No hace tanto tiempo que, en la ciencia jurídica, se creía que los actos administrativos eran actos que servían como declaraciones de voluntad de la Administración, con valor de prueba reforzada, como si de documentos públicos se tratasen.
Tal era la fuerza legal de estos instrumentos jurídicos que su nacimiento no solo tenía eficacia declarativa sino que, al ver la luz, traían consigo un arma que arrebataba a los jueces uno de sus otrora monopolios legales, la eficacia ejecutiva, que dota a Administración y a Tribunales de unos poderes ciertamente inmarcesibles: el apremio, el embargo y la subasta.
Esta situación, aquilatada por años de poso jurídico, dio un sorpresivo giro con la aparición en la página web de las instrucciones 1 y 2/2023 del Departamento de Recaudación de la AEAT que, a pesar de no ser normas jurídicas stricto sensu, tienen una relevancia fundamental en la praxis tributaria y, se quiera o no, obligan -¡y mucho!- al ciudadano tanto como al funcionario al que están destinadas.
No en vano es aquél, el contribuyente, quien precisa, quien solicita el aplazamiento, el fraccionamiento o la suspensión de la ejecución de una deuda tributaria a una Administración que, pasivamente, se limitará a conceder la súplica o denegarla, si no se cumplen escrupulosamente los mandatos de esas instrucciones.
En otras palabras, como quiera que es la AEAT la que tiene la sartén por el mango, estos reglamentos meramente internos tienen un valor cuasi-constitucional para el pobre contribuyente acuciado por necesidades que le imposibilitan el pago inmediato de sus obligaciones con el fisco.
Pues bien, en ambas instrucciones, fechadas respectivamente el 31 de marzo y el 3 de abril de 2023, se introducen normas que suponen dotar de cierta condicionalidad, o inconsistencia, a los actos administrativos de tipo recaudatorio que allí se regulan, que ya no nacen con vocación indefinida, sino al albur de acontecimientos futuros que pueden afectar a su eficacia o validez.
Así ocurre, para empezar, con la estipulación 5ª de la Instrucción 1/2023, elocuentemente titulada como “Modificaciones del valor del bien aportado en garantía”, que trae consigo una posibilidad, manifiestamente contra legem, de que los órganos de recaaudación de la Agencia Tributaria puedan modificar las resoluciones de concesión de un aplazamiento, fraccionamiento o suspensión de la ejecución de un acto ¡ya acordada! “cuando se aprecie que no se mantienen las condiciones que motivaron la misma o cuando las garantías aportadas hubieran perdido valor de manera manifiesta”.
El invento, que podría reputarse hasta como razonable por un observador caritativo, supone ni más ni menos que socavar el funcionamiento normal de las relaciones tributarias, dejando a una de las partes en la relación tributaria -la más endeble, el contribuyente- en una posición de súbdito, acongojado durante toda la vida del aplazamiento o suspensión solicitado, al albur de poder verse sorprendido con una cartita de la Administración poniendo en duda el valor de la garantía aportada en su día a esos efectos.
Desde luego, ello supone colocar al contribuyente en una manifiesta posición de inferioridad frente a la Administración. Y no solo eso. Supone, asimismo, ponerlo en una situación de manifiesta inseguridad, jurídica obviamente, contraria a la Constitución.
Además, y no menos importante, se convierte al nudo gordiano de la relación tributaria, al acto administrativo, en un acto perentorio, lábil, susceptible de modificación por una de las partes del contrato tributario, lo que de alguna manera permite hacer dudar de su antaño pacífica fortaleza jurídica.
Lo mismo ocurre con la otra instrucción de Recaudación comentada. En su apartado 5.5 -¿será casualidad la utilización de tan sintomático número en todos los casos expuestos?-, relativa a la tramitación de aplazamientos sobre deudas derivadas de tributos repercutidos, también se indica que en el acuerdo adoptado, concediendo el aplazamiento, se introducirá “una cláusula por la que procederá la cancelación por incumplimiento del mismo cuando, habiendo cobrado las cantidades repercutidas y pendientes, el contribuyente no las destine al pago anticipado del aplazamiento en el plazo máximo de 10 días desde el cobro efectivo”.
