Al poco de iniciarse en “lo” tributario, uno empieza a aprehender los rasgos propios de esta rama del Derecho, que tanto la alejan de otros sectores jurídicos.
Así, mientras que la relación en el ámbito privado es entre iguales, en el ámbito tributario encontramos una relación entre un ser dotado de facultades exorbitantes y un ínfimo David al que, además, se le ha acabado llamando legalmente “sujeto pasivo” como si su función nuclear fuera, meramente, desabrocharse la bragueta ante la lujuriosa embestida administrativa.
Del mismo modo, mientras en otros sectores del ordenamiento los abogados centran su labor en la defensa, asesoramiento e interpretación de la jurisprudencia relativa a una normativa habitualmente estable, los profesionales que nos dedicamos a la tributación –en la que el mestizaje entre economistas y abogados es común- desayunamos dedicando un tiempo a una lectura prusiana de cualesquiera sección de los diversos boletines oficiales del Reino, para continuar el ágape rastreando posibles novedades en la normativa interna de la administración –léanse instrucciones, circulares, órdenes, resoluciones…-, finalizando el día con una exquisita cena a base de las últimas consultas, jurisprudencia nacional e internacional y buscando las referencias al último Consejo de Ministros, no vaya a ser que al día siguiente –habitualmente, festivo- salga una ley por la puerta trasera y de aplicación retroactiva.
Y además, claro está, tenemos que asesorar a los clientes, defenderlos e intentar generarles la certidumbre que toda transacción económica demanda, sin incurrir en las crecientes responsabilidades que tal asesoramiento puede conllevar, desde las propiamente civiles hasta las penales, pasando por las relativas al blanqueo de capitales.
Ante tamaño reto, no debería extrañar que la grey tributaria –en palabras de Navarro Sanchís- nos soliviantemos a la mínima frente a la administración, lo que a veces nos lleva a situarnos en planteamientos maximalistas, enrocándonos en defensas numantinas ante molinos de viento. Pecamos de exceso de celo, es cierto, pero también lo es que nuestra postura no deja de ser una aplicación del principio que, en términos veterotestamentarios, se conoce como ley del talión.
Toda esta entradilla preludia una lectura ciertamente exagerada que se ha realizado en ciertos foros de la resolución de la Audiencia Nacional de 23 de diciembre de 2013 –recurso nº 14/12-, que trata la deducción de cuotas de IVA soportadas por la adquisición de entradas para espectáculos deportivos para atender a terceros, gastos de alojamiento, restaurantes y otros gastos de atención a clientes.
La sentencia en cuestión no carece de relevancia pues, una vez más, recuerda a la administración que la tajante no deducibilidad de este tipo de gastos que se derivaría de una aplicación estricta de los números 3, 4 y 5 del apartado Uno del artículo 96 de la Ley del IVA no es tal, al haber sido reinterpretados esos preceptos –o derogados tácitamente, como se quiera- por la inveterada resolución del Tribunal de Justicia de las Comunidades Europeas de 19 de septiembre del 2000 -asuntos C177 y 181/99- en el sentido de que “no constituye un medio proporcionado al objetivo de lucha contra el fraude y la evasión fiscal, y afecta excesivamente a los objetivos y principios de la Sexta Directiva, una normativa nacional que excluye del derecho a la deducción del IVA los gastos de alojamiento, restaurantes, recepciones y espectáculos, sin que el sujeto pasivo tenga la posibilidad de acreditar la inexistencia de fraude o evasión fiscal a fin de acogerse al derecho a la deducción”.
Pero de ello no se deriva, como he podido leer, que ahora exista barra libre para la deducción de las cuotas de IVA de esos gastos, sino que el contribuyente tendrá un básico derecho a acreditar que se realizaron en el ejercicio de la actividad económica, como atención a clientes, para visitar a proveedores o mostrar sus productos.
Más bien, lo que denosta la sentencia en cuestión es algo que ya se combate por la jurisprudencia desde antiguo: ciertos automatismos en el quehacer de la administración tributaria que, al aplicarse, dejan al contribuyente inerme e indefenso. De este modo, “es justamente esa rotundidad (…) sin dar oportunidad al obligado tributario a justificar en qué medida esos gastos eran necesarios para el ejercicio de su actividad profesional, lo que determina una quiebra del principio de neutralidad del IVA, que nos conduce, directamente, a la estimación del recurso”.
Así las cosas, la primera enseñanza es que la exclusión de la deducibilidad del IVA no puede ser automática, de modo que es tarea del empresario guardar los máximos justificantes posibles de que tales gastos están afectos a su actividad económica, aunque sean entradas de toros o de la Champions League; en el otro lado de la balanza, será función de la administración cotejar que esa supuesta conexión con la explotación empresarial sea cierta y, solo en caso contrario, podrá plantearse si el contribuyente ha actuado de forma negligente, en cuyo caso cabrá la apertura de un expediente sancionador.
Todo ello, sin que el actuario parta de planteamientos apodícticos que, a veces, tienen su origen en que, por su condición funcionarial, aquél no puede aplicar a sus propios emolumentos –sometidos a la encorsetada fiscalidad de los rendimientos del trabajo- ninguna economía de opción.
Ya se sabe, el hombre es envidioso por naturaleza pero, en el pecado, llevamos la penitencia.
Publicado en la revista Iuris&Lex -elEconomista- el pasado 14 de febrero de 2014.