Versión extendida del artículo publicado ayer, 4 de octubre, en Crónica Global -Pensamiento-.
Podría resumir lo que voy a transcribir en una sola frase: en Cataluña, hemos pasado de una fase de solapada y consentida deslealtad institucional a una fase de abierta intimidación, también institucionalizada.
Hoy se cumplen dos años de la eclosión manifiesta de ese cambio, culminada en un referéndum ilegal -que había sido expresamente prohibido por el órgano competente-, que vino a dar cumplimiento a unas previas actuaciones insurreccionales llevadas a cabo por los organismos públicos autonómicos, desde Generalidad a Parlamento pasando por ayuntamientos y con la inestimable colaboración de asociaciones abiertamente insurreccionales.
No escribiría esto si no fuera por la sorpresa -llámenme crédulo- que me causa leer y escuchar, gracias a los altavoces mediáticos al uso, voces atemorizadas por la presunta incautación de material terrorista, o belicista, o insurreccional, a un grupo de radicales independentistas. Parece que ese hecho, que para mí no es nada sorpresivo, ha abierto los ojos a muchos conciudadanos que no han querido o sabido ver lo que estamos padeciendo los constitucionalistas que residimos -o, en mi caso, que somos por sangre y por nacimiento- en Cataluña.
Para todos ustedes, para los ignorantes -a quienes disculpo: la vida es demasiado complicada como para preocuparse de lo que ocurre a varios quilómetros vista-, para los equidistantes y para los de corazón puro, me permito hacer este breve repaso de la vida diaria de un catalán no contaminado por la semilla del odio y la xenofobia.
Verán, desde hace muchos años, en esta comunidad la bandera nacional no ondea, ni se espera que lo haga. De un tiempo a esta parte se ha impuesto la estelada -o cubana-, importada por un separatista catalán parece ser que de Puerto Rico, pero el símbolo nacional ya hacía mucho tiempo que había desaparecido de los edificios institucionales hasta el punto de que, con la gran cantidad de competencias cedidas a las Comunidades, ahora solo pueden divisarse en las administraciones de Hacienda y en las sedes de la policía nacional. Dos organismos que, precisamente, no suelen ser del agrado del ciudadano medio.
Sobre esta cuestión tengo un par de anécdotas, por lo que ruego que me perdonen la digresión.
La primera en el tiempo se produjo en Sevilla, en el año 2003. Concretamente, en una tienda dedicada a la venta de productos con la enseña nacional, a la que entré para surtirme de material -un polo, una bandera de seda, una camiseta y algo más- que en Barcelona ya era prácticamente imposible encontrar. Repito, para los rezagados: era el año 2003 y en Barcelona solo se podía comprar algo con la bandera nacional si uno le echaba el coraje de acudir a las celebraciones del 12 de octubre que, en aquella época, eran algo facciosas y poco festivas.
Cuando fui a pagar me atendió un caballero que podría haber pasado por José Antonio Primo de Rivera si no fuera por su corta envergadura y su exagerado acento dialectal. Rebosaba simpatía y aburrimiento, y hablamos larga y distendidamente, hasta el momento en que me preguntó mi procedencia. Le dije que era de Barcelona, que es lo que decimos los catalanes que sentimos cierta vergüenza de nuestros colegas separatistas. En ese momento el hombre me dijo “¿pero tú ereh catalán?”. Y yo le dije que sí, sin mayor explicación. Su contestación fue, vista con los ojos de hoy, visionaria. Me dio la mano, se golpeó el pecho y me dijo: “Lo estáis pasando mal allí”. No me preguntó, no. Lo afirmaba. Yo le dije que tampoco era para tanto. Ya se sabe. Los políticos. Sí, los colegios empiezan a ser preocupantes, pero bueno, no hay lugar perfecto. Hace años que no hay un partido de la selección allí, pero bueno. Ya casi no recuerdo el último desfile militar, ¡qué se le va a hacer!
Desde hace tres o cuatro años esa conversación, ese hombre, esa cara, no se me va de la cabeza. Obviamente, siguen sin aparecer por mi Comunidad -tan española como otras- ni los jugadores de la Selección nacional ni los desfiles militares. Y eso que el primer tercio de la Legión extranjera, que el año que viene cumplirá cien años, fue íntegramente formado por soldados catalanes.
