Un hombre de bien: José Luis Pérez de Ayala.

Un obituario, necesariamente, es un ejercicio de memoria personal. Se escribe con el corazón en la mano, dolorido, en recuerdo de quien ha marcado el alma con un sello indeleble. Necesariamente, pues, no es objetivo, es de parte, tiene el sesgo del profundo afecto que se ha profesado por quien nos ha dejado, para disfrutar de la vida que en este mundo anheló. No es un género que frecuente – tan solo lo he ensayado con otra persona de bien, prematuramente desaparecida, Isabel Espejo – pero me siento entre obligado y deseoso de hacerlo con alguien a quien he admirado y querido a la par. Ya me disculparán los seguidores de Fiscalblog que abuse de su paciencia, pues, con este desahogo personal, de desordenados recuerdos, en su memoria.

Dice Hannah Arendt – siempre atinada y nutritiva, cancelada – que lo contrario de lo racional no es lo emocional, sino lo carente de emoción: lo “anafectivo”, “palabro” que existe en italiano, pero no en castellano (salvo para los psicólogos y los entomólogos de la cosa queer). También se opone a lo racional la inflamación desproporcionada de las emociones, el emotivismo, el narcisismo, el mal del siglo. Lo lógico, como siempre, es que el ánimo no se polarice. Que encuentre el equilibrio entre la razón y la emoción. No es fácil, cuando la semblanza de quien se ha querido se mezcla, necesariamente, con la crónica de las vicisitudes e intereses comunes en los que ha cuajado esa amistad. Vamos a ello.

En su obituario sobre D. José Luis – siempre me salía llamarle así, aunque él siempre me corregía – nuestra común amiga Marta Villar le ha calificado como “académico, maestro y ejemplo de bondad”. Así era. Un referente, pues, para todos y cada uno de quienes tuvimos el privilegio de tropezarnos con él y, como fue mi caso, de arrimarse a su sombra. Era la encarnación – con títulos nobiliarios incluidos – del clásico “nobleza obliga”, a la ejemplaridad, en la línea de la filosofía que postula Javier Gomá. Trataré de ilustrarlo con algunos brochazos de recuerdos personales que lo evidencian y que son lecciones de vida.

Otro buen amigo, Antonio Arcones, tuvo la fortuna que a mí me faltó: fue alumno de D. José Luis en las aulas del CEU. En su línea, es persona muy directa, un buen día me espetó la siguiente: “a sus clases sí iba, porque siempre pasaba algo interesante”. Me dejó boquiabierto. ¿De qué profesor se puede decir algo semejante?

El Dr. Ferreiro – es arraigada costumbre, en la comunidad universitaria catalana, la del uso de este tratamiento, que no del más frecuente en Castilla, de “Don”- solía repetir que el día que entras en el aula sin haber preparado la clase ha empezado tu declive.

A un tercer Maestro, de los que dejan huella, Luís Corral – demasiado cercano para el “Don” y, por castellano, ajeno al “Dr.”- si le llamabas por teléfono y estaba preparando la clase no se le podía interrumpir. “El profesor es como el actor, cada vez que entra en el aula lo hace con la tensión de la primera representación y ha de repasar detenidamente el guion”, y vaya si se preparaba cada semana para bordarlo.

Son tres lecciones, de tres Maestros universitarios, que valen un potosí. No es sencillo estar a la altura, pero estimula tenerlo presente. La más difícil es la de D. José Luis: ¿Cómo se consigue que cada día del curso pase algo interesante en el aula, para lo que merezca la pena haberse tomado el empeño de personarse allí? Él lo lograba. De lo contrario, Antonio, que no se anda con zarandajas, no me lo hubiera dicho: y lo tenía muy claro.

