Se habla de “efecto Pigmalión” o de profecía autocumplida respecto de aquellos hechos o actos de una persona cuyos resultados vienen de alguna forma motivados, influidos y/o condicionados por las expectativas y la confianza que determinados terceros tienen y expresan previamente a la realización o al acaecimiento del suceso.
El supuesto más habitual hace referencia a aquella situación en que una determinada persona con cierta influencia o ascendencia sobre otra (por ejemplo, un padre, un educador, un entrenador, etc.) pone de manifiesto qué percepción tiene y espera de esta otra persona y anticipa o “profetiza” el resultado de sus acciones, dedicación y/o esfuerzo: “como eres fuerte superarás la enfermedad”, “gracias a tu talento obtendrás buenas notas” o “como la nota de corte es tan elevada difícilmente te admitirán en la Universidad”. En la medida que estas expectativas influencian al tercero, su voluntad y comportamiento vendrán condicionados, consiguiendo así que se cumpla y se haga real lo anunciado o “profetizado”, con independencia de que esto sea positivo o negativo.
Mi padre, que no tenía muchos estudios pero mucho sentido común, creía a su manera en el “efecto Pigmalión” y me trasladaba la importancia de las palabras y la confianza entre personas. Tras el nacimiento de mi primer hijo, me recordaba que, cuando educamos, debemos elegir muy bien las palabras que empleamos con los hijos; pues mientras que un elogio en el momento adecuado motiva y sirve de estímulo para un niño/niña, un descalificativo o ciertas repeticiones negativas pueden llevar a que el hijo/hija asuma como propios los hechos o comportamientos que se pretenden evitar: “aunque te mienta o robe en alguna ocasión, si es preciso castígalo, pero no le llames mentiroso o ladrón, porque al final acabará siéndolo”.
En definitiva, la confianza depositada en nosotros y la percepción que los terceros tienen de nosotros, son un revulsivo o freno en nuestras aspiraciones y decisiones, de tal forma que, al final, acaban reforzando el éxito o fracaso de nuestras acciones o actuaciones.
Esta idea se me evocó al cobrar conciencia de la percepción que las distintas administraciones tributarias y las personas que las conforman tienen, con carácter general, de sus ciudadanos.
Compartimos muchos la preocupación por el fraude fiscal, la contumaz resistencia de ciertas personas a cumplir de forma correcta con sus obligaciones tributarias, la existencia de usos y formas, que por más comunes y habituales que sean, son irregulares y fomentan la corrupción, la elusión y/o la evasión de los impuestos. Ahora bien, que existan actuaciones irregulares en la sociedad, por más o menos extendidas que estén, no justifica que se conceptúe que el conjunto de la población está compuesto por defraudadores.
Sin embargo, como vengo percibiendo de manera creciente en los últimos años, en el seno de las distintas administraciones tributarias se ha consolidado la creencia de que los ciudadanos, los contribuyentes, a quienes han jurado servir y respetar, son defraudadores en potencia e, incluso, delincuentes. Tal es el veneno ideológico que se ha inoculado en las mentes de la administración que, el trato y el respeto al contribuyente se ha deteriorado y constante recibimos muestra de desconfianza, displicencia o mero escepticismo.
Si bien no existe un amparo legal explícito, las normas y reformas tributarias se han venido decantando, en los últimos años, por la pendiente de la presunción de culpabilidad del contribuyente. Para ilustrar esta afirmación, os efectúo algunos apuntes para vuestra consideración:
- En el caso del régimen de las operaciones vinculadas regulado entonces en el artículo 16 del Texto Refundido del Impuesto sobre Sociedades, hasta el año 2006, se establecía cierta presunción según la cual las valoraciones dadas por los contribuyentes eran de mercado y, por tanto, válidas fiscalmente, salvo que la Administración Tributaria probase que, a consecuencia de estas valoraciones, se obtenía cierta ventaja tributaria o localización interesada de beneficios.
