Mucho se habla, en los círculos que estudian la relación jurídico-tributaria, sobre la doctrina de los actos propios o, si se quiere, el precedente administrativo. Tanto es así que no hay congreso tributario que se precie de tal en el que no reserve una ponencia a debatir acerca de este concepto, aparentemente convencional y milenario.
La discusión puede parecer bizantina, pues la doctrina de los actos propios proviene del derecho romano siendo un lugar común en la ciencia jurídica el uso del brocardo venire contra factum proprium non valet, lo que significa que las partes de una relación jurídica, ora privada, ora pública, no podrán llevar a cabo actuaciones que supongan alzarse contra los criterios o decisiones que se han expresado en actos o hechos anteriores.
En efecto, en las relaciones jurídico-privadas encontramos implícito ese principio en la conocida cláusula rebus sic stantibus del artículo 7.1 Código civil, en virtud de la que las partes no pueden renunciar a lo pactado, salvo modificación posterior de las circunstancias, por exigencias de la buena fe.
En el ámbito administrativo este principio es de radical importancia, pues nos encontramos con una relación entre partes ontológicamente desiguales y su aplicación supone un contrapeso a las exorbitantes facultades de autotutela con que el ordenamiento jurídico dota al funcionamiento de la Administración Pública para declarar, ejecutar y sancionar.
Como manifestó el magistrado Navarro Sanchís en esta tribuna, “este principio, obvio es señalarlo, emparenta con los de confianza legítima, buena fe y cosa juzgada administrativa” por lo que un primer sustento legal de su vigencia y aplicación en las relaciones tributarias lo encontramos, además de en el precepto citado de la norma civil, de aplicación supletoria, en el propio artículo 3 de la Ley 30/1992. Pero es que, más allá de la legislación ordinaria, la razón de ser que sustenta la doctrina de los actos propios se encuentra en el principio de seguridad jurídica al que sirve, que viene proclamado en el artículo 9.3 de nuestra Carta Magna.
No se entienda con ello que la actuación de la administración debe permanecer encorsetada a lo previamente dictado, esto es, a una inmutabilidad manifiesta. Lo que quiere evitarse con este principio precisamente es la arbitrariedad en la confección del acto administrativo y de esta manera, conseguir el sometimiento de la Administración a las normas de jerarquía y legalidad y, por eso, en la propia norma administrativa señalada también se permite a la Administración separarse del criterio seguido en actuaciones precedentes, en cuyo caso el acto administrativo deberá ser cuidadosamente motivado (art.54).
Dicho todo lo anterior, el Tribunal Supremo ha dictado recientemente dos sentencias en las que aplica la doctrina de los actos propios con soluciones opuestas.
En la primera, del pasado 8 de junio, en contra de las pretensiones de la Administración Tributaria –casación 1307/2014-, al considerar inadmisible “en nuestro sistema jurídico que, comprobado un ejercicio tributario en el que se aplica un beneficio fiscal por la reinversión de ganancias extraordinarias obtenidas mediante la transmisión de determinados bienes, después en ejercicios sucesivos se niegue la ventaja generada por la enajenación de bienes de la misma naturaleza y ubicación, hurtándoles una condición (la de inmovilizado material) que la propia Administración asumió al comprobar regularizaciones de balances previas”.
Ello es así porque “en la tensión entre legalidad y seguridad (nuestra jurisprudencia) se ha inclinado por esta última cuando, mediante actos inequívocos anteriores, manifestados de forma expresa, tácita o implícita, la Administración adopta una determinada decisión de la que, después, de una manera u otra se desdice en el acto impugnado”.
El Tribunal lleva al extremo la justicia material al aplicar la doctrina de los actos propios sobre actos implícitos pues, en el caso de autos, las comprobaciones anteriores consideradas como precedente administrativo no se referían a los mismos bienes que dieron lugar al beneficio fiscal pretérito, sino a otros de igual naturaleza y ubicación.
Ello no ocurre en otra resolución del propio TS del 10 de julio –casación 1516/2013-, en la que se considera como “acto propio” del contribuyente su previa conformidad “puesta de relieve en la firma de la diligencia y del acta en las que reconoce su aquiescencia respecto de los días de dilación y de los hechos descritos en el acta y consideraciones jurídicas de las que se deriva la liquidación propuesta constituye un verdadero y auténtico factum proprium contra el que ahora no puede alzarse”.
Esta última decisión es muy discutible, no ya desde la perspectiva de la sensible posición del contribuyente en la relación tributaria, que le permite realmente pocas posibilidades de moverse dentro de la buena fe, sino desde un punto de vista fáctico pues, en la gran mayoría de procedimientos tributarios, el contribuyente se ve compelido a la firma en conformidad de cuantos documentos se le presenten, so pena de aumentarle el quantum económico de las liquidaciones y sanciones definitivas.
Juzgar desconociendo la praxis es un ejercicio de frivolidad alejada de los postulados de A.Macintyre, para quien “la única función del TS debe ser la de mantener la paz entre grupos sociales rivales que apoyan principios de justicia rivales e incompatibles, ostentando en sus fallos la imparcialidad que consiste en andar entre dos aguas”.
Publicado en Iuris&Lex (el Economista) el 11 de septiembre de 2015.
Interesante artículo!