El atrayente título de la reflexión a la que ahora doy inicio no es sabiduría propia, sino que nace del punto 2 de un documento emitido por la organización de inspectores de hacienda el pasado 14 de marzo y que al que se puede acceder a través del siguiente enlace: http://www.inspectoresdehacienda.org/index.php/documentos
En dicho escrito, de forma un tanto vehemente y desde una postura más judicial que administrativa o funcionarial, se repasan los males que padecen los actuarios del fisco en la lucha contra el fraude.
No son desacertados los tres puntos «negros» en que se desglosa ese apartado 2º: la diferencia de trato que reciben los contribuyentes en función de la cuantía o naturaleza de sus rentas, lo inadecuado de los celebérrimos «objetivos» y la falta de medios de la inspección. No se comparte, sin embargo, el prisma desde el que se miran esas ineficacias, sin ver la viga en el ojo propio.
Es cierto, así, que en las inspecciones «hay clases». Tanto en lo que respecta al número de actuaciones (los inspectores se quejan amargamente de que no hay medios para comprobar adecuadamente a las multinacionales y de perseguir el fraude organizado) como en el trato personal.
Y es que no es lo mismo pisar la Administración de Carabanchel, o la de L´Hospitalet de Llobregat, que la Oficina Nacional de Inspección de la calle Llançà de Barcelona o la calle Infanta Mercedes. Es humano. Los funcionarios no son autómatas, y el trato personal con profesionales altamente especializados no es el mismo que con personas legas en Derecho y que muchas veces llegan contrariadas por los desmanes de RITA, que los hay.
Paso horas en delegaciones de barrio, esperando, contemplando como un anciano ante unas obras. Muchas veces estoy atento a conversaciones, a los consejos que los pobres funcionarios intentan hacer entender a los contribuyentes. A veces, con ganas de intervenir y convertirme en una especie de El Zorro tributario. También detecto a esas personas que se hacen las estúpidas para sacar alguna dádiva, conseguir un aplazamiento o negar que han hecho mal las cosas.
Pues bien, ese modelo de Administración de barrio está desfasado. El contribuyente de un nivel socio-económico bajo debería disponer de un servicio de Administración gratuito y eficiente. Una ventanilla única desde la que poder cumplir fácil e inmediatamente sus múltiples obligaciones. Así, ganaríamos todos: Hacienda liquidaría y el administrado estaría contento y, quizás, más orgulloso que ahora de pertenecer a una organización social eficiente.
El segundo punto que tratan los actuarios del fisco, el de los objetivos, es uno de esos temas que repugna a toda lógica. Desde que el ínclito Borrell fijó esa variable económica en el sueldo de los funcionarios, es conocido por los que nos dedicamos a esto que el objetivo último del inspector con el que uno se enfrenta será cumplir el mínimo fijado en esa actuación para conseguir la dichosa variable. De ahí, surgen inspecciones ineficientes, que a veces se paran en lo más evidente y otras veces retuercen argumentaciones para llegar a la cifra mínima.
Ése no puede ser el camino. El cuerpo de los inspectores goza de prestigio social, son personas altamente especializadas, con conocimientos muy vastos de derecho tributario y no puede ser que su brillantez se tire por la borda por la búsqueda de unos euros de más en su nómina, postrando a veces al contribuyente en situaciones de manifiesta indefensión al partir muchas veces de lo que el magistrado Navarro Sanchís ha llamado «culpabilidad por exclusión» o presunción de culpa ante la que nada de lo que se alegue servirá de nada.
Yendo más allá, el modelo de resolución de las actuaciones de comprobación es nocivo. Las actas no deberían ser con conformidad o en disconformidad. Deberían ser, simplemente, actas. Si el administrado las paga en plazo gozará de unas reducciones, y punto. Los informes de disconformidad son un corta y pega de las actas en disconformidad. Puro formalismo.
Y las actas de conformidad no deberían existir porque denotan una conformidad con los hechos que no es real. Aunque muchos jueces no son conscientes -porque no lo viven- de que los ciudadanos se ven coadyuvados a firmar en conformidad. ¿Cómo? Muy sencillo. El actuario solo tiene que «recordar» al contribuyente que si firma en disconformidad la sanción puede pasar del 50 al 100% o que el jefe le puede obligar a aplicar algún criterio de graduación. ¿Por qué? Pues porque el actuario que redacta el acta en conformidad presume que no se va a recurrir y le echa menos horas al texto. Además, por el mismo precio y por idéntico motivo, fundamenta de forma más somera el expediente sancionador.
Lo expuesto es la triste realidad de las actuaciones de comprobación, hasta el punto de que, si algún barbilampiño asesor se atreve a plantear la firma de un acta en disconformidad, muchos funcionarios veteranos de las delegaciones provinciales apuntan que jamás han llegado a esos extremos, con esa cara de condescendencia ante la pueril propuesta. Pobrecillo, debe de ser novato, se refleja en sus caras.
De las actas con acuerdo no hablaré porque son un Objeto Virtual No Identificado. Uno de esos edificantes regímenes que se le habrá ocurrido a algún progre de esos que ahora se niegan a llevar casco cuando van en bicicleta.
