Donde dije amnistía, digo irrevisable

El año 2012 el país estuvo al borde de la quiebra. Creo que, a estas alturas, ya puedo hacer público un hecho ocurrido en la época en mi quehacer profesional. El día 29 de noviembre, jueves, recibí una llamada de un amigo, asesor fiscal interno de una de las principales empresas del país. Somos grandes amigos y, quizás por ello, jamás tuvimos relación profesional estando él en ese puesto de trabajo, aunque llorábamos juntos los grandes males del sistema como todos los que convivimos en el planeta tributario.

Ese día sí que me hizo una consulta seudoprofesional concreta, que probablemente hubiera formado parte de algún punto del manifiesto que André Breton firmó a mediados del siglo pasado, por su carácter manifiestamente irrazonable.

El asunto era muy simple técnicamente hablando: el período de cumplimiento del último pago a cuenta del Impuesto sobre Sociedades se iniciaba el siguiente sábado, 1 de diciembre, pudiendo efectuarse el pertinente ingreso a través del modelo 202 hasta el jueves, día 20. Eso estaba muy claro, pero, ¿puedo “adelantar” el período de ingreso a mañana viernes, día 30 de noviembre?; tú, ¿qué me recomiendas? Es que el Ministerio ha hablado con los accionistas, y claro…

Mi consejo intentó ser cartesiano: lo mires como lo mires, no tiene sentido efectuar un ingreso con anterioridad al comienzo del plazo de presentación, porque le da un olor putrefacto al estipendio. Como máximo, mi consejo pasaría por ingresar lo que pertocara el día 1, a través de banca electrónica –pues era sábado, no se olvide- y nadie te podrá acusar de ninguna cosa extraña.

No me vino ningún sudor frío cuando se produjo esta anécdota, porque en los meses anteriores había vivido en primera persona un surrealista proceso de amnistía fiscal en virtud del cual el Gobierno pretendía percibir 2.500 millones de euros para cuadrar las cuentas públicas, a cambio de otorgar confidencialidad e imposibilidad de revisión –fiscal o penal- de lo declarado a aquellos sujetos interesados en aflorar su capital opaco.

Todo empezó con uno de esos variados reales decretos-ley, del mes de marzo, que el Gobierno venía publicando a lo largo del año 2012 para intentar conseguir ingresos y sanear las cuentas públicas. En él, se fijaba la posibilidad de ponerse al día con el fisco para aquellas personas con bienes y derechos no declarados, a cambio de un 10 por ciento del capital oculto.

Un primer movimiento del Ministerio para “democratizar” una amnistía que estaba prevista solo para bienes y derechos en el extranjero, fue incluir en ese proceso de regularización ¡por medio de una Orden Ministerial! también al dinero en efectivo.

A pesar de ello, iban pasando los meses y la gente no se “animaba” a presentar el formulario 750, que era el elegido para la declaración tributaria especial (o DTE), de modo que además de una modificación técnica legal, la Dirección General de Tributos emitió varios informes que rebajaban enormemente las expectativas recaudatorias previstas inicialmente, a cambio de que más contribuyentes acudieran a la llamada del Ministerio.

El mecanismo que produjo un mayor descenso en el quantum recaudado fue considerar que los capitales prescritos no debían tributar, lo que dejó los ingresos definitivos en el Tesoro Público al albur de aquellas rentas no prescritas. Teniendo en cuenta que en 2008 ya nos encontrábamos con una tremenda crisis y que el boom inmobiliario se produjo con anterioridad, estaba claro que la recaudación final no sería un 10 por ciento del capital, sino un porcentaje bastante irrisorio que, según cifras gubernamentales, quedó entre un 1 y un 3%.

En ese escenario se movió una amnistía fiscal que era voluntaria, garantizaba la confidencialidad de los datos tributarios, daba carácter irrevisable a las declaraciones presentadas y no interrumpía la prescripción de las obligaciones tributarias incluidas en el modelo 750.

Durante este proceso sine die de formación de un nuevo Gobierno, varias veces se ha planteado como exigencia política para obtener acuerdos el “revisar” la amnistía para que se pague lo que se dejó de recaudar en su día (sic).

Esa posibilidad tiene un sesgado carácter populista, puesto que es técnicamente imposible. No solo porque la DTE no es una declaración tributaria stricto sensu sino porque, claramente, no interrumpía la prescripción de su contenido y, además, una medida legislativa de ese calado incurriría en lo que el Tribunal Constitucional ha denominado retroactividad auténtica o en grado máximo, contraria a un principio basilar de nuestra Carta Magna como es la seguridad jurídica. En palabras de José Ignacio Alemany, se trata de una propuesta “aberrante: supondría crear una nueva obligación tributaria donde no la había, que recaería además sobre rentas de ejercicios prescritos”, dejando en muy mal lugar –añado yo- lo que consideramos como un Estado de Derecho.

Pero tranquilos porque volviendo al padre del surrealismo, “este verano, las rosas son azules; el bosque de cristal. Vivir y dejar de vivir son soluciones imaginarias. La existencia está en otra parte.”

Publicado en el día de hoy en Iuris & Lex (elEconomista)

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