAC6, lo que también a la sentencia le parece ahora (apdo. 81) que conviene señalar: “que dicha prestación generalmente tiene cierta duración”. Y ese señalamiento viene acompañado por el reconocimiento (apdo. 82) de que la Directiva —pese a la claridad y precisión de toda ella, ya saben— “no precisa [¡vaya por Dios!] si el momento desde el que se inicia el plazo que tienen los intermediarios para la comunicación de información es el día siguiente al primero o al último día del período en el que tiene lugar la prestación de ayuda, asistencia o asesoramiento”. Pero como también entiende (apdo. 84) “que se ha de limitar en lo posible el riesgo de que deban cumplirse obligaciones de comunicar información sobre mecanismos cuya ejecución aún es incierta, lo que podría ocurrir especialmente en el caso de los intermediarios auxiliares”, le parece previsible su conclusión de que “el plazo de comunicación de información de los intermediarios auxiliares solo puede comenzar a correr el día siguiente a aquel en que terminaron su prestación de ayuda, asistencia o asesoramiento y, a más tardar, el día [de devengo de la obligación para el intermediario principal]”. Todo ello, no obstante, “sin perjuicio de la facultad que tienen los citados intermediarios de liberarse de su obligación de comunicar información, si lo desean, antes incluso de que comience a correr el plazo de treinta días establecido a tales efectos y, en consecuencia, a partir del inicio de su prestación de ayuda, asistencia o asesoramiento”.
Aunque, como ya digo, la sentencia parece entender que todas estas aclaraciones y precisiones son obvias —porque concluye (apdo. 86) que “el momento desde el que se inicia el plazo de comunicación de información (…) viene determinado de manera suficientemente clara y precisa atendiendo a lo exigido por los principios de seguridad jurídica y de legalidad en materia penal”— vuelvo a pensar que no estaría de más una modificación reglamentaria para que la lacónica regla del artículo 46.3 b) del RGAT, idéntica a la de la Directiva, gane —aún más, si cabe, aunque no sea necesario— en claridad y precisión. No vaya a ser que esta regla del devengo de la obligación para estos intermediarios se interprete como en otros estados miembros de la Unión Europea, que lo situaban en el día en que se inició el asesoramiento, y puedan entrarnos de nuevo dudas, ante esa divergencia interpretativa, sobre la suficiencia de esa claridad y precisión que el Tribunal de Justicia justifica en la previsibilidad del significado que debe serle atribuido al concepto. Y no vaya a ser, sobre todo, que esas dudas se extiendan a los otros muchos conceptos de la Directiva que, al haber sido también interpretados en sentido divergente (en algunos casos, con casi tantas interpretaciones como intérpretes) habrán de ser en el futuro también objeto de aclaración y precisión.
La sentencia da para otras muchas otras reflexiones apasionantes, pero no quiero abusar de Uds. en esta inauguración del curso escolar bloguero.
***
Les revelo ahora a qué lectura veraniega me refería antes. El libro era El espejo del mar, editado por El Reino de Redonda y traducido por Javier Marías, que recopila las memorias e impresiones de Joseph Conrad sobre su vida en el mar.
La DAC6 me vino a la cabeza cuando, en el texto “Emblemas de esperanza” decía Conrad lo siguiente:
“Un ancla no puede jamás levarse si antes no se ha largado; y esta perogrullada absolutamente obvia me lleva de inmedianto al tema de la degradación del lenguaje marino en la prensa diaria de este país.
El periodista, lo mismo si toma a su cargo un barco que una flota, casi invariablemente «echa» su ancla. Pues bien, un ancla no se echa nunca, y tomarse libertades con el lenguaje técnico es un crimen contra la claridad, la precisión y la belleza del habla perfeccionada”.
Cambien «marino» por «jurídico», «prensa diaria» por «textos legales con origen en el Marco Inclusivo» y «país» por «mundo», añadan “previsibilidad” antes de “belleza” y entenderán perfectamente por qué me acordé de inmediato de la DAC6. Cierto es que podría haberme venido también a la mente la Directiva sobre el Pilar Dos o cualquier otra diablura legislativa en materia tributaria que se les ocurra, pero tenía la sentencia reciente y me vino lo que me vino. ¡Qué le vamos a hacer!
La cita de “El bello arte” que me trajo a la memoria la escena del samurái es un poco más larga. Dice así:
“El lado moral de una industria, productivo o no, el aspecto ideal y redentor de ese ganarse la vida consiste en la ejecución y mantenimiento de la mayor pericia posible por parte de sus artesanos. Tal pericia, la pericia de la técnica, es más que honradez; es algo más amplio, un sentimiento elevado y claro, no enteramente utilitario, que abarca la honradez, la gracia y la regla y que podríamos llamar el honor del trabajo. Está compuesto de tradición acumulada, lo mantiene vivo el orgullo individual, lo hace exacto la opinión profesional, y, como a las artes más nobles, lo estimula y sostiene el elogio competente.
Esta es la razón por la que la consecución de cierta destreza, el fomento de la propia pericia, atendiendo a los más delicados matices de la excelencia, es una cuestión de vital importancia. Hay un tipo de eficiencia, sin fisuras prácticamente, que puede alcanzarse de modo natural en la lucha por el sustento. Pero hay algo más allá: un punto más alto, un sutil e inconfundible toque de amor y de orgullo que va más lejos de la mera pericia; casi una inspiración que confiere a toda obra ese acabado que es casi arte, que es el arte”.
Para Conrad, solo es posible dotarse “de esa pericia que llega a ser arte gracias a un continuado esfuerzo”. Sugiere que, para ese continuado esfuerzo, hace falta “amor por la más consumada pericia” y que ese amor (como el amor dirigido a cualquier otro objeto o sujeto) es “raro” porque “el amor es el mayor enemigo de la prisa” y vivimos en un mundo “de cambios más veloces que el desplazamiento de las nubes reflejadas en el espejo del mar”.
Esto lo escribió Conrad en la primera década del siglo XX. No sé qué diría a estas alturas del siglo XXI de la prisa y de los cambios veloces. Pero en estos tiempos en que la existencia de todos, y en especial de los más jóvenes, parece convertida en un compliance vital, en el que todo quehacer parece abordarse solo en función de la utilidad que reportará, necesito creer —especialmente al inicio del curso escolar— que aquellos con quienes me cruzo a diario —no sólo el inspector, el alumno, el juez, el profesor, o el compañero, sino también el taxista, el peluquero, el electricista o el pescadero— son capaces de apreciar la belleza del “servicio que se rinde por conceptos distintos de la utilidad”, que son capaces de entender la redención que surge de dar ese toque de amor y de orgullo que convierte en perfección que es casi arte a su propio y digno ganarse la vida.
Quiero creer que no se extinguen, que no son los últimos, los que en su quehacer cotidiano escogen el ejemplo de los samuráis.
Mientras tengamos Glorias Marín que pongan su pasión, pericia y esfuerzo en sus quehaceres diarios, hay esperanza. ¡Gracias por la inspiración!
🙂
Gracias, Rafa. Aunque las Glorias son solo meros aprendices de los Llanezas, como saben muy bien todos los que algo saben.