Por resumir al máximo: ¿cuál es el extremo de la, así conocida, “doctrina Parot” merecedora de reproche por el Tribunal de Estrasburgo? ¿Las penas de prisión impuestas a los condenados? ¿El tiempo, más o menos dilatado, que supone para ellos su estancia en prisión? No y no. De hecho, si el Código Penal español (con el adecuado respaldo constitucional) hubiera contemplado la cadena perpetua como la pena correspondiente a esos delitos (no ya graves, horrendos), ello no hubiera motivado, per se, condena alguna a España. No, el punto -clave- que el Tribunal de Estrasburgo pone de manifiesto en su reciente sentencia es el hecho de que, retroactivamente, a aquellos reos se les aplicara una interpretación perjudicial sobre el sistema de cálculo de los beneficios penitenciarios que pudieran aplicarse sobre sus penas lo que, indefectiblemente, conllevó la dilación del período de estancia en prisión. Ni más, ni menos.
Por tanto, ¿es el Tribunal de Estrasburgo el legítimo acreedor de las encendidas críticas que su pronunciamiento ha provocado en España? No; evidentemente, no. Esas críticas, del todo lícitas, deben enfocarse hacia otros destinatarios; y, en concreto, a dos estamentos:
i) el político -poder ejecutivo y, por contagio, el legislativo- que, durante décadas, siendo consciente de que la normativa penal vigente (y, por tanto, y esto es lo aquí determinante, la jurídicamente aplicable) abocaba a un escenario cierto en el que el cumplimiento efectivo de las penas era sensiblemente inferior a lo determinado en las sentencias condenatorias, no instó, oportunamente, una reforma del Código Penal que resolviera semejante dislate; y
ii) el judicial que, al detectar que, efectivamente, la aplicación de la legislación penal entonces vigente determinaría numerosas excarcelaciones tras el cumplimiento de eventuales exiguas penas, entendió que “había que hacer algo” y así, abrazando la “justicia material”, minusvaloró el imperio de la Ley, uno de los pilares -éste sacrosanto- de todo Estado de Derecho: “dura lex, sed lex”. Esa interpretación judicial, obviamente, implica la siempre arriesgