Robert Duvall es uno de mis actores favoritos. Pese a haberse centrado en papeles mayoritariamente secundarios, muchas de esas interpretaciones son magníficas, auténticas obras maestras. Una de ellas es la que desempeña en “Acción civil” (1998); para mí, una cinta obligada para todo aquel que quiera dedicar su vida al Derecho, en cualquiera de sus facetas y variantes.
Ahí, Duvall actúa como abogado defensor de una gran multinacional, un perro viejo que se las sabe todas, bregado en múltiples batallas y que tiene enfrente al protagonista (John Travolta), abogado joven e ilusionado -y, por tanto, con ciertas dosis de ingenuidad-, preñado de convicciones y que todavía no se ha dado una gran bofetada…
Hay una escena memorable en la que Duvall está en un archivo lúgubre, ubicado en el sótano de su bufete. Está comiendo un simple sándwich mientras escucha -a través de una humilde radio- la retransmisión de un partido de béisbol. Y es en ese momento cuando alguien -un mandado, un becario- le trae un sobre dándole cuenta de la demanda interpuesta contra su cliente; ocasión que él aprovecha para despacharse a gusto con el mensajero, mostrándose del todo contrariado por haberle interrumpido en “su momento”, y, así, le obsequia con lo que podríamos considerar como un consejo vital: que a la hora de comer procure buscarse un sitio discreto, solitario, donde poder dedicar apenas un rato a comer mientras su cabeza se evade y, sobre todo, que le haga saber a todo el mundo que ése es su espacio y su tiempo; y que -ahí y entonces- nadie debe molestarle.
No creo ser un misántropo, más bien creo que todo lo contrario: me gustan y disfruto con las relaciones sociales y, también, incluso conociendo y tratando a gente nueva (raro es que alguien no tenga algo interesante que aportar). Pero, siendo así, no es menos cierto que con la edad he ido valorando cada vez más mis momentos de recogimiento individual: lectura, kayak, viajes en coche y, también, mi hora de comer los días laborables.
No se me malinterprete: no le hago ascos a una comida acompañada de clientes (reales o potenciales) y/o de compañeros y –sin embargo– amigos. Pero una cosa es eso y otra, muy distinta, que como costumbre ése sea mi plan ideal (y cotidiano), pues para el día a día prefiero una comida algo más breve -que no me ocupe demasiado tiempo- y frugal -que no me hipoteque la tarde- y que, además, me permita dedicarme a alguna tarea que me entretenga: por ejemplo, la sosegada lectura de un periódico o, incluso, de algún texto profesional no demasiado denso.
Y así es como, con el tiempo y la costumbre, he encontrado mi particular refugio en dos templos, tan antagónicos como complementarios entre sí: “La Pepita” y “Casa Luisa”. Quizá lo único que tienen en común son tres detalles no menores: no hay olores, no hay excesivo bullicio, ni -tampoco- televisión.
“La Pepita” es una hamburguesería -de nuevo cuño, urbana, artesanal y cuidada- próxima a mi despacho. Tiene una amplia carta, pero, a mí, me da igual, pues siempre pido lo mismo: una “sorrentina” (ternera, rúcula, mozzarella fresca fundida, orégano, tomate seco en aceite de oliva y cebolla crujiente) y un ribera de Duero. Uno de los atractivos de ese “me da igual” es que, a diferencia de las burguers de corte industrial, ésta nunca tiene el mismo sabor. Es maravillosa. Y ahí, sentado en un taburete al extremo de la barra, con mi periódico y una copa de vino, durante apenas un rato, me siento la persona más feliz del mundo. A ello contribuyen mucho, con todo su buen hacer, tanto Begoña -la propia dueña del negocio- como Noemi, Irache, Raúl, en su día Gema, y los demás (perdón por dejarme a alguien en el tintero); todos ellos logran que tenga casi la sensación de estar en mi propia casa (para colmo, de fondo, suena una música que ni yo mismo hubiera logrado seleccionar tan a mi gusto).
“Casa Luisa” es casi la antítesis. En su origen era apenas una taberna de paso para los estibadores del puerto. Comencé a visitarla con regularidad ya hace más de una década, cuando mi trabajo estaba enfrente (ahora no estoy tan cerca, pero apenas me lleva algo más de 5 minutos andando). Hoy, sin haber perdido su esencia, es un restaurante con un menú muy solvente -a mí me llega con la mitad- y, sobre todo, una carta amplia, diversa y de calidad. El pescado es su fuerte y, dentro de él, la merluza su reina, el pulpo el rey, y las cocochas rebozadas su máximo delicatessen. Mientras Marisa (que da nombre al local) manda en los fogones, Eduardo es el dueño y señor de la sala (en ocasiones con la generosa ayuda de Clau, una de sus hijas). Eduardo es todo un profesional, con unas maneras que en no pocas ocasiones he echado en falta en restaurantes de elevado ránking…; y, para colmo, su gusto por el jazz colma sobradamente mis oídos. Ahí, en una mesa discreta, con mi menú (siempre pescado, excepto el lacón con grelos que no lo perdono) y algo de lectura, estoy en la gloria.
Durante la pandemia, las circunstancias me obligaron a plegar velas y a estar muchos meses comiendo en mi propio despacho, a refugio. Ahora, hace apenas unas semanas, he retomado mis buenas costumbres y, al menos una vez por semana, visito uno y otro que, por méritos propios, se han convertido en “el sitio de mi recreo” (y, en la medida de lo posible -siguiendo el sabio consejo de Duvall-, procuro que mis allegados lo sepan).