Copago en la Justicia: un adiós al Estado.

El Ministro de Justicia anunció anteayer la intención de introducir una tasa que grave el acceso a la segunda instancia en los procesos judiciales. La medida persigue desincentivar el uso de la justicia. Permitidme que dude de la eficacia de la medida. Desde el 2003 existe ya una tasa similar. La deben pagar las empresas que facturen más de 8 millones de euros y, simplificando, consiste en el pago de una cantidad fija de unos 150 euros más una cantidad variable del 0,5% de la cuantía reclamada (con un máximo de 6.000 euros). Si empresas de tal calibre pagan tan exigua cantidad ¿Cuál será la cantidad que podemos esperar que se haga pagar a un particular o a una PYME? Es obvio que la repercusión de la tasa en el cálculo estratégico del que se plantea litigar será nimia. En realidad, ya existe en nuestro sistema el más poderoso mecanismo disuasorio de la litigiosidad que puede existir: la condena en costas. Las costas (honorarios de abogado y procurador) que se deben pagar a la parte contraria en caso de perder se calculan según una escala regresiva de diferentes tramos. Simplificando mucho, se paga un 20% en reclamaciones en torno a los 20.000 euros y un 10% en reclamaciones alrededor de los 100.000 euros. Dicha cantidad se viene casi a duplicar porque el que pierde, además, paga a su propio abogado y procurador. En suma, que litigar puede llegar a costar, si se pierde, entre un 20% y un 40% de lo reclamado. Tradicionalmente (ni más ni menos que desde 1884) la imposición de las costas ha regido en la jurisdicción civil. Y desde octubre de 2011 también en la jurisdicción contencioso-administrativa (por cierto, que pese a la trascendencia de la medida la noticia pasó totalmente desapercibida). Tras más de un siglo de experiencia con el sistema de imposición de costas y con el patente colapso de los juzgados civiles que sufrimos, nadie osará dudar que su efecto disuasorio es más bien limitado. ¿Cambiará algo una –simbólica- tasa judicial? Se aceptan apuestas.

Seamos generosos y concedamos que realmente disminuya la litigiosidad en la segunda instancia. ¿Realmente nos conviene? Me temo que no. Todos sabemos que una función primordial del sistema de recursos de cualquier sistema legal es, en primer lugar, colmar el ansía de justicia de los ciudadanos, y, en segundo lugar, y no por ello menos importante, generar seguridad jurídica. A pesar de la loable independencia judicial de que gozan los jueces cuando imparten justicia, es deseable una cierta uniformidad en la interpretación que hacen de la ley. Poner barreras a los recursos es poner barreras a que, jueces de un nivel jerárquico superior, provean de criterios uniformes de interpretación de la ley a los particulares y empresas (que les servirán en el futuro a resolver las dudas acerca de lo que la ley dice). Favorecer el incremento de la inseguridad jurídica equivale a inocular un veneno lento pero letal a la economía de un país. Nada teme más un inversor o un empresario, en general, que la incertidumbre en los negocios.

Llegados a este punto alguien dirá que si realmente es tan importante la seguridad jurídica que aporta la segunda instancia judicial para un particular o, sobretodo, para un empresario, que la pague. Y no le falta razón sin con ello está sugiriendo que conviene atajar la cultura de la “barra libre”. Parece que nos hemos olvidado de uno de los axiomas sobre los que se asienta toda economía: la escasez de recursos. En los últimos años, merced al crédito –virtualmente- ilimitado, se ha producido una exuberancia irracional de prestaciones, servicios e infraestructuras del Estado. Conviene pues, pertrechados con las tijeras de la economía y de la política –en su sentido más prístino y genuino- aplicar una cuidadosa poda. La clave esta en priorizar. Y esto nos obliga a situar a la justicia donde corresponda dentro de la jerarquía de funciones que competen a un Estado. La primordial es asegurar el cumplimiento de la ley. En la anarquía no hay Estado. Y aplicar la ley requiere, inexcusablemente, aplicarla con certeza. Dudo mucho que sea conveniente escatimar recursos en una función tan medular como la de proveer seguridad jurídica y más bien recortaría en otros aspectos más periféricos, característicos del Estado del bienestar. Y, precisamente, dado el beneficio que reporta la seguridad jurídica a la economía del país y, por extensión, a la sociedad en su conjunto no veo porque razón deberían pagar por ella sólo los usuarios de la justicia. O ¿es que acaso alguien se plantea que la policía, otro eslabón fundamental en el cumplimiento de la ley, sea sufragado por los que precisen de ella?.

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