Se califica como fallo salomónico aquella decisión o resolución de un árbitro o juez que, buscando dirimir el conflicto planteado, pretende ofrecer una solución de equilibrio que contente, siquiera sea parcialmente, a ambas partes enfrentadas (con la lógica insatisfacción para las partes, obviamente, por no haber conseguido una resolución plenamente favorable a sus intereses y/o demandas).
Realmente, esta definición es una demostración de cómo la ignorancia o la persistencia en un error nos llevan a cambiar totalmente el sentido de los términos, con especial vergüenza para los miembros de la Real Academia Española de la Lengua (RAE).
El término deriva de rey Salomón de Israel quien, entre otras razones, destacó porque dotado o agraciado con el don divino de la Sabiduría, lejos de conformarse con equidistancias y demás componendas, aspiraba a la Justicia, a saber discernir entre lo correcto y lo incorrecto. Prueba de su condición de sabio es el conocido juicio narrado en la Biblia (Primer Libro de Reyes, 3, 16-28) en los que dos mujeres le plantean que resuelva, en aquel entonces y con los medios a su alcance, cuál de ellas es la verdadera madre biológica del bebé que le presentan en disputa.
En contraste con Salomón, los jueces y árbitros existentes en la actualidad se deslizan más por la pendiente de la equidistancia y una cierta aspiración al “salomonismo” (en el uso vulgar e inadecuado del término) que a la búsqueda de la Justicia.
Digo esto tras conocer el contenido de la reciente Sentencia de fecha 6 de octubre de 2015 del Tribunal de Justicia de la Unión Europea, Asunto C-69/2014, que se pronuncia acerca de la negativa de la administración competente de Rumanía a determinada devolución de ingresos indebidos. En concreto y de forma muy resumida, la cuestión planteada es que un ciudadano había solicitado que le devolvieran cierto impuesto sobre matriculación de vehículos que, con posterioridad a la resolución de su recurso contra la citada liquidación, había sido declarado contrario al Derecho de la Unión Europea.
Resulta sumamente interesante la lectura de los apartados relativos al fondo de la cuestión (párrafos 23 a 41, ambos inclusive).
Inicia el Tribunal reiterando que el derecho de los ciudadanos a obtener la devolución de los impuestos percibidos por un Estado miembro infringiendo las normas del Derecho de la UE es la consecuencia y el complemento a las disposiciones del Derecho de la Unión que prohíben estos tributos. Por lo tanto, en principio, los Estados miembros estarían obligado a devolver los tributos recaudados en contra de lo dispuesto en el Derecho de la Unión. No sólo eso, “además, cuando un Estado miembro ha percibido impuestos infringiendo las normas del Derecho de la Unión, los justiciables tienen derecho a la restitución no sólo del impuesto indebidamente recaudado, sino también de las cantidades pagadas a dicho Estado o retenidas por éste en relación directa con dicho impuesto”, sin olvidar, los eventuales intereses que correspondan.
Ahora bien, preparando el terreno para lo que vendrá, el Tribunal advierte que, dada la inexistencia de una normativa de la Unión en materia de devolución de ingresos indebidos (¡qué casualidad, aquí no hay armonización!), corresponde a cada uno de los Estado miembro establecer en su normativa interna los procedimientos y mecanismos oportunos.
Retomando el criterio pro-contribuyente, el Tribunal advierte que la normativa interna debe respetar dos principios básicos del Derecho de la Unión; el principio de equivalencia (el procedimiento o mecanismo que establece el derecho interno no debe ser menos favorable que para recursos semejantes) y el principio de efectividad (no debe hacerse imposible en la práctica o excesivamente difícil el ejercicio de los derechos conferidos por el ordenamiento jurídico comunitario). Eso se traduce en que, el hecho que el Tribunal de Justicia de la Unión Europea se pronuncie sobre una norma interna no debe ser causa para que se apliquen efectos jurídicos diferentes a lo que sucedería cuando, en el propio Derecho interno, se predica la nulidad de una norma, disposición o acto administrativo.
