Hoy se cumplirá una semana de confinamiento. La primera semana. Una semana inedita, con sensaciones encontradas, intensas y volátil. Van pasando los días y, aunque hay momentos más o menos complicados, tanto en lo personal como en lo profesional, la vida comienza a discurrir con una nueva cotidianidad.
Hoy quisiera hacer un breve alto en el camino, no por cansancio, sino por la necesidad de coger la perspectiva adecuada para seguir. Y es que, intuyo que nos quedan aún varias semanas más por delante y no quisiera consumir las fuerzas y energías de forma precipitada.
Pues bien, en este alto del camino, percibo que no le estamos dando la suficiente importancia a lo esencial; que, en esta lucha contra la enfermedad, los caídos y los enfermos se contabilizan por cientos y miles. Siendo relevante el número, lo que me llama la atención es el silencio sobre sus nombres y apellidos, sus identidades, sus rostros.
Maldita sea, entre tanto ruido informativo, estúpidas caceroladas y pachangas vecinales, hemos perdido de vista que esos fallecidos sean familiares, amigos, conocidos, convecinos o meramente conciudadanos, en definitiva, son personas. Que hay muchas personas inmersas en el dolor de la pérdida de un ser querido, muchos otros están padeciendo los rigores de la enfermedad del COVID-19 (así como cualquier otra enfermedad y/o accidentes) pese a estar muy bien atendidos por los profesionales de la salud y la sanidad de nuestros centros públicos y privados.
Me niego a limitarme a contabilizar el número de muertos e infectados. Quiero los rostros e identidades. Porque, en mi opinión, el anonimato me resulta cruel e indigno para ellos, porque el anonimato nos impide cobrar conciencia del impacto real de este conflicto.
En cualquier conflicto bélico convencional, las tropas combatientes perciben claramente la naturaleza trágica del combate en cuanto ven la sangre brotar de los cuerpos de sus compañeros, los torsos magullados o su caída inerte en el campo de batalla. Y esa conciencia trágica, la toma de conciencia de la fragilidad humana, es precisamente lo que imprime una fortaleza excepcional a los luchadores y a la sociedad en conjunto, para vencer todo tipo de dificultades y penurias.
Sin embargo, este no es un conflicto convencional. El enemigo es invisible y el campo de batalla se extiende a lo largo y ancho de toda nuestra existencia. Pero siguen existiendo caídos, existe sufrimiento, muerte y desolación, el componente trágico no desaparece.
Eliminar el nombre y apellidos de las víctimas, aparte de una ofensa a su memoria y dignidad, revela nuestra debilidad e inmadurez como sociedad y nos lastra para superar los obstáculos y penas que nos quedan por venir. Ocultarnos sus identidades y faces es una grave vulneración de nuestro derecho de información, al negarnos a la ciudadanía el derecho a conocer la verdad, toda la verdad, por cruel y severa que ella sea.
Recuerdo que, años ha, próximo a su muerte, mi padre me advertía que, el respeto, cariño y memoria que nosotros recibamos de las generaciones futuras dependerá del respeto, cariño y memoria que profesamos a nuestros mayores.
Hace unos años, tuve el privilegio de pasearme por las colinas de Arlington, en las proximidades de Washington. Extensos campos con las lápidas y sepulturas de los combatientes, de los caídos. Muchas lápidas iguales, miles, decenas de miles, pero a pesar de la uniformidad, cada una de ellas tiene un nombre y apellidos, sus cruces o símbolos, fechas, la identificación completa de la persona. Todas iguales, todas distintas.
Quiero saber, exijo conocer, todas las personas que estamos perdiendo por el camino, todos aquellos que están sufriendo y padeciendo. Lo demando porque quiero recordarlos, dignificarlos, quiero poder, en silencio, salir a mi ventana, balcón o terraza, a hacer memoria y adquirir conciencia, quiero orar y pedir por ellos y sus allegados, quiero llorarlos y unirme en comunión a mis amigos, vecinos y todos los conciudadanos.
Hoy, me abandono en el silencio, en su memoria. Los llevaré conmigo hasta la victoria final.
Apreciado Emilio,
Coincido contigo en muchos de tus análisis y soy una entusiasta lectora de Fiscalblog por la indudable altura personal y profesional de todos los blogueros que tan generosamente dedicáis vuestro tiempo y esfuerzo en vuestros acertados comentarios.
Hoy, empero, discrepo contigo. Estando en lo cierto de que detrás de todas las cifras hay personas que luchan, que sufren y que apenas si pueden despedir a los suyos y en ningún caso no con la normalidad que sería necesario para empezar a sanar las heridas, el conocimiento público de los nombres, los rostros, los hijos, los padres y su dolor, no les devolverá a ellos la vida ni a sus familiares les aliviará el sufrimiento y aunque es cierto que a muchos, como tú o como yo misma, podrá servir para dignificar su memoria y recuerdo, a otra gran parte servirá para alimentar el “morbo”, a otros para respirar aliviados con el hecho de que no compartían sus circunstancias o su lugar de residencia o simplemente, a otros, si las víctimas son mayores, para justificar su ausencia en el hecho de su edad o su debilidad física -como el canalla vecino de mi amiga enfermera que se justificaba estos fallecimientos refiriéndose a una supuesta “selección natural”…- porque, no olvidemos que aunque ahora parezcamos en general muy solidarios, buenos vecinos, buenos amigos, la naturaleza humana sigue ahí y el instinto de supervivencia nos hace respirar aliviados cuando todos esos rostros y nombres nos eran y seguirán siendo anónimos y distantes.
Reconozco y valoro los motivos de tu post de hoy pero creo que su anonimato dentro de unas cifras genéricas quizás no sea tan mala opción aunque sí comparto que, conviene recordar, como bien dices, que detrás de ese número de fallecidos hay familiares, amigos, conocidos, convecinos o meramente conciudadanos, en definitiva, personas que merecen un recuerdo y, de quienes somos creyentes, una sentida oración.
Con el profundo deseo de que esta saga que has iniciado dure lo menos posible, agradezco que estés ahí compartiendo tus inquietudes de un “asesor en confinamiento”. Imagino que, para ti, forma parte de una estrategia de defensa ante la situación y cuya rutina de lectura formará parte de nuestro propio kit de supervivencia.