La segunda anécdota se produjo en el campo de fútbol de Cornellá -el Prat, en la temporada de su inauguración, hace una década. Yo llevaba encima una bufanda del Español, el equipo local y, al hombro, la bandera nacional que precisamente había adquirido en Sevilla años atrás. Respecto al resto de indumentaria, ese día iba especialmente bien vestido y quizás eso fue lo que espoleó la valentía a un desconocido, también españolista, que se acercó a mí, empujándome e increpándome por llevar la enseña de todos al fútbol. No hablamos de un bar rodeado de radicales ni una zona conflictiva del campo. Hablo de un caballero entrado en años que tiene la osadía de insultar a un compañero de sufrimientos futbolísticos, ¡de su mismo equipo!, porque el trapo que llevaba encima le dolía a la vista.
Desde entonces, cuando veo algún partido de la NBA, en los que la mitad del aforo lleva su banderita yanqui, me acuerdo de ese sujeto indeterminado y siento una gran envidia del pueblo americano.
Volvemos al nudo gordiano de este texto. Hace ya muchos años que se celebró un primer referéndum ilegal en Cataluña, en un municipio del Maresme. Pasó desapercibido, salvo para un Abogado del Estado que tuvo la valentía de recurrirlo ante los Tribunales. Al final, como ha venido ocurriendo con casi todo, ese acto claramente inconstitucional le salió gratis a sus promotores, sin que nadie alzara una voz para criticarlo. El papel de bisagra de los partidos regionales ha hecho mucho daño -y sigue haciéndolo con mayor motivo- en ese sentido.
También hace décadas que un puñado de valientes padres se han venido rebelando frente a la ejecución de las políticas educativas en los colegios de sus hijos. En este caso, la perversión parte de un acuerdo gubernamental -el pacto del Majestic- que permitió la supervivencia jurídica de una ley manifiestamente inconstitucional y, de aquellos polvos, vino la implantación de un sistema educativo abyecto, especialmente diseñado para la desconexión de los niños con su país; un método de concienciación nacional basado en la exclusión de la lengua común en beneficio de la particular, y en la selección de un profesorado especialmente afecto a la causa nacionalista.
Varias sentencias han condenado a colegios por la postración del castellano en detrimento del catalán, aunque su ejecución nunca ha sido posible por dos motivos muy sencillos de entender: el primero, porque el Estado no ha querido intervenir en las tareas de vigilancia en su cumplimiento, al asumirse el falaz argumento de que ello supondría invadir competencias autonómicas; el segundo, por una inquietante funcionarización de la judicatura a la que, entre compadreo y apesebramiento, siempre le ha temblado el pulso para ejecutar en sus justos términos sus resoluciones. Y no será porque la ley no les conceda potestades. Con haberse aplicado hasta sus últimas consecuencias el artículo 108 de la ley de la jurisdicción contencioso- administrativa, haciendo pagar -económicamente- a los ejecutados, no haría falta ni 155 ni nada que se le parezca. Si a ello, le añadiéramos una Alta Inspección del Estado en materia educativa que reactivara sus poderes, todavía podríamos tener algo de fe en el futuro.
Que conste, en este sentido, que la lengua catalana -a la que adoro- no tiene más culpa que ser el medio de inoculación del sectarismo, mediante el sencillo mecanismo de dejar de enseñarla como el vehículo de comunicación que es, para convertirla en un medio de concienciación nacional perverso. Pero este punto merecería una reflexión entera que dejaré para ulteriores aniversarios.
No acaban aquí los proemios al actual desastre. Hace ya muchos años que, tanto en las instituciones públicas como en la mal llamada sociedad civil -asociaciones, corporaciones, fundaciones, etc.-, los desafectos al régimen han sido mandados al ostracismo más absoluto, pasando por delante los apellidos a la valía profesional. ¿Cómo se ha conseguido esta circunstancia en entidades privadas? Muy fácil. Además de la sempiterna dejación de funciones estatal, las subvenciones y la multitud de competencias cedidas a la Comunidad Autónoma han sido claves en esta tendencia impenitente que ha llevado a muchos al exilio profesional, raíz de la pobreza social y cultural que padecemos actualmente en Cataluña donde es difícil encontrar obras de teatro o celebraciones populares no sectarias o, simplemente, en lengua castellana. El español, paradójicamente una lengua en gran auge en el mundo, malvive entre los particulares mientras ha desaparecido por completo de la vida pública, gracias a las amenazas sancionadoras derivadas de las políticas públicas.