Sin embargo, con la reforma del año 2006, el nuevo régimen parte de la concepción de que el contribuyente está tentado a fijar de forma artificiosa los precios, por tanto, aparte de seguir unos determinados parámetros o criterios, además de probar la realidad de las operaciones y la razonabilidad de las valoraciones, deberá asumir una obligación de documentación en relación a las operaciones con partes vinculadas. Y no sólo eso, es que, además, la Administración se reserva el derecho a discrepar abiertamente del método y forma de valoración, con la consiguiente posición de debilidad jurídica e inseguridad para las personas intervinientes.
- Como recordaréis, la reforma parcial de la normativa tributaria del año 2012, entre otras, propició un procedimiento de amnistía fiscal (declaración tributaria especial), se introdujo una nueva obligación de información en relación a los patrimonios en el extranjero y se establecieron las consecuencias y efectos legales por el incumplimiento de dichas obligaciones tributarias (ya sabéis, la consideración del patrimonio “oculto” como renta no declarada, a los efectos fiscales). Pues bien, la regulación legal y reglamentaria de las consecuencias y efectos legales y tributarios por la falta de presentación de las declaraciones modelo 720 o la presentación extemporánea del mismo pone de manifiesto que el legislador interpreta que todo contribuyente que tenga un patrimonio en el extranjero lo ha obtenido y generado de forma ilícita.
No niego que la falta de declaración sea una irregularidad, pero el marco regulador vigente no le da opción alguna a una persona que tenga un patrimonio en el extranjero sin declarar y, que por error, por falta de información adecuada o, simplemente, por ser heredero o sucesor de terceros, dispone del mismo y desearía corregir su situación.
- Con ocasión de la última reforma de la Ley General Tributaria, se han introducido modificaciones en la regulación legal de diversos procedimientos tributarios partiendo de la base o noción que el contribuyente tiene la tendencia natural al incumplimiento voluntario y consciente de las normas. En concreto, cuando se habla del plazo de duración de las actuaciones inspectoras, se afirma que el plazo total podrá ampliarse en el supuesto de que el contribuyente no facilite la documentación requerida o lo haga con excesiva demora. Ahora bien, la regulación efectúa una sibilina presunción iuris et de iure que cualquier demora o falta de aportación de documentación es imputable al contribuyente, no figurando eximentes o atenuantes, como por ejemplo, la exigencia desproporcionada de datos e información, el requerimiento de documentación de difícil obtención, etc.
Como vemos, estos son pequeños ejemplos que ponen de relieve que, en el ánimo del legislador y de la administración pesa la idea o se tiene la expectativa de un comportamiento indebido de los contribuyentes.
¿Con qué ánimo actuará un contribuyente si haga la que haga percibe desconfianza y recelo de la Administración? ¿Cómo se sentirá si en su relación ordinaria con los variados órganos y miembros de las administraciones se le transmite la sensación de que es un sospechoso, imputado o potencial infractor?
Las distintas administraciones tributarias han abandonado parcialmente sus funciones públicas de tal manera que, mientras dejan de lado su naturaleza de servicio público y ayuda a los ciudadanos, por otro lado, se centran y priorizan las funciones de supervisión, control y represión. Gracias a un clima de opinión pública por el cual cualquier persona o entidad que obtenga unos ingresos o rendimientos relativamente más elevados que la media es susceptible de duda o cuestionamiento, en la actualidad, los contribuyentes estamos sometidos a un continuo y creciente control administrativo (obligaciones formales de información, requerimientos de información y documentación, peticiones de datos, comunicaciones, etc.), cada vez más exigente y con la persistente amenaza de que cualquier incumplimiento será objeto de la debida sanción y penalización.
Alguno puede afirmar que esto es una exageración, sin embargo, basta comprobar que de las distintas administraciones tributarias no se obtiene el más mínimo incentivo o reconocimiento por hacer las cosas correctamente. ¿Qué premio o recompensa obtiene alguien que actúa correctamente? Nada, sencillamente, no se le castiga.
