Van pasando los días de confinamiento. Y aunque nos parece ver el final del túnel en la lejanía, algo nos dice que la luz no brilla como esperábamos. Por supuesto que hay muchas esperanzas e ilusiones, pero, más allá de las sombras o las nubes que se vislumbran en la lontananza, poco a poco, vamos cobrando conciencia de que los vacíos y las ausencias son mayores.
Sillas vacías. Teléfonos que dejan de sonar. Abrazos ausentes.
Cada hora que pasa, cada nueva jornada, aumenta el dolor y el sufrimiento. Quedan atrás, en el olvido seres queridos, amigos, conocidos, vecinos. Saldremos de esta experiencia trágica, pero muchos no nos acompañaran.
No sólo quedarán atrás, sino que, en muchos casos, desgraciadamente, podríamos decir que los hemos dejado atrás.
Y no me refiero a los que oficialmente se etiqueten como fallecidos a causa del dicho COVID19, sino, todos aquellos que, por desgracia, directa o indirectamente, se han visto afectados por esta época tan sombría. Algún día sabremos cuantos son, pero son muchos más de los que vemos o nos cuentan, porque, hasta en esto juegan con nosotros y nos niegan el derecho de conocer la dimensión real del drama.
Como muchos sabéis, hace ya un par de semanas perdí a mi madre. Un corazón que dijo basta. Sin más. Pero su constante recuerdo y presencia, me da que pensar que, así como ella no tuvo opción alguna a ser rescatada (a día de hoy, aún estoy esperando la ambulancia) aunque en su caso fuese (seguramente) irreversible, muchos otros compartirán el triste destino no tener una oportunidad para sobrevivir.
El caso es que, esta experiencia vital me ha dotado de una especial sensibilidad sobre el debate que, de forma tácita, existe acerca del trato o consideración que, como sociedad, estamos dando a las personas mayores, dependientes y/o personas con discapacidad, a colectivos vulnerables.
Con toda crudeza, ante la falta de recursos, aparecen personas o, incluso, miembros de algunas Administraciones que, de una forma más o menos directa, «aconsejan» que las personas mayores (especialmente, a partir de 80 años), dependientes y/o con determinadas discapacidades, tengan una atención residual, es decir, tras la atención a una suerte de usuarios o pacientes que serían «prioritarios». Puedo llegar a entender que se den situaciones críticas o extremas que exijan adoptar decisiones humanamente dramáticas. Sin embargo, en ciertas personas o instituciones percibo un halo de que, ante la escasez de los recursos, con una pasmosa normalidad, haya que asumir las pérdidas.
Estamos hablando de personas. Para alguno quizás sea prioritario un perro, pero, hasta donde yo sé, la inmensa mayoría de las personas con las que convivo y comparto existencia siguen dando un valor privilegiado a la vida humana.
La cuestión es que, de forma subliminal, estamos normalizando e interiorizando lo extraordinario, como preparándonos el terreno para el día de mañana. ¿Este es el legado que queremos dejar a nuestros hijos? Lo digo, más que nada, porque los que hoy somos hijos de los fallecidos, el día de mañana los remplazaremos y ocuparemos su lugar.
Ya me chocaba al principio y me sigue sorprendiendo con desagrado la escasa trascendencia que se les da a las personas fallecidas en los distintos medios de comunicación. No hay luto, como si no existiesen. Nos limitamos a su contabilidad, al reflejo de números, cifras y estadísticas y, con alguna salvedad, apenas conocemos la identidad de nuestros muertos. Pero existen.
El pasado domingo, cuando en la Eucaristía del Domingo de Ramos el párroco leyó el nombre de los fallecidos de la parroquia a lo largo de las dos últimas semanas, un estremecimiento recorrió mi cuerpo. 18 o 20 personas, con nombres y apellidos. Y entonces, con rabia y vergüenza, con un bochorno inenarrable, me di cuenta de que nos estamos acostumbrando a los muertos con una penosa frialdad.
Perdón.
No se lo merecen. No nos lo merecemos.
Esta etapa concluirá algún día y, casi todos (porque «todos juntos» no será), recuperaremos una cierta normalidad. Y en los días que vengan, cuando veamos los asientos vacíos, quizás, entonces, tengamos que pensar si los ausentes quedaron atrás o los dejamos olvidados.
Gracias profesor. Sus artículos me llegan a la razón y a compartir sus planteamientos. Pero hoy, por encima de todo, me ha llegado al corazón. Reitero mi agradecimiento y le acompaño en la oración por los fallecidos, especialmente por su madre.
Hola Emilio, como siempre das en el punto clave de esta situación, se ha llegado a la conclusión de que la gente de setenta, ochenta y más años, está en edad de morir, y que el tema no tiene más trascendencia.
Que triste para una sociedad como la nuestra, que nos olvidemos de nuestros mayores, de lo que han luchado para darnos estudios, para que lleguemos a ser alguien, que triste; yo tengo a mi madre que tiene 88 años, y por desgracia no está muy bien mentalmente, pero a veces lo pienso y digo que no tiene porque morirse ahora, que no es su momento, después de todo lo que hizo por mí, y las veces que cuando yo era niño me llevó al médico, cuando estaba enfermo, y luchó por mi recuperación
Como sociedad estamos dejando de lado a nuestros mayores, y debemos avergonzarnos por ello, esta es mi modesta opinión.
Un abrazo Emilio, y gracias por lo que escribes.
Agustín.
Querido Emilio, gracias por tu emotivo post. No se puede expresar mejor. Como abogada, solo quiero añadir que, con nuestros mayores, claramente se está incumpliendo el mandato constitucional del artículo 41, que establece una sanidad pública y UNIVERSAL, así como el artículo 43, que reconoce el derecho a la protección de la salud de TODOS.