Esa misma circunstancia, obvia decirlo, ha concurrido con los medios de comunicación -prensa y televisión- que se han convertido, a cambio de pingües subvenciones a los afectos, en una plataforma de consolidación y amplificación de la concienciación social procedente de la escuela.
Con estos mimbres, y con la huida de aquellos no nacionalistas que tienen capacidad de hacerlo, es fácil entender como el censo de votantes concienciados en las bondades de la independencia, en una mitológica historia y en el falaz maltrato a Cataluña, ha ido -y seguirá yendo- en aumento.
Lo expuesto es una muestra, a grandes rasgos, de la gran deslealtad institucional en la que ha navegado el gobierno de la Comunidad Autónoma a lo largo de estos años de democracia, culminando en los hechos de septiembre y octubre de 2017. Hay otras cuestiones, no menores, como un sistema de financiación autonómico opaco para el ciudadano y que trata a las Autonomías como hijos pródigos, o cuestiones de índole más política, pero resultan sin duda menos aprehensibles. Salvo para los miembros de la familia Pujol, claro, que sí que han sabido aprehender todo lo que han podido. Animus jocandi.
El nexo común a todo ello, por centrar el debate, se encuentra en una inefable dejación de funciones por parte del Estado en las competencias que ha ido cediendo, poco a poco y junto a la correspondiente financiación, a las Comunidades.
El agravamiento tras las jornadas insurreccionales de 2017 resulta evidente para todos los que no vivimos abducidos por el odio independentista. Pueblos enteros embadurnados de plástico amarillo. Esteladas por todas partes, muchas de ellas puestas y pagadas por el ayuntamiento de turno. Paredes con las facciones, en tamaño mastodóntico, de presuntos delincuentes en prisión provisional y de políticos fugados de la Justicia. ¡Políticos fugados de la Justicia! Amenazas e intimidaciones a los comerciantes que no utilizan o disponen de textos en catalán. Señalamiento de empresas que no financien a organismos independentistas. Placas conmemorativas del referéndum ilegal. Ataques a la Guardia Civil en ejercicio de sus funciones como “fuerzas de ocupación”. Pintadas a políticos y personajes que osan criticar el discurso oficial. Nombramiento de altos cargos para puestos simulados, con el objetivo de financiar actividades destinadas a la independencia. Una institución como la Diputación de Barcelona, en cuyo gobierno participan partidos nacionales, tiene en nómina como presentadora de una televisión que nadie ve, y con un sueldo de 6.000 euros al mes, a la rumana esposa del expresidente fugado. Es solo un ejemplo. Como éste, hay cientos de personas que (no) trabajan y cobran para la independencia. Y, ahora, lo último, nos encontramos con facciones aparentemente terroristas que, en connivencia con el gobierno autonómico, pretendían llevar a cabo acciones contundentes frente a las instituciones del Estado.
En fin, todo un entramado gubernamental dedicado única y exclusivamente a implementar la secesión del territorio, pagado por todos y favorecido por la espiral del silencio que genera la situación opresiva que vivimos aquellos que pensamos diferentes, que vemos cómo la indiferencia -cuando no la complicidad- del Estado envalentona todavía más a los generadores de odio.
Mi 1 de octubre de 2017 lo recuerdo con un tono agridulce. Agrio por la vergonzante jornada que supuso. Dulce porque, en realidad, yo lo pasé en gran parte viajando con mi querido socio a Logroño, donde al día siguiente visitamos a un agradabilísimo cliente.
Eso sí, mi 2 de octubre fue muy triste. Regresar a casa y contemplar a tu esposa -que siempre había vivido extramuros, o había quitado hierro, a los problemas políticos que se venían generando durante años-, llorando a lágrima viva por la situación en las calles, por las caras de odio, por las caceroladas, por el futuro, es muy duro. Llevar al niño al colegio sin su traje habitual por miedo a insultos o represalias en una jornada seudo huelguistas es muy fuerte. Que una asociación de profesionales, totalmente privada, cierre sus instalaciones por una supuesta brutalidad policial es kafkiano. Que el colegio profesional al que ¡obligatoriamente! perteneces se muestre equidistante resulta bochornoso. Que una conmemoración festiva de Cervantes se convierta en un aquelarre independentista roza el surrealismo. Que llevar la enseña nacional visible en alguna prenda sea propio de valientes -como ocurría en el País Vasco hace unos años- es, ya, una realidad.
