Una técnica legislativa pobre puede dar lugar a desviaciones en la actuación administrativa pues, no en vano, ésta no es más que la decisión que toma determinado ser humano -el funcionario responsable del negociado correspondiente- en aplicación de una norma. Cuando la exégesis llevada a cabo por la Administración de un concreto precepto entra dentro del terreno de lo razonable, la vía de impugnación que le queda al ciudadano afectado y disconforme es la tradicional de revisión: recurso en vía administrativa primero y, en su caso, reclamación judicial ante la jurisdicción contencioso-administrativa.
Sin embargo, puede haber casos en que esa oscuridad de la norma -o una lectura poco rigurosa de sus términos- viene acompañada de una actuación administrativa torticera, absolutamente errónea hasta la grosería, fuera del procedimiento legalmente establecido o llevada a cabo por un órgano manifiestamente incompetente. En estos supuestos, muchísimo menos habituales e interpretados de forma muy rigurosa -entiéndase como bondadosa con la Administración- por parte de los Tribunales, nos encontramos con la conocida vía de hecho o desviación de poder. Qué duda cabe de que en tales casos también el particular es merecedor de defensa y a tal efecto la legislación le brinda unas posibilidades de reclamación mucho más ágiles, pues previa intimación al órgano actuante, se puede acudir directamente al juez competente de lo contencioso.
Me gustaría poder afirmar que las desviaciones de poder sin error hermenéutico, esto es, las que se derivan de una mala praxis funcionarial, son patológicas en el quehacer diario del ámbito tributario. Pero no es así. Lamentablemente, mientras escribo estas líneas me vienen a la cabeza varios -demasiados- casos vividos en primera persona, en los que la inquina personal, la mala fe o el interés particular han nublado el camino de un acto administrativo. Pondré tres ejemplos recientes, aunque me cuesten caros: dar por comparecido al representante de un contribuyente a la firma de unas actas -obviamente, en disconformidad- para dilatar así el plazo de actuaciones; denegar la suspensión de una deuda aportando un inmueble rústico con una tasación 6 veces superior al valor a garantizar, en contra del literal de la ya de por sí durísima Instrucción 1/17; comunicar al contribuyente un acuerdo de rectificación de errores con el único objetivo de modificar la redacción de un acta en conformidad en la que el cómputo de dilaciones efectuado por la propia actuaria daba lugar a la prescripción.
Digresiones aparte, una actuación administrativa mendaz es siempre más habitual cuando el legislador no ha atinado en la redacción del precepto a aplicar. Paradigma de ello es el famoso listado de deudores -que no de morosos- y defraudadores, configurado por la ley 34/2015 como una medida educativa (sic), lo que ha llevado a Gandarias Cebrián a preguntarse en su blog por el posible conflicto de intereses entre las carteras de Hacienda y de Educación.
Así, para que un contribuyente aparezca en la lista del oprobio, ha de tener una deuda superior al millón de euros por cualquier concepto tributario en una fecha determinada y que no se encuentre pagado en voluntaria, por lo que “no se incluirán aquellas deudas y sanciones tributarias que se encuentren aplazadas o suspendidas”. Transcribo este último condicionante pues su lectura por alguna Delegación de la AEAT dio lugar a que aparecieran en el listado denigratorio ciudadanos que, habiendo solicitado en plazo voluntario un aplazamiento o la suspensión de sus deudas, la concesión o denegación de dicha súplica se encontraba en el aire, es decir, en tramitación.
Esta práctica fue impugnada como vía de hecho por parte de una sociedad mercantil a quien, para mayor dislate, la Administración le había finalmente concedido el aplazamiento, antes de que el listado aún hubo sido objeto de publicación oficial.
La Administración rehusó contestar al requerimiento efectuado por el ciudadano y éste acudió a la vía judicial en defensa de su honor, solicitando como medida cautelar la eliminación de su nombre del oprobioso listado. Dejando a un lado los avatares de la pieza separada, de los que ya hablé en una revista científica, la Audiencia Nacional dictó sentencia el 9/2/17 en la que considera que esta práctica comportaría la consumación de una vulneración del honor -más que de la propia imagen- de la recurrente, pues la improcedencia de su inclusión en la lista resulta “patente”.
El juzgador ni siquiera entra en el pantanoso terreno de delimitar los contornos del precepto en cuestión, nada claros, sino que parte de la base de que cuando una deuda está en trámite de suspensión o aplazamiento, no está en periodo ejecutivo y, por ende, de ninguna de las maneras cabe penalizar al contribuyente que cumple –con una deuda en estado de latencia- con la inclusión en un listado con caracteres cuasi sancionadores.
Bien está lo que bien acaba, y parece que en este supuesto sí que la conflictividad se ha terminado pues, en ulteriores asuntos similares, la Abogacía del Estado se ha allanado a las pretensiones de otros reclamantes. Ello no obstante, seguiremos sin conocer si esta mala praxis deriva de una lectura errónea, interesada o contumaz de la ley por parte de la Administración.
Mi recuerdo para Fernando Blázquez, inspector de Tributos y profesor de IVA inolvidable: gracias a tu heterodoxia aprendí un tributo tan complejo como el IVA y, lo que es más importante, aprehendí cómo enseñar IVA.
Publicado el 13 de octubre de 2017 en Iuris & Lex -elEconomista-.