Hasta aquí íbamos bien. El problema para este ciudadano es que existía ya una resolución judicial firme que obligaba al pago del impuesto. Y claro está, como claramente señala el Tribunal “procede recordar la importancia que reviste tanto en el ordenamiento jurídico de la Unión como en los ordenamientos jurídicos nacionales el principio de fuerza de cosa juzgada. En efecto, con el fin de garantizar tanto la estabilidad del Derecho y de las relaciones jurídicas como la buena administración de la justicia, es necesario que no puedan impugnarse las resoluciones judiciales que hayan adquirido firmeza tras haberse agotado las vías de recurso disponibles o tras expirar los plazos previstos para dichos recursos.”
En palabras llanas, cuando un tema está cerrado, definitivamente, no cabe volver atrás. De alguna manera estamos reforzando la idea que el transcurso del tiempo cierra los expedientes, con independencia de la conformidad a Derecho de lo sucedido en tiempos pretéritos. De la misma manera que, la institución de la prescripción debería salvaguardar al ciudadano de que le exijan regularizar su situación respecto de ejercicios y resoluciones firmes, tampoco cabría exigir a la Administración que regularice hechos contrarios al Derecho de la Unión. Otra cosa es cuando se rompen las reglas de juego y el principio de fuerza de cosa juzgada ya no aplique para una parte en determinados supuestos (por ejemplo, la imponer la imprescriptibilidad a favor de la Administración tributaria en ciertos supuestos).
En definitiva, el TJUE se pronuncia afirmando que, aunque una norma o una resolución interna fuese declarada incompatible con el Derecho de la Unión, ello no necesariamente debería surtir efectos en relación a aquellos procedimientos judiciales que han devenido firmes (es decir, no debería ser objeto de reapertura o revisión) siempre y cuando, la regulación interna del Estado Miembro no disponga lo contrario. Ante este desalentador resultado para el contribuyente, en el párrafo 40 de su Sentencia, el Tribunal, salomónicamente, apunta que “los particulares no pueden verse privados de la posibilidad de iniciar un procedimiento de responsabilidad patrimonial del Estado a fin de obtener por este medio una protección jurídica de sus derechos”. Cuestión distinta es si se logrará o no.
En la práctica, lamentablemente, los ciudadanos o contribuyentes suelen renunciar o ni siquiera contemplan la posibilidad de exigir la lógica responsabilidad patrimonial a la Administración por la realización de actos contrarios a la Ley, con independencia de que los actos administrativos y judiciales hayan devenido firmes.
La doctrina o criterio del TJUE es ya habitual en nuestro ordenamiento, siendo ya normal que se limiten a los expedientes que no hubiesen devenido firmes los efectos de las normas declaradas por los órganos jurisdiccionales competentes como nulas o contrarias al Derecho. Entre otras, en el ámbito interno, recordemos la reciente Sentencia de fecha 18 de marzo de 2015 del Tribunal Constitucional en relación a la exigencia legal de la residencia fiscal en la Comunidad Autónoma de Valencia para aplicar determinada bonificación en el Impuesto sobre Sucesiones y Donaciones de dicha Comunidad o la controversia generada tras la declaración como contrario al Derecho de la Unión del Impuesto sobre las Ventas Minoristas de Determinados Hidrocarburos («céntimo sanitario»).
En cualquier caso, el hecho de que sea una doctrina consolidada no es suficiente para que me conforme y acepte que, de forma tácita, la Administración tenga la capacidad de elaborar, aplicar y ejecutar disposiciones susceptibles de nulidad y que, gracias a un sistema judicial lento e ineficaz, consiga que gran parte de los actos administrativos devengan firmes pura y simplemente en virtud del transcurso del tiempo, consolidando el ilícito y con la consiguiente impunidad, sin asumir las normales responsabilidades y la adecuada compensación a los contribuyentes-ciudadanos perjudicados.
Pero claro está, la gran mayoría de magistrados, jueces y árbitros, como humanos que son, seguramente no responderían de la misma manera que Salomón lo hizo a la pregunta y ofrecimiento que Dios-Yahvé le efectuó:
«5. (…) Dios le dijo: «Pídeme lo que quieras».
(…)
9. Concede entonces a tu servidor un corazón comprensivo, para juzgar a tu pueblo, para discernir entre el bien y el mal. De lo contrario, ¿quién sería capaz de juzgar a un pueblo tan grande como el tuyo?».