No hay ese mínimo elogio, una cierta expresión de gratitud o un sencillo gesto de poner por escrito que el contribuyente es un ciudadano correcto y que cumple adecuadamente las normas. De hecho, cuando las administraciones tributarias verifican que no existen razones para regularizar o cuestionar los actos y hechos del contribuyente y lo recogen por escrito (habitualmente optar por la caducidad de los expedientes y así evitan decir nada por escrito) suelen utilizar expresiones del tipo “no existen motivos para regularizar”, “no procede la apertura de expediente (…), sin perjuicio de que en el futuro se inicie o notifique la apertura de un nuevo procedimiento de comprobación e investigación”, y demás fórmulas similares. En resumen, en lugar de afirmar o reconocer que el contribuyente es inocente, o bien no se dice nada o se opta por la fórmula del “no culpable”, de momento (a la espera de encontrar nuevas pruebas).
Pero si al menos este grado de exigencia fuese recíproco, posiblemente el ciudadano lo podría llegar a aceptar o asumir. No obstante, lamentablemente, existe una notoria desigualdad amparada por el ordenamiento vigente.
Mientras que las diferentes administraciones tributarias no toleran el más mínimo error o equívoco del contribuyente (sea consciente, negligente o involuntario), por el contrario, cuando la Administración comete cualquier error (dejando de lado, actuaciones administrativas un tanto temerarias o de dudoso acomodo a la normativa vigente) sólo de forma excepcional alguien lo reconoce y pide disculpas o perdón. Ir más allá entraría dentro de lo ilusorio, fantasioso o irreal, y así, nos resulta impensable esperar que la Administración asuma la debida responsabilidad de sus actos y trate de compensar, parcial o totalmente, los daños y perjuicios causados al ciudadano.
A nadie le gusta sentarse en el banquillo de los acusados. Sin embargo, puede suceder que, con el tiempo, nos acabemos acostumbrando. Y llegará un momento en que acabemos interiorizando que ese es nuestro sitio. Así las cosas, experimento y compruebo a diario con profunda desazón que la gran mayoría de los contribuyentes han interiorizado que su sitio es el banquillo cuando se enfrentan con las administraciones tributarias y con independencia de su trayectoria y su comportamiento. Lógicamente, cuando los ciudadanos perciben que lo que se espera de ellas es que se sienten el banquillo, lo único que se consigue es reforzar su voluntad o ánimo de defraudar. Puestos a sentarnos que, al menos, sea por algún motivo.
“Tanto sospechar de mí y tanto decirme que crees que no pagaré los impuestos que me corresponden que, al final, he asumido que soy un defraudador y, por tanto, me comporto como tal”.
Tenemos un claro ejemplo de “efecto Pigmalión”: las percepciones y expectativas de las administraciones tributarias respecto de sus administrados influyen en ellos. En la medida que son mensajes negativos, refuerzan negativamente su conducta y actos; es decir, lejos de conseguir una disminución del fraude fiscal y de actuaciones irregulares, consigue el efecto contrario, es decir, reforzar las voluntades elusivas y fomentar que los cumplidores estén dispuestos a asumir riesgos tributarios.
La alternativa es sencilla. Trasladar y transmitir mensajes positivos. El “efecto Pigmalión” reforzará la aspiración de hacer lo correcto. Por ello, creo que para combatir el fraude fiscal sería mucho más efectivo partir de la idea de que el ciudadano es inocente, un buen contribuyente, salvo que se demuestre lo contrario. Deberíamos reescribir parte de la normativa y recomponer las relaciones, pues resulta más motivador, por ejemplo, que le reconozcan a uno el mérito de cumplir correctamente las obligaciones tributarias, se le agradezca el esfuerzo y dedicación para atender las “solicitudes de cooperación” (en lugar de requerir información y documentación) o que, en lugar de imponer recargos, se pueda beneficiar de un descuento del 5% al 20% en función del momento de pago de una deuda tributaria.
Las palabras no cambian los hechos, pero modifican nuestras percepciones e influyen en nuestra voluntad de obrar.
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