Aplazamientos y fraccionamientos en peligro de extinción

La adecuada definición de esas zonas grises del ordenamiento, siempre tan propicias para la confusión y el enredo, constituye un agudo tormento, como ocurre con el derecho al aplazamiento y fraccionamiento del pago de deudas tributarias. Sí, han leído bien, se trata de un derecho subjetivo de contenido concreto.

Para evitarnos explicaciones que exceden de las modestas pretensiones de estas líneas, digamos que el aplazamiento y el fraccionamiento son dos modalidades de un mismo instituto jurídico, tanto en el ámbito de aplicación material, como en lo concerniente a sus aspectos procedimentales (CALVO ORTEGA, 2006). Si el primero supone una ampliación temporal del plazo para hacer efectivo el pago, el segundo constituye una distribución o un reparto de dicha obligación en las condiciones establecidas en el acuerdo que, en su caso, se disponga.

Puede afirmarse, haciendo nuestros los términos utilizados por SAINZ DE BUJANDA en su crítica a los vínculos concéntricos de NAWIASKY, que se trata de un modelo de relación con presupuesto legal propio, teleológicamente concebido por el ordenamiento como un instrumento para dar efectividad a la obligación tributaria en sentido patrimonial, es decir, para lograr que esta última se realice por medio del pago.

No estamos ante una potestad discrecional; no al menos en su totalidad (dejemos de lado la extensión temporal); la concesión es (o debería ser) indefectible, si concurre el presupuesto habilitante, consistente, en su dimensión formal, en la solicitud (con todos sus pronunciamientos, ex artículo 46 del RGR), y en su dimensión material, en la existencia acreditada de dificultades de tesorería (cfr. artículo 65.1 de la LGT). Destacando, naturalmente, la suficiencia de la garantía ofrecida, cuando sea obligada, para que el crédito público quede a salvo de riesgos.

Se trata de enfrentar el dilema de si la situación abordada en cada caso es coyuntural o responde a motivos estructurales, pues aquel es el núcleo del presupuesto del derecho, radicando su fundamento en facilitar el pago en aquellos casos en los que el deudor incurra en la situación determinante. No se olvide que, en palabras del profesor CALVO ORTEGA (2006), estamos ante “una medida de ajuste de la capacidad económica del deudor tributario, que tiene en cuenta circunstancias concretas de éste en un momento dado, siempre posterior a aquel en que se manifestó la capacidad económica o en el que surgió la obligación del colaborador de realizar el ingreso. Viene, pues, a introducir una nota de flexibilidad y equidad en las relaciones tributarias sin lesionar el derecho del acreedor, contribuyendo a la mejor realización de la justicia”.

Y en este contexto, para huir de la tentación de acudir al socorrido mantra de que Hacienda no está para financiar a los contribuyentes, conviene recordar que en la actividad financiera pública domina la noción de servicio dirigida a la realización de fines de interés general.

Con otras palabras, la Administración tributaria no actúa por un interés propio o particular, o en defensa de algo “suyo”, sino que, como es sabido, sirve con objetividad los intereses generales, con sometimiento pleno a la ley y al Derecho (artículos 9.1 y 103.1 de la CE), lo que le impone una tutela efectiva de los derechos de los contribuyentes.

Se ha llegado a afirmar, con fundamento, respecto a la realización práctica de estos derechos a diferir el pago de deudas tributarias, que “la denegación debería ser la última posibilidad, es decir, que debiera concederse, incluso en los supuestos de dificultades estructurales si el obligado al pago acompaña una garantía suficiente (económica y jurídicamente) que asegure la efectividad del crédito tributario”, habida cuenta de que el interés público radica precisamente en su satisfacción (MORENO FERNÁNDEZ, 1996).

Y así es como llegamos a las severas restricciones que abocan a esta institución a una estrechez rayana en la extinción, en unas circunstancias poco propicias.

Ya en el Real Decreto-ley 3/2016, de 2 de diciembre, se limitaron las posibilidades de solicitar estas medidas de alivio en relación con las retenciones, el IVA (luego moduladas por la Instrucción 1/2017, manifiestamente contraria a lo dispuesto en el artículo 62.2 de la LGT), los pagos fraccionados del IS, así como las deudas resultantes de la ejecución de resoluciones administrativas o judiciales firmes, total o parcialmente desestimatorias, cuando hayan sido objeto de suspensión, en un paradigma de sanción impropia a quiénes se han limitado a ejercer un derecho fundamental conforme a la legislación vigente. No me extiendo.*

Luego vino la Ley 11/2021, de 9 de julio, reactiva a la doctrina jurídica del Tribunal Supremo, que reformó el artículo 161.2 de la LGT para establecer que la presentación de una solicitud de aplazamiento, fraccionamiento o compensación en período voluntario impide el inicio del período ejecutivo durante la tramitación de los expedientes, pero arranca cuando anteriormente se hubiera denegado, respecto de la misma deuda tributaria, otra solicitud previa en periodo voluntario habiéndose abierto otro plazo de ingreso sin que se hubiera producido el pago; si bien se mantiene la necesidad de notificar resolución sobre la solicitud reiterada antes de iniciar el procedimiento de apremio (Res. TEAC de 17 de febrero de 2022; RG 4766/2019).

Pero aún hay más, circula un proyecto de Real Decreto, de 17 de junio de 2022, por el que se pretende perpetrar la modificación del apartado 2 del artículo 62 del Reglamento del IRPF, enlodando el arraigado fraccionamiento en dos plazos que se puede solicitar al presentar la autoliquidación en periodo voluntario (60 por ciento del resultante al finalizar el mencionado plazo y el 40 por ciento restante el 5 de noviembre), sin necesidad de prestar garantías, ni interés o recargo alguno. La propuesta exige que se produzca el ingreso de la primera parte del fraccionamiento, estableciendo como consecuencia de su falta del pago el inicio del periodo ejecutivo para la totalidad del importe. Algo que sin la pretendida reforma no podría ocurrir, porque la cuantía del segundo plazo no sería exigible. Más madera.

Cabe  preguntarse, para concluir, qué queda de aquella Administración facilitadora y asistencial, hasta el punto de aventurar que el interés general, consistente en hacer efectivo el crédito tributario conforme a la ley, puede ponerse en riesgo de seguir esta deriva, considerando que estas medidas, cuya finalidad es diferir o fraccionar el pago de una deuda, no son más que una modalidad de cumplimiento, en condiciones distintas, con la pretensión de facilitar la consecución del deber de contribuir.

*En el artículo original se ha prescindido del análisis de la concesión mecanizada de fraccionamientos por deudas cuyo importe global no supere los 30.000 euros por falta de espacio y porque, aunque son mayoría, además de incurrir en contradicción con lo dispuesto en la LGT (cuando menos en materia de IVA, patrocinando aquel alarde ministerial: «¡vayamos a lo práctico!»), debido a su limitada cuantía, cabe suponer que incidirán en menor medida en la viabilidad del tejido empresarial, normalmente afectado por el «régimen general» de estos instrumentos paliativos desvanecidos.

Lo anterior se anuda inevitablemente con la aplicación de la regulación de las garantías (artículo 82 de la LGT), sometida en la práctica a una materialización imposible por razones de «suficiencia», tanto en los casos en los que en los que sobre el bien ofrecido recaen otras cargas, aunque el valor liberado supere con creces el importe de la deuda, como en aquellos en los que concurren cotitularidades. Quizá haya otra mejor ocasión para desarrollar estos aspectos.

Artículo publicado el 15 de julio en la revista Iuris & Lex de El Economista.

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