Puestos a ser sincero, nunca he creído necesaria la publicación de los criterios generales que informan el plan anual de control tributario, a pesar de que el legislador, amparado en el artículo 116 de la LGT, haya puesto un singular empeño en hacerlo desde aquella ya lejana Resolución de 28 de enero de 2004, de la Dirección General de la AEAT, por la que se aprobaron las Directrices Generales del Plan General de Control Tributario de 2004, que apenas ocupaba 11 livianas páginas del BOE, hasta la reciente y prácticamente homónima Resolución de 19 de enero de 2021, que se extiende a lo largo de 42 páginas ciertamente indigestas y abigarradas.
Ignoro si hay razones de transparencia que justifiquen semejante despliegue de medios, pero sí sé que la Administración tributaria está precisamente para eso: administrar; esto es, en apretadísima síntesis: aplicar y cumplir la ley. Y esa ímproba tarea adquiere en este ámbito una doble dimensión; la primera consistente en facilitar y la segunda en controlar la efectiva y correcta aplicación del denominado sistema tributario. Con eso un servidor tiene de sobra, conociendo las potestades funcionales plenipotenciarias de las que está revestida la AEAT para tutelar los intereses generales, que, por precisar, no son los suyos propios, pues como especie organizativa carece de ellos, sino los de los ciudadanos a los que debe servir.
Personalmente no necesito, ni a mi salud de hierro conviene, una relación tan extensa como poco inofensiva de objetivos potencialmente neutralizables, aderezada con algún guiño, al que ahora me referiré, que en realidad fortalece lo que podría acuñarse como el principio de comodidad administrativa, apoyándome para la ocurrencia, excusatio non petita, en la liquidez que caracteriza a la nomorrea pandémica que, como una suerte de penitencia accesoria, se anuda inexorable a los padecimientos que nos propina el maldito virus. Esta holgura operativa encontraría su fundamento en la oportunidad y la conveniencia, lo que no dice mucho a su favor en tiempos en los que se impone el principio de buena administración, inferido en su versión doméstica de los artículos 9.3 y 103 de la CE, del que derivan, entre otros, el derecho a la tutela administrativa efectiva. Les ahorro acudir a la dimensión del peso patrocinada por Robert Alexy para confrontar este planteamiento disparatado.
Verán, las meritadas directrices generales dan noticia del establecimiento (es un decir) de las administraciones de asistencia Digital Integral (ADIs, en lo sucesivo). Admito mi torpeza al no acertar a averiguar si se alude a su alumbramiento, como parece, visto que en un párrafo se expresa que la AEAT está adaptando su modelo organizativo a la nueva realidad con iniciativas como su “creación”, o a su consolidación, como también se afirma más adelante en el texto, tal vez en un desliz. Lo mismo da. La cuestión es que se trata, al menos aparentemente, de fortalecer esa dimensión asistencial a la que antes hacíamos referencia, mediante “plataformas dirigidas a prestar servicios de información y asistencia por medios electrónicos, mediante la utilización de distintos canales de comunicación virtuales”. Esto es, en apretadísima síntesis: una prestación de forma personalizada no presencial de servicios de información y asistencia en un mostrador virtual. La propuesta sugiere un oxímoron químicamente puro, pero parece prudente probar antes de elevar a definitiva la conclusión.
No hace mucho que he superado el medio siglo de vida, lo que (pueden creerme) será motivo de sonada celebración cuando las circunstancias lo permitan. La mitad de esas cinco décadas las he dedicado a relacionarme profesionalmente con la Administración tributaria por todos los cauces conocidos. En ella (o en eso) habitan, en general, buenas gentes y gentes buenas, con brillo de intensidad variada, aunque siempre considerable, que configuran un perfil orgánico complejo, no necesariamente identificable con quienes lo integran, por simple que resulte caer en la tentación de hacerlo, ratione materiae. Pero su consistente estructura también se sostiene con un andamiaje tecnológico de primerísimo nivel. No creo que nadie me corrija si afirmo que la sede electrónica de la AEAT es la que más eficazmente ofrece sus servicios al ciudadano de entre todas las Administraciones Públicas. Nada extraño cuando de su fuente se trata, pero justo es reconocerlo. De ahí que la satisfacción de las necesidades colectivas mediante la actividad financiera se haya calificado, con razón, de instrumental (de segundo grado), en la medida en que sirve para sufragar otras funciones mediales y prestaciones finales (como la sanidad o la educación, por poner solo dos ejemplos sustantivos).
Obviamente, no toda esa arquitectura responde a patrones asistenciales. Para el ejercicio de las potestades públicas dirigidas a velar por el cumplimiento de la ley no pasan inadvertidas las producciones de la factoría Zújar; unas aplicaciones de análisis multidimensional que trabajan con almacenes de datos realizando cruces y filtros mediante álgebra booleana con designaciones mitológicas como Prometeo, Teseo, Dédalo y algunas más, todas ellas dedicadas de un modo u otro a que no se escapen detalles o gestos que sirvan para hacer efectivo el deber de contribuir. Estas capacidades parece que van a potenciarse más aún, mediante una mayor abundancia del big data, lo que, sin ser novedoso, habría de celebrarse si tuviera como fin el descubrimiento de lo que está oculto, incidiendo así en las expectativas de control sobre ese foco de insolidaridad y, muy probablemente, reduciendo su abultadísima magnitud.
