Hace ya unos cuantos años, quizás demasiados, tuve que tramitar una garantía para suspender la ejecución de una deuda tributaria, de algo más de veinte millones de euros, de la filial de una multinacional americana. Fue uno de esos trabajos que, en mi corta visión de retuerce-códigos, parecía de lo más sencillo pues la matriz del grupo es una de las cien empresas más importantes del mundo y tenía vía libre para obtener un aval bancario de la que era y sigue siendo una de las más prestigiosas entidades de crédito del orbe, Bank of America.
Además, se daba la circunstancia de que el Jefe de la Oficina de Relación con los Tribunales (ORT) de la Dependencia Regional de la AEAT y yo éramos ambos docentes en un mismo máster, teníamos las mismas inquietudes académicas y nos llevábamos -y seguimos llevándonos- muy bien, con lo que podía contar con su contacto directo y su ayuda ante cualquier duda o problema.
Sin embargo, las cosas transcurrieron alejadas de lo escrito en los manuales, siendo aquélla una de las circunstancias de mi praxis profesional en la que más claramente me he visto compelido a renegar del famoso principio tomista de que la mejor práctica es la teoría.
Así las cosas, cuando remití al banco en cuestión el formato estandarizado de aval que figura en la web de la Agencia Tributaria, lo único que dio lugar a discusión era el hecho de que se señalara su carácter indefinido, algo incomprensible para la mentalidad americana. Allí, en el mundo de los negocios, todo es relativo y eventual, nada es perpetuo y las entidades de crédito, cuando conceden una garantía a una empresa, lo hacen por un plazo determinado, aun estableciendo condicionantes para una renovación automática.
La rata de biblioteca que llevo dentro, no vio impedimento mayúsculo en tal condicionante, si se incluía algún tipo de cláusula de renovación del aval de continuar sub iudice la deuda avalada, por lo que transmití a la matriz -en una de esas innumerables conferencias telefónicas con varias personas al hilo- que así se solicitaría, y que no veía óbice para obtener el nihil obstat de la Hacienda española, ya que ni la ley ni el reglamento que regulan la materia –LGT y reglamento de revisión de 2005, recién aprobado en aquel entonces- imponen plazo alguno. Craso error.
Mi siguiente paso fue acudir a la sede de la ORT a enseñarle el modelo de garantía pactado al entonces Jefe del negociado. En su mesa, además del clásico código tributario macilento que suelen tener los equipos de inspección, únicamente había unas páginas del BOE fotocopiadas, que no acerté a descifrar en una primera ojeada.
Poca gracia le hizo al actuario que la entidad garante no fuera una de las firmantes del convenio de colaboración entre bancos y Agencia Tributaria, y menos aun cuando supo que Bank of America no disponía más que de un Establecimiento Permanente -y no de una filial con personalidad jurídica- en España, aunque me dijo que eso se podría arreglar dando algún tipo de explicación -¡ay, redactar informes, qué pereza¡-.
Ahora bien, lo que iba a ser imposible y en ese momento llegó la expresión de ceño fruncido, era que la garantía ofrecida para obtener la suspensión se concediera temporalmente, aunque se estableciera una cláusula de renovación automática si el pleito continuaba pendiente de resolución. No es no, y además es imposible.
En otras palabras, me debió decir, -y ése fue el instante en el que el funcionario abrió las fotocopias del BOE que, cual texto sagrado y subrayadas en rojo obsesivamente, había en su mesa-, el aval tenía que ser indefinido porque así lo establece taxativamente el artículo Tercero, apartado 4.1.d) de la Resolución de 21 de diciembre de 2005, de la Secretaría de Estado de Hacienda (SEH) por la que se dictan criterios de actuación en materia de suspensión de la ejecución de los actos impugnados. Mira, Esaú, aquí lo pone muy claro. No hay nada que hacer y, si no se incluye esta mención, corres el riesgo de que tengamos que inadmitirte la garantía, con las penosas consecuencias que ello supone y bien conoces –en referencia al inicio del período ejecutivo, los recargos de apremio, etc.-.
Mi maxilar inferior se dejó caer y, tras balbucear algunas palabras de sincero agradecimiento por su deferencia, salí del despacho de la octava planta de la plaza Letamendi mareado y humillado, pensando cómo explicarle a los jodidos clientes yanquis, al CEO, CFO, al Jefe Jurídico Mundial, al Regional Europeo, al de la zona Iberia y a la madre que los parió a todos que, en España, una norma con carácter reglamentario que aparentemente sirve de guía a los funcionarios para unificar las tramitaciones de suspensiones, puede limitar las condiciones de las garantías a ofrecer por parte de un contribuyente más allá de lo establecido en la ley (formal).
En ese momento me di cuenta de que Kelsen -en Montesquieu todavía creo, llámenme rarito- había muerto y de que, en el ámbito tributario, tan o más importantes son las normas de ínfimo rango normativo como el bloque de constitucionalidad entero, el TEDH y el Papa de Roma.
Desde entonces, cada vez me fio menos de Santo Tomás y de Kelsen, y más en mi experiencia y astucia. Y no me quejaría de ello ahora mismo -ya soy un chucho viejo y martagón-, si no fuera porque …
Continuará en 2018: que celebren merecidamente la Natividad del Señor y la llegada de un año nuevo que, espero, reconduzca la situación de mi tierra al Derecho y al amor al prójimo.
Publicado en Iuris & Lex -elEconomista- el viernes 8 de diciembre de 2017.