Por el mes era de mayo/Cuando hace la calor/Cuando trincan a sopranos/Con un dedo acusador
Perdóneseme la versión libre del medieval romance del prisionero, que me ha venido a la mente no tanto por el calendario, sino por estar viviendo continuamente noticias relacionadas con delitos contra la hacienda pública presuntamente cometidos por personajes públicos.
Debe tenerse en cuenta que, en muchos de los casos, el conocimiento público no llega a través de una filtración o investigación periodística, sino que procede directamente de la Fiscalía, lo que denota cierto afán gubernamental en orear estas miserias.
Es lo que se ha dado en llamar la “pena del telediario”, que no deja de ser la retorsión máxima del derecho a la presunción de inocencia hasta convertirlo en una presunción iuris et de iure de culpa, con la finalidad de servir de advertencia a los futuribles defraudadores.
Si tratar a la ciudadanía así, cual población equina sometida a la fusta para continuar girando la rueda del molino, ya es deplorable per se, más aún lo es cuando observamos el resultado punitivo de la mayoría de estas actuaciones que han llegado a los medios de comunicación.
En la mayoría de casos de corrupción, en los que el delito fiscal aparece aparentemente como una rémora penal más para el acusado, resulta que al final la condena se reconduce puramente a la comisión de tal delito y no del resto de imputaciones penales –vide el caso Fabra-, con la aplicación automática al delincuente de una atenuante de grado máximo por las endémicas dilaciones indebidas que sufre nuestra Administración de Justicia, lo que suele suponer su no entrada en prisión al reducirse la pena a un año.
Si semejante mensaje a la opinión pública resulta contradictorio con la antes citada pena de telediario, la cuestión alcanza el paroxismo cuando la fuerza del destino hace que la Fiscalía llegue a un acuerdo con otra famosa cantante acusada de delito fiscal, que evita la cárcel a cambio de cantidades económicas relativamente bajas si las comparamos con las sanciones que se imponen en vía administrativa, sobre las que además se solicita aplazamiento por presuntas imposibilidades de pago.
Más frustrante, si cabe, es que la última reforma del código penal nacida al calor de la amnistía fiscal solo se haya preocupado de solucionar ciertos dislates en materia de recaudación de las cuotas tributarias defraudadas en delitos fiscales, generando absurdas controversias científicas en aspectos basilares, como son su parentesco con el delito de blanqueo de capitales -¿puede ser la cuota presuntamente defraudada la base de un delito concurrente de blanqueo?- o la naturaleza jurídica de la regularización voluntaria de las cuotas tributarias -¿continúa siendo una excusa absolutoria o ahora es un elemento del tipo? En este último caso, ¿eso supone la imprescriptibilidad del delito por su imposible consumación?-.
No entraré en estas cuestiones técnicas, pues voces más autorizadas –véanse, en materia recaudatoria los magníficos trabajos publicados por JOAN IGLESIAS y por ISABEL ESPEJO y, en relación con las discusiones de dogmática penal, el reciente estudio del profesor FERRÉ OLIVÉ- pero sí en un aspecto de esa reforma penal que demuestra claramente que el objetivo del legislador no era otro que recaudar a todo trance, con independencia del daño que ello pueda hacer a la concienciación social.
Se trata de una novedosa atenuación de la pena por reparación del daño, prevista en el apartado 6 del artículo 305 del Código Penal, por la cual se puede imponer al autor del delito la pena inferior en uno o dos grados siempre que, antes de que transcurran dos meses desde la citación judicial como imputado, pague la deuda defraudada y se reconozcan judicialmente los hechos.
Eso supone que el delincuente confeso que tenga dinero para afrontar esos pagos al erario público gozará de dos ventajas: una, que ya no entrará en la trena, pues si la rebaja es de dos grados, la pena será de 3 a 6 meses de cárcel, lo que no supone el ingreso efectivo en prisión; la otra, más sangrante, que la sanción a imponérsele será una multa del 25 al 50% de la cuota defraudada.
Esa sanción económica es de importe inferior al de las multas que se imponen en el ámbito administrativo, dejando paradójicamente a tal defraudador delictivo en mejor posición que al infractor administrativo que, a diferencia del delincuente, merece la pena recordar que puede serlo por mera negligencia, no culposa ni dolosa.
Quizá al lector sea consciente de cierto genio del balón de fútbol que, tras la denuncia por delito fiscal –y posterior surrealista aclamación popular a su llegada a los Juzgados- ha puesto en práctica ese modus operandi, aprovechando también para regularizar ciertos ejercicios fiscales por los que no había sido denunciado, sobre los que pidió inmediatamente la devolución de ingresado, evitando así un posterior reproche penal.
Como manifestó la asociación de inspectores de hacienda en un documento de marzo de 2013, con esta reforma se le envía un mensaje de tranquilidad al defraudador pues, si es imputado pero tiene posibilidad de pagar, las penas le resultarán ventajosas, lo que resulta totalmente incoherente y es síntoma de que prima cumplir los objetivos de recaudación tributaria por encima de todo, traspasándose incluso la barrera de lo razonable.
Con esto, por muchas circulares de imputación de delitos a personajes famosos que se envíen a la prensa, poco se conseguirá, salvo una indeseable alarma social y escarnio público.
Publicado hoy en Iuris & Lex