Así las cosas, la concesión de un aplazamiento deja de ser un acto administrativo, o así lo parece, para convertirse en una suerte de contrato en el que la Administración parece tener la prerrogativa, insultante, de introducir cláusulas paralegales, que condicionen la situación de la otra parte de la relación contractual -nuevamente, el cada vez más pequeño contribuyente- en función de lo que acontezca en el futuro.
Para ello, se le llegan incluso a conceder plazos máximos de cumplimiento que no aparecen regidos, por supuesto, por ninguna ley y, ni tan siquiera, por una norma reglamentaria de las que hasta ahora se venían publicando en el BOE.
No sé al lector pero, a mí, esta novedosa regulación de las condiciones de los aplazamientos, en aplicación de una suerte de cláusula rebus sic stantibus en favor exclusivo de una sola de las partes de la relación tributaria, me parece alucinante. Más que nada porque uno había leído, incluso creo que hasta estudiado, que la Administración no tenía derechos, sino potestades. Y que esas potestades nacían, y se ejercían, bajo el mandato único y exclusivo de la ley. Es decir, la Administración no puede crear derecho, sino aplicarlo, y no puede salirse de los márgenes de la normativa en su actuación.
Pues no. Parece que era un sueño y que, en realidad, la Administración tiene también potestades legislativas, pudiendo imponer cláusulas -leoninas, por supuesto-, condicionando a futuro las relaciones con el ciudadano. Condiciones que ni siquiera las poderosas entidades financieras pueden imponer en sus contratos, porque serían postergadas al baúl de las pesadillas por su manifiesto carácter abusivo.
Imagínense ustedes lo que diría el TJUE si una entidad crediticia condicionara sus hipotecas a que el valor de las fincas hipotecadas no bajara en el futuro. O, mejor todavía, que un contrato de préstamo bancario se condicionara a la mejor fortuna del prestatario, obligado a pagar corriendo, en un perentorio plazo de diez días, a la que tuviera la suerte de obtener algo de liquidez.
Ni en el frenopático de Alguien voló sobre el nido del cuco se le hubiera ocurrido a nadie. Me temo que las risas de los togados luxemburgueses se oirían desde el otro lado del Atlántico y, el banco en cuestión, ya podría empezar a buscar comprador para evitar la quiebra.
Ahora en serio: resulta preocupante la situación de fragilidad en la que puede quedar el contribuyente afectado por la aplicación de estas normas que, sin el menor amparo normativo, condicionan un aspecto de la relación tributaria en el que su posición es especialmente débil.
No en vano, discutir la aplicación de estas instrucciones, a pesar de carecer de carácter normativo, va a postrar al héroe que lo intente a una situación de auténtica penitencia, con recursos, apremios y embargos por delante, y un conflicto jurídico que tardará lustros, de sufrimiento, en resolverse.
Desde otro prisma, también cabe plantearse esta novedosa película, que podríamos titular como “perentoriedad de los actos recaudatorios” como un cambio de paradigma –in peius, claro está- en las relaciones tributarias, lo que plantea ciertas cuestiones: ¿no estará haciendo la Administración un pan con unas tortas al empezar ella a poner en duda la consistencia de sus actos y, por ende, la razón de ser de sus actuaciones?, ¿ no será esto la espita que, en el futuro, permita discutir la validez y eficacia con la que se desarrollan los actos de naturaleza tributaria?
Porque, digo yo, si algunos actos administrativos (favorables al contribuyente, como la obtención de árnica para poder pagar en plazo) no son tan ciertos y seguros como pensábamos, ¿no aflorará esa pérdida de seguridad jurídica, en el futuro, en perjuicio de la Administración? ¿no se estará tensionando tanto la soga que atenaza la relación con el bovino contribuyente que, al final, se romperá por las dos partes?
Más que nada porque todos sabemos como acabó Robespierre.