Recuerdo perfectamente el primer día que tuve el atrevimiento de presentarme a D. José Luis. Fue en la Sala de profesores del Decanato de la Facultad de Derecho de la Universidad Complutense, que se mantiene como entonces. Cada día se peregrinaba allí para “firmar” el pliego de asistencia, lo que procuraba la ocasión para un rito delicioso. Sobre todo, en el entreacto del horario de catedrático. A eso de las diez, se pasaban por allí quienes ejercían otra profesión, normalmente la abogacía, y habían predicado a las ocho, para coincidir con quienes llegaban para impartir su clase a continuación. Se pueden imaginar los atisbos de tertulias que en ese entorno se fraguaban: toda una escuela peripatética alrededor de la enorme mesa que preside la sala.

A aquellas alturas, serían los últimos estertores de los ochenta, era yo un incauto – más si cabe que hoy en día- y desprevenido becario del Instituto de Estudios Fiscales, que cursaba su doctorado de la mano de D. Fernando Vicente-Arche, y ejercía como ayudante de D. Fernando Sainz de Bujanda. Las extrañas lógicas de las turbulencias académicas no eran propicias para que me acercase, pues, a D. José Luis, que pertenecía a otra escuela, históricamente enfrentada a la que se suponía que era la mía.

Pero lo hice, porque su bondad, su personalidad, su obra, su trayectoria, ejercían un atractivo muy poderoso. Enfrascado en una tesis sobre presunciones y figuras afines en el Impuesto sobre Sucesiones había leído su imprescindible trabajo sobre las ficciones tributarias. Y allí que le abordé para “let’s introduce myself”. La cosa terminó en que, tras formar parte del tribunal que la enjuició, le pedí que prologase la monografía en la que se tradujo aquella tesis. Me advirtió expresamente de que lo haría encantado y muy honrado, pero que reflexionara y me hiciera aconsejar antes de formalizar el encargo. Me dijo que ese prólogo me comportaría problemas. Se lo comuniqué a mi director, y le pareció la mar de bien declinar en D. José Luis la labor de prologuista. Ambos estuvieron acertados y el prólogo es lo mejor de la monografía.

Cuando en el año 1994 me estaban invitando a abandonar la Complutense, y él estaba construyendo la Universidad San Pablo CEU, me ofreció incorporarme allí como profesor agregado. Pero me dijo, al mismo tiempo, que me convenía más, para mi carrera académica, ganar antes la titularidad en otra Universidad pública. Terminé en la Universidad de Barcelona y ya no regresé al mundo universitario madrileño.

La intra-historia de las disciplinas académicas está trufada de episodios truculentos que circulan en las noches de copas congresuales y en las sobremesas cargadas de vino. Cada uno cuenta la feria como le ha ido en ella, de modo que las contradicciones – cuando se escuchan diversas versiones – son tan abundantes como, a veces, clamorosas. Batallitas autorreferenciales que han marcado biografías y que facilitan la navegación en el mundo universitario. Un entorno que Rafael Navarro Valls – en una inolvidable sesión de orientación profesional en la Complutense – calificaba de tiburones, mientras braceaba imitando los sinuosos movimientos de estos escualos.

D. José Luis no soltaba prenda al respecto y, desde luego, no tenía nada que ver con el género de los escualos. Era un caballero y seguía, a pie juntillas, el sabio consejo de mi abuelo paterno, Juan Manuel Rozas: “de hablar bien de la gente y tomar caldo de pollo no se ha muerto nadie”. Para mi desgracia, mi temperamento es más próximo al de mi otro abuelo, Lorenzo Valdés: no tengo mala memoria y cuando recuerdo ciertos episodios, algunos y algunas de sus protagonistas no se puede evitar que resulten retratados en todo su esplendor. No he sabido imitar la bondad de D. José Luis.

Lo más que un día le llegué a escuchar fue “a mí también me han hecho mucho daño”. Contaba divertido, eso sí, cómo se dividió en tres el mundo académico de lo que hasta el año 1970 fue una única disciplina, “Economía política, Hacienda pública y Derecho financiero y tributario”.