El último punto que tratan los actuarios en su texto se refiere a que la inspección no pisa la calle. Se les utiliza más con fines puramente recaudatorios que policiales, pudiera decirse. No se busca atajar el fraude sino recaudar. Es cierto, no lo negaré, aunque no voy a llegar a lo que hace poco exclamaba Ferreiro, en el sentido de que deberían llevar pistola en defensa del interés público. No me los imagino con pistola, como ya casi ni recuerdo el tricornio que llevaban hasta hace no mucho los tres beneméritos que sobreviven en la Delegación central de Barcelona, dignos de viñeta de Forges, con carajillo de coñac incluido.
A mí, sobre la praxis funcionarial me preocupa más el uso abusivo de los plazos y formalismos del procedimiento inspector, sin olvidar la temida recalificación de los hechos regularizados.
En efecto, cualquier excusa sirve para incluir en las diligencias la coletilla de que existe una dilación imputable al contribuyente. Para muestra, un ejemplo vivo: en una inspección que está en curso, el actuario me descuenta los días entre diligencia y diligencia porque, a pesar de haberle aportado todo lo pedido, no le contesto todas las preguntas que plantea. Como si el administrado tuviera una obligación inexcusable de contestar a todas las cuestiones de forma inmediata, como si de un interrogatorio de una película de Tarantino se tratara.
Por lo que se refiere a la recalificación, arma perfectamente admisible en condiciones normales, se ha convertido en un instrumento para postrar al contribuyente en una manifiesta indefensión, de modo que se ha pasado de la posibilidad de aplicar economías de opción a una presunción de fraude generalizada y ante la que poco se puede hacer.
Todo ello ha llevado a que no solo pueda considerarse caduco el procedimiento inspector, sino la relación jurídico tributaria en sí misma considerada porque, en cierto modo, la Administración también defrauda a sus ciudadanos con su forma de actuar.
Es preciso un cambio de paradigma, en el que las partes en el proceso -contribuyente y Administración- se guien por otros criterios que no conduzcan a la actual situación de conflictividad manifiesta.
Para llegar a ese punto deberían reformarse muchos regímenes que potencialmente son generadores de fraude, limitando en paralelo ciertas facultades exorbitantes de la inspección, pero esa no es la moda actual: la Ley de Derechos y Garantías queda muy lejos -como también ha denunciado con hastío el magistrado antes citado- y ahora se ha sustituido por un fraude institucionalizado, que practica hasta el propio gobierno a la hora de contabilizar los ingresos públicos, tal y como denuncia Falcón y Tella en su artículo titulado «Una contabilidad pública creativa: el milagro de los panes y los peces» -QF 8/13-.
El algoritmo es muy sencillo: Si sumamos al hecho de que el propio ejecutivo oculta los datos reales del déficit a las autoridades europeas, otro hecho como es que la administración retuerce la norma para recalificar al contribuyente y sancionarle a todo trance y a ello le añadimos que el ciudadano se siente atrapado en un alud de obligaciones pero a la vez se le permite aplicar ciertos regímenes ventajosos que luego resultan podados por la vía de los hechos, obtenemos un cóctel de inseguridad jurídica que tiene un efecto resaca muy desagradable.
Esto me lleva a recordar alguno de los pasajes del libro de viajes de Leandro Fernández de Moratín, cuando rememora su estancia en Nápoles entre los años 1793 y 1797: «así como el pueblo romano necesita panen et circenses, se dice que el de Nápoles necesita farina, furta e festini (harina, horca y fiesta). (…) Yo diría que necesita buen gobierno, educación y ocupación. Si hay delitos en esta clase de gentes, atribúyase al abandono en el que están, o por mejor decir, agradézcaseles que sean más delincuentes. Ciudadanos infelices (…) sin estímulos para las acciones útiles a la sociedad; condenados a vivir envilecidos; !se admiran de que comentan delitos!».
Pues eso, mutatis mutandis…Las menciones divertidas e ignominiosas que se vierten sobre los abogados napolitanos las dejo para otro día.
Blanco y en botella. Cuando estos caballeros publiquen los datos de lo que es lo que en realidad recaudan como fruto de su actividad de comprobar e investigar -la diferencia entre lo que ingresan y lo que tienen que devolver como consecuencia de las liquidaciones que les tumban en sus propios tribunales y en el contencioso- pueden empezar a hablar de eficacia, a ver si es verdad. Mientras tanto, calladitos lucen mejor. Y que no comparen sus datos y supuestas necesidades de personal con las de otras Administraciones en las que las autoliquidaciones no son la norma ni disponen de un empleado como RITA, que, sin duda, es un orgullo nacional. Hacen bien, eso si, en quejarse de la carencia de una policia fiscal en condiciones, pero mientras no reformen el supuesto sistema de administrar la justicia tributaria… a otro perro con ese hueso. Ha de llegar el momento en el que alguien les saque los colores ante el Tribunal Europeo de Derechos Humanos que, estoy seguro, cuando se le expliquen las condiciones en las que un contribuyente se enfrenta en esta tierra a un procedimiento tributario y, sobre todo, a un eventual recurso -primero administrativo y luego contencioso- sin duda ninguna lo ha de declarar contrario a la dignidad de la persona.
Interesante reflexión.