Cuando este escrito se publique, habré concluido una gira jurídico-circense -en feliz adjetivación que tomo de mi amigo Javier Gómez Taboada- que me ha llevado por varios puntos de España a cuento de las leyes nº 39 y 40 de 2015 y su afectación al ámbito tributario.
Después de mucho reflexionar, las conclusiones que extraigo no pueden ser más decepcionantes. Estas normas, que en palabras de sus respectivas exposiciones de motivos, tienen como voluntad subsanar las duplicidades e ineficiencias y el anquilosamiento de la legislación anterior, regulando separadamente las relaciones administrativas “ad intra” -entre administraciones públicas, a través de la ley 40- y “ad extra” -entre AP y ciudadano, ex ley 39- .
Esa apriorísticamente sensata separación, llevada al terreno de los hechos supone un palmario caso de esquizofrenia jurídica, como muy bien la ha catalogado el magistrado José Ramón Chaves, creando una serie de incongruencias que veremos cómo se subsanan en la praxis futura.
A veces es difícil discernir en una concreta norma cuál es la voluntad del legislador, pero a lo que ya nos estamos acostumbrando lamentablemente en el ámbito de las relaciones entre la AP y los administrados -las leyes antes citadas nos denominan, asépticamente y por una absurda cuestión de género personas. y no ciudadanos- es a que existan una serie de motivos aparentes para el nacimiento de normas que encubren, a su vez, otras motivaciones reales, de mayor peso, que se ocultan.
Lo diré claro: el legislador nos intenta engañar, al modo en que vive engañado el príncipe Segismundo de la magna obra de Calderón cuando, encadenado y vestido de pieles proclama: “qué delito cometí contra vosotros naciendo (…) ¿Qué ley, justicia o razón negar a los hombres sabe privilegio tan suave, excepción tan principal, que Dios le ha dado a un cristal, a un pez a un bruto y a un ave?”.
En efecto, aunque oníricamente las leyes administrativas mencionadas tengan la laudatoria voluntas legis citada -mejora y modernización de la relación administrativa- su intencionalidad es más aparente que real. Así, el informe de expertos –conocidos por el acrónimo “CORA”- del que se parte, yerra en sus apreciaciones sobre la situación del derecho administrativo: ni existía duplicidad alguna, ni redundancias ni multiplicidad de normas. Más al contrario, se ha empeorado una normativa poco discutida, creando dos leyes que afectan sensiblemente al entramado competencial previsto en la Constitución, en lo que parece un intento del Estado de redirigir las actuaciones de otros entes administrativos –como las Comunidades Autónomas, los entes locales y otros órganos constitucionales-.
De la misma manera, se crea una normativa inabarcablemente reglamentista, que bajo el manto de no dejar ningún aspecto a regular en el tintero, exhala un tufo de congelación de rango con el objetivo de evitar, sibilinamente, que un (futuro) poder ejecutivo pueda variar su contenido lábilmente.
Pero donde más se percibe esa oculta intencionalidad es en las relaciones de la AP con el ciudadano, aspecto en este en el que se podría parte de la calderoniana conversación de Rosaura con Segismundo: “y por si acaso mis penas pueden aliviarte en parte, óyelas atento, y toma las que de ellas me sobraren”.
Así, so pretexto de modernizar las relaciones administrativas, se configura un primer paso hacia la administración electrónica obligatoria que produce pánico. Así las cosas, se amplía el espectro de obligados a relacionarse electrónicamente a entes sin personalidad jurídica, como si una construcción jurídica automática como es una CB se pueda comparar con una SA; a profesionales en ejercicio de su actividad, incluyéndose no solo abogados, notarios y registradores -y no a economistas, curiosamente- sino también a arquitectos ¿y a médicos?, dejando al desarrollo reglamentario -¡por cualquier tipo de administración, por sectorial o minúscula que sea!- una ampliación a todo espectro de obligados que se considere preparado para las nuevas tecnologías.
A fortiori, se menosprecian sendas instituciones -que dejan de ser consideradas como tales, para pasar a ser tratadas como meras especialidades del procedimiento administrativo común- tan basilares como son el procedimiento sancionador y la responsabilidad patrimonial del Estado, estableciéndose en este último caso una absurda obligación previa a la declaración de responsabilidad de haber alegado el posible quebrantamiento de los derechos y libertades constitucionales o comunitarios en la vía judicial precedente, lo que puede dar lugar a que los escritos de los letrados -ya abultados de por sí por pura deformación profesional y para que el juzgado de turno no mengue la cuantía de las costas- pasen a ser verdaderas enciclopedias en las que se vean quebrantamientos de derechos fundamentales por todas partes, como aquel niño de la película que veía muertos.
Es la implementación del Gran Hermano electrónico lo que más preocupa, desde el pasado octubre, a los profesionales que defienden los intereses de los ciudadanos frente al monstruo administrativo pero, más allá de esas dudas iniciales, lo que nos quedará será una ampliación de las facultades tradicionalmente exorbitantes de la AP hasta puntos ahora inalcanzados, en lo que parece un viaje sin retorno hacia la liliputización de los derechos de los administrados.
Y es que, como ya decía una copla secular del siglo XV, “soñaba yo que tenía/alegre mi corazón;/mas a la fe, madre mía/ que los sueños sueños son”.
Publicado en Iuris & Lex (elEconomista) del pasado día 9 de diciembre de 2016.