Fue en un taxi, al acabar una de aquellas oposiciones a cátedras de seis ejercicios en las que incluso los candidatos inicialmente pre-seleccionados para ganarlas se caían en alguno – la memorable “trinca”, tal vez- con todo el equipo. Cuentan las crónicas que siete veces tuvo que intentarlo uno de los que luego se contase entre los más solemnes del escalafón. Y no porque careciese de apoyos en el tribunal que, como decía D. Fernando Sainz de Bujanda, “justicia, en la Universidad, es lo que votan cinco y deciden tres”, sino porque se retiraba desarbolado ante el envite de los seis ejercicios, seis.

Hasta entonces, había que prepararse un temario infinito que abarcaba tres perspectivas del fenómeno financiero: la económica, la politológica y la jurídica. En aquel taxi, Trías Fargas (economista), Pérez de Ayala (hacendista), y Sainz de Bujanda (jurista) decidieron que había que poner fin a las dinámicas cainitas y devastadoras de esas oposiciones colosales a tres bandas.

Así es que por un lado se fue la Economía política, por otro la Hacienda pública (hoy “Economía aplicada”, o del Sector público) y por un tercer carril el Derecho financiero y tributario. Resultó práctico, eficaz y, desde luego, contribuyó decididamente al desarrollo de, al menos, dos de las disciplinas que de aquella escisión nacieron.

D. José Luis quedó en el área de “Hacienda pública”, pero su alma, es evidente, estaba más próxima al Derecho financiero y tributario. No en vano siempre ejerció como abogado tributarista, y de los mejores.

Dejó en el área del Derecho financiero y tributario, al marchar, un resquicio que denominaba “escuela taxi” (de nuevo este medio de transporte): D. Eusebio González, catedrático en Salamanca, que en gloria esté, y D. Ernesto Lejeune, catedrático en el País Vasco que, al jubilarse D. José Luis, se incorporó a la Universidad San Pablo CEU. Escuela esta encajonada entre la mayoritaria, de D. Fernando Sainz de Bujanda, y la, no menos bien armada, de D. Rafael Calvo Ortega. Hoy todo eso es historia, aunque perviva en la memoria.

Él siempre cultivó el Derecho financiero y tributario con un marcado interés por la dimensión política del fenómeno, desde el convencimiento de que la legitimación del tributo descansa en la equidad y eficacia en el gasto público, como oportunamente se encargó el Prof. Fuentes Quintana de que se hiciera constar en la Constitución vigente. Sin embargo, hoy en día ese tipo de análisis, prácticamente, ha desaparecido del espacio universitario español.

Quienes quedaron, con la división, en el entremés de la “Hacienda pública”, entre el Derecho financiero y la Economía política, se han decantado, me atrevería a decir que casi en su integridad, hacia el cultivo de los aspectos económicos del fenómeno, descuidando un tanto los de orden político y sociológico.

Los que hemos crecido en el área disciplinar del Derecho financiero y tributario, en buena medida, no nos da la vida para otra cosa que no sea, casi de forma monográfica, el análisis de los aspectos jurídicos que rodean la configuración y aplicación de los tributos. En Italia, abiertamente, salvo en la Escuela napolitana, se ha prescindido de lo financiero y todo se concentra en el monocultivo tributario.

A los politólogos, por su parte, únicamente les suele interesar el gasto público: política cultural, política sanitaria, política educativa, política de seguridad… Cuando en los programas formativos de los Grados en Ciencia política y de la Administración se incluye el análisis de los ingresos públicos – que no siempre ocurre – lo frecuente es que se haga desde una perspectiva marcadamente económica, ni jurídica, ni política. La propia expresión, “política fiscal”, es infrecuente ya en el mundo universitario español.