Desde entonces, la balsámica calma aparente encubre, en realidad, una situación de intimidación brutal, institucionalizada, cada día más transgresora y que paulatinamente va a más. ¿Miedo a la reacción por la sentencia? ¿Sorpresa por la aparición de facciones independentistas radicales? La tendrán en Madrid porque, aquí, diga lo que diga el Tribunal Supremo, seguiremos en el gulag y ya estamos relativamente acostumbrados a ser el felpudo que financia las fiestas de aquellos que nos aborrecen.
Sirva el presente, cuando menos, para que no se olvide nuestra existencia y que, como respondiera Miguel de Unamuno al personaje estrella de su nivola, Augusto Pérez, cuando éste le dice que no sea tan español, “¡Y eso más, mentecato! ¡Pues sí, soy español, español de nacimiento, de educación, de cuerpo, de espíritu, de lengua y hasta de profesión y oficio; español sobre todo y ante todo, y el españolismo es mi religión, y el cielo en que quiero creer es una España celestial y eterna y mi Dios un Dios español, el de Nuestro Señor Don Quijote, un Dios que piensa en español y en español dijo: ¡sea la luz!, y su verbo fue verbo español”.
Interesante artículo. Yo siento la situación desde el otro punto de vista.
Así, he vivido anécdotas como ver utilizar el adjetivo «catalán» como un insulto.
No quiero alargarme. Sólo añadir que no tengo ninguna duda que seguiré con fidelidad y admiración las distintas entradas y comentarios jurídico-tributarios de este blog. Las que hagan referencia a otras materias, no aseguro tanto fervor
Em sap malament, Quim. A mi, no m´ha passat mai això. Ben cordialment. Esaú
Mi abrazo y cariño personal al leer tu artículo. A la afición a tus artículos añado ahora la afición a tu persona. Yo también sentí alguna vergüenza con ocasión de la ambigüedad de muchas respuestas con ocasión de la polémica aplicación del famoso artículo 155 CE y el comportamiento de más de una Asociación. Ponerse de perfil es innoble. Por encima de cualquier lazo profesional está el cariño a la patria y a los que en ella puedan estarlo pasando mal, y sienten cierta soledad, en especial por no tener la SEGURIDAD de vivir y ser tratados como lo harían en cualquier otro lugar de su país.
En fin, en un país en que escribir un párrafo como el anterior puede llegar a estar mal visto por tantas personas (¡ha dicho patria!), os doy la enhorabuena a todos los que tenéis la gallardía de hacerlo sin vergüenza alguna, y dirijo mi crítica a los responsables de la falta del calor de las instituciones del Estado en tu región, donde parece que no tengan la presencia que deberían tener en cualquier lugar de su geografía. No se terminan los problemas escondiéndolos. Pronto votamos. La esperanza nunca se pierde.
Patria o, simplemente, España, son pecados nefandos para la jerga política actual, en la que a los separatistas se les llama «indepes» y a los huidos de la justicia, «exiliados. Así es, Javier. Una pena y lo peor es que yo en materia electoral también, como Dante, he perdido toda esperanza. Creo que tiene que ser la sociedad (civil) la que reaccione y de ahí que, creo, debemos fomentar el (sano) asociativismo. Cuando éste consolide, si lo hace, podremos volver a tener una clase política como corresponde, y no la actual. Ese es el escenario que, creo, debemos plantearnos como futuro de España. En fin, MUY agradecido por tus párrafos. Recibe un afectuoso saludo. Esaú
Esaú, tu artículo me ha estremecido. Muchas gracias y mucho ánimo.
Así nos sentimos en esos momentos: estremecidos. Pero, bueno, estas situaciones sirven para adoptar una característica nueva: la resiliencia. Un besote Nuria
Triste artículo y de lectura dura. Para alguien como yo, que entiende la cultura propia como algo enriquecedor, no me cabe en la cabeza que se pueda utilizar para hacer más pequeño el mundo…
Como bien dices: así empezaron otros.
Aperta.
Bravo, pero los políticos no colaboran, están al. Servicio del enemigo del español que paga bien y permite el desangrado del país, para después ir devorándolo… poco a poco