Gracias al Altísimo, pocas veces me he visto implicado en procedimientos penales. Por mejor decir, en pocas ocasiones una actuación de comprobación e investigación llevada a cabo por actuarios de la hacienda pública del estado ha acabado, estando yo de asesor, en manos de la Fiscalía.
En dos de ellas, ya muy lejanas en el tiempo, a los inspectores se les ocurrió que la única manera de recaudar algo de sendas tramas de fraude, era irse contra el único contribuyente con capacidad de pago: una multinacional americana distribuidora de productos informáticos, en un caso, acusada de fraude carrusel; y una empresa catalana de gran arraigo del sector del cobre, que pasó por dicha penitencia por fiarse de la normativa reglamentaria de IVA que posibilitaba aplicar una renuncia a la exención de IVA en el sector, si se obtenían certificados relativos a la situación de sus proveedores ¡emitidos por la propia administración tributaria!
En ambos casos, el juez de instrucción decidió con buen tino devolver la causa a la vía administrativa, al no considerar la existencia de una actuación dolosa por parte de los sujetos investigados.
La tercera ocasión en la que me he visto en el trance de acompañar a un cliente en su tránsito por la pena de banquillo ha sido reciente. De hecho, está ocurriendo ahora mismo, lo que me ha dado la posibilidad –algo bueno hay que sacarle al asunto- de disfrutar de la lectura de varios artículos y un magnífico libro, afortunadísima ampliación de su tesis doctoral, de la inspectora Isabel Espejo Poyato, fallecida recientemente a una edad en la que debería estar prohibido que los hombres buenos nos dejaran.
No entraré mucho en el asunto de fondo que me ha llevado a las páginas escritas por Isabel, pues está ahora mismo sub iudice, pero sí diré que ha sido el fruto de una huida hacia delante de una actuaria que ya vio como le prescribía administrativamente un ejercicio -2010- y que 2011 estaba pendiente de un hilo –más bien, unas dilaciones sospechosas- el ejercicio -2011- del que ha pasado el tanto de culpa al ministerio fiscal, con unas acusaciones basadas fundamentalmente en unas declaraciones efectuadas por un proveedor que cambió tres veces -¡y por escrito!- la versión de los hechos, sin verse visto en imputación penal alguna por tal declaración falaz.
En esta misma columna he hablado de lo bondadosa que puede ser la punibilidad económica del delito contra la hacienda pública frente al régimen de infracciones tributarias no delictivo, lo que resulta una incoherencia que ha permitido que muchos personajes que vemos por la televisión se vayan de rositas, pagando unas cantidades más que razonables y con unos meses de cárcel que saben que no cumplirán.
Ese lado, tan absurdo como positivo, para el delincuente confeso y doloso, tiene su contrapunto con otra situación del todo desagradable con la que se encuentran los contribuyentes que, como es el caso del que les hablo, se ven obligados a bregar en un procedimiento penal con un material probatorio endeble que ha pasado fácilmente el tamiz de un fiscal no iniciado en materia fiscal y que se basa en la ¿pericia? de un inspector de hacienda que, con gran probabilidad, no es jurista y que, en palabras de Isabel Espejo, no requiere “una especialización jurídico-tributaria en ningún campo de su cotidiana actividad de aplicación de la norma tributaria, dado que todos sus miembros –los de la AEAT- son ex definitione especialistas en todo”.
En efecto, la imputación de un delito fiscal a un contribuyente que está siendo objeto de una inspección, lo postra en una situación de tal inseguridad e indefinición, sometido al albur de unos jueces y fiscales no doctos en lo tributario y confiados cerrilmente en uno de los testigos –el actuario- que actúa como pseudojuez y parte. “No son infrecuentes las condenas penales sobre la exclusiva base, prácticamente indiscutida, del informe inspector, que produce, con mayor o menor fundamento, a menudo sin la adecuada confrontación, una inversión de la carga de la prueba, que sitúa al acusado en la necesidad de ofrecer una contraprueba en condiciones de práctica imposibilidad, pues se trataría de hacer una auténtica contrapericia que, tanto en términos técnicos, como temporales, no suele estar en condiciones de hacer”.
En definitiva, el pase del tanto de culpa al fiscal deja al investigado en una situación de auténtica indefensión, sometido a una imputación que el juez va a aceptar como dogma de fe y cuyo material probatorio se ha conseguido a espaldas del principio de no autoinculpación. Si a ello le añadimos lo “barata” que sale la pena, comparándola con la sanción administrativa, ¿quién se atreve a pelear?
La solución pasa, en palabras de la bien conocedora del tema Isabel Espejo, en que la imputación penal “no puede basarse en meros indicios, so pena de fomentar la desidia de la Administración Tributaria, que pudiera sentir la tentación de precipitar la dación del tanto de culpa, lo que produciría, para los órganos inspectores, un doble beneficio: cerrar el caso investigado y permitir que la liquidación se cerrara por el propio órgano jurisdiccional penal, bajo la presión que entraña la amenaza de imposición de una pena y sin posibilidad de un control especializado; asumiendo, aquél, acríticamente, el informe de la Agencia Tributaria, introducido en el proceso penal como (pseudo)pericial.”
Más alto, más claro y con mayor ironía e introspección, imposible. Isabel, tus enseñanzas seguirán con nosotros eternamente.
Publicado hoy en Iuris & Lex, el Economista