D. José Luis, en cambio, era plenamente consciente de que el Derecho tributario necesitaba para su correcta explicación contemplarse desde la perspectiva no solo jurídica, sino politológica: de cómo se pueden ordenar y aplicar los tributos para que, en la práctica, no sólo resulten justos en su configuración sino, también, eficientes a la hora de asignarse los recursos públicos que aportan, o de dejar en manos del sector privado los que más vale que no pasen por las políticas presupuestarias de gasto. Con una visión integral que arrancaba de lo que estudió con singular acierto: la legitimación del tributo en sus causas finales, a partir de las categorías filosóficas elaboradas por Santo Tomás de Aquino.

En la Constitución alemana, por ejemplo, se ha introducido – en este orden de cosas- un principio general de solidaridad financiera intergeneracional. Las políticas presupuestarias, en definitiva, no pueden – no deberían- hipotecar el futuro de las siguientes generaciones. Lo que se llama ligar por ley todas las pensiones a la inflación, por ejemplo. O pasar del 39% de Deuda pública, en 2004, al 115%, en 2022. Tengo para mí que este tipo de cosas, seguramente, en Alemania serían inconstitucionales. En España resultan enormemente populares: “el dinero público no es de nadie”.

Esta tipología de análisis de las Finanzas públicas, en el mundo académico español, diría que, con D. José Luis, prácticamente ha desaparecido. Hace tiempo que matamos a Griziotti y a Eunadi. Desde fuera del entorno profesoral sí hay quien la conserva, como Francisco de Latorre en su reciente “¿Y esto quién lo paga?”. Bueno sería recuperarla.

No me corresponde a mí rememorar su vida familiar, a la que sólo me acerqué a través de su hijo Miguel, un más que digno heredero. Pero sí quiero terminar estas líneas en su honor con unas palabras referidas a dos instituciones que ha marcado con su cariño y esfuerzos ímprobos, en las que he compartido con él diversos afanes: La Real Academia de Jurisprudencia y Legislación de España y la Asociación Católica de Propagandistas.

En la primera he sido testigo durante estos últimos años de una dedicación a los trabajos de su Sección de Derecho financiero y tributario verdaderamente llamativa. Pese a las limitaciones físicas que le aquejaban, allí estaba – incluso en formato telemático – cada quince días, escuchando y participando en todas las sesiones que le era posible. Ejemplar, una vez más.

A la segunda sirvió con una generosidad sin límites, en todo momento y hora, también como Rector de la Universidad San Pablo CEU. Sin paliativos, siempre contribuyendo a sus obras con su tiempo, buen hacer y afecto.

Como todos, tendría sus claroscuros – “cada uno es cada uno, y tiene sus cadaunadas” – pero yo únicamente le conocí luces, tan acogedoras como luminosas; una vida, en fin, que ha contribuido, de forma decisiva, a que, para muchos, este valle de lágrimas resulte algo más inteligible y transitable. Gracias, de corazón, D. José Luis, y que Dios le bendiga.

4 pensamientos en “Un hombre de bien: José Luis Pérez de Ayala.

  1. José Andrés Rozas Valdés Autor

    Así es, Ignacio! Un ejemplo de vida, como he tratado de hacer ver, para cualquiera pero, en particular, para quienes tenemos como oficio el de profesor de universidad.

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  2. José-Andrés Rozas

    Muchas gracias, Pedro. Estoy seguro de que le evocación de las tertulias en la Sala de profesores de nuestra querida Facultad de Derecho de la Complutense te habrá resultado especialmente sugestiva. ¡Qué buenos ratos pasamos allí con los distintos D. Fernando (Bujanda, Arche, Garrido Falla), los hermanos Martín Retortillo (Sebastián y Lorenzo), el siempre chispeante Iturmendi (Decano por AntonioMasa), o la pareja de Rafaeles (Navarro Valls y Gómez Ferrer), Andrés de la Oliva y sus discípulos con chaquetas a cuadros… y así un largo etcétera de lo que constituía la pujante y vibrante comunidad universitaria en la que crecimos.

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