El caso es que entre el ejercicio de esas potestades fiduciarias de la Administración, está lo que el Maestro Saínz de Bujanda definió en sus Lecciones como “el conjunto de actividades reguladas por el ordenamiento jurídico, que tienen por objeto dar efectividad material a las normas reguladoras del tributo, determinando la cuantía de las deudas y procediendo a su cobro”. Hace ya mucho que la fenomenología tributaria descansa sobre la denominada gestión “en masa”, imponiendo al contribuyente el deber de declarar y calificar los hechos, esto es, desvelar su concreta relación con el hecho imponible, y, simultáneamente, realizar los cálculos pertinentes para determinar el importe de la deuda en unidad de acto (de ahí que se califique de prestación compleja); con otras palabras, se trata de interpretar la partitura compuesta por el legislador para que suene la flauta. Reparen en que la primera manifestación de este camino de servidumbre puede hallarse en la Ley 41/1964, de 11 de junio, de Reforma del Sistema Tributario. Concretamente, en relación con el IGTE, el artículo 203.1 exigía a cada sujeto pasivo realizar por sí mismo la determinación de la deuda tributaria.
Desde entonces, los recursos públicos, materiales y humanos, se han ido reordenando, abandonándose las labores de recepción de datos y liquidación hacia tareas de control de distinta intensidad y alcance, constatándose una singular evolución en las técnicas, como se ha advertido al mencionar las producciones Zújar, y un aumento exponencial del volumen de información disponible por la Administración tributaria, obtenido vía captación y suministro.
Estas circunstancias han permitido un incesante incremento de las actuaciones de control masivo del cumplimiento, ejecutado por los órganos de gestión a partir de las declaraciones y autoliquidaciones presentadas por los contribuyentes, por el sencillo mecanismo del cruce de datos, dando lugar a un ingente número de liquidaciones derivadas de la detección automática de errores o insuficiencias, en las que se advierte un exceso de mecanización donde no se aprecia la necesaria actividad volitiva de la Administración, que lleva aparejada a la equidad como vertiente o expresión del principio de justicia tributaria (como ha expresado el Profesor Cazorla Prieto), generando a la vez un déficit en el terreno de la motivación y una colosal desproporción entre el esfuerzo que se le exige al contribuyente (declarar, calificar y liquidar) y el que realiza la Administración en estos procesos. Por no extenderme con el devenir secuencial de la aplicación del régimen sancionador tributario, que ya van a ser muchos golpecitos al desfibrilador.
Simultáneamente, al fenómeno reproductivo de las autoliquidaciones le ha acompañado ese singular progreso tecnológico que ha puesto a la Agencia tributaria española a la vanguardia de la especie, como consecuencia de la vocación del legislador, expresada en el artículo 96.1 de la LGT, alentando a la Administración a promover la utilización (voluntaria, añade aún su apartado segundo: “los ciudadanos podrán”) de las técnicas y medios electrónicos, informáticos y telemáticos necesarios para el desarrollo de su actividad y el ejercicio de sus competencias. Luego llegaría la ley 11/2007, de 22 de junio, de acceso electrónico de los ciudadanos a los Servicios Públicos, que, conforme declara su Exposición de Motivos, consagra la relación con las Administraciones Públicas por medios electrónicos como un derecho de los ciudadanos y como una obligación correlativa para tales Administraciones. Y para ello, “la Ley debe partir del principio de libertad de los ciudadanos en la elección de la vía o canal por el que quieren comunicarse con la Administración”. Sentado lo anterior, empero, se ha ido pergeñando un entramado normativo extenuante, no solo en el ámbito de las notificaciones y comunicaciones administrativas obligatorias por medios electrónicos, sino generalizado a las obligaciones tributarias formales y a los procedimientos de aplicación de los tributos, de tal suerte (o desgracia) que nos hemos abismado en una diabólica maraña de prestaciones personales, muy alejada de la idea de “reforzar las garantías de los contribuyentes y la seguridad jurídica” a la que alude la Exposición de Motivos de la LGT, por no mencionar la limitación de costes indirectos derivados de su cumplimiento, establecida como mera proclama sin contenido alguno en su artículo 3.2, desconociendo que una cosa es posibilitar la utilización de las nuevas tecnologías y otra muy distinta imponerla.
Y así es como hemos llegado a las ADIs, haciendo propias las palabras de mi tocayo, el Profesor Leopoldo Tolivar, pasando del “vuelva usted mañana” de Larra al “marque 1 si…”. Ciertamente, en esto de los actos de imposición, sin un funcionamiento simplificado y sin garantías del principio de continuidad y de la atención efectiva, todo lo concerniente a la e-administración es una filfa.
Lo cierto es que un servidor tiene la sensación de que la Administración tributaria, otrora abierta de par en par, desde aquellas ventanillas donde tantos agravios se desfacían codo con codo, hasta los despachos más selectos, en los que uno se colaba solo para zascandilear con la cantinela del “qué hay de lo mío”, se aleja sin remedio, como aquella duda que rasga la nube y desaparece, camino de convertirse en un ectoplasma. Mal asunto, porque las relaciones sociales disciplinadas, por encima de cualquier otra consideración, deben ser humanas; y el uso retórico de su principal herramienta, la palabra, para presentarnos un «mostrador virtual«, parece insinuar una distancia insalvable y remota entre la Administración y los administrados que, parafraseando a Maura, ya no se hablarán ni para agraviarse.
No se olvide, en fin, que las fórmulas asistenciales constituyen un contrastado incentivo del cumplimiento en el ámbito tributario, mucho más amables y probablemente más eficaces que la feroz sinfonía de la percepción del riesgo o el uso legal de la coacción.
Ya veremos lo que nos depara esta novedosa fórmula, tanto a los sufridos contribuyentes como a los muchos y diversos operadores vicarios de la Administración que cabalgamos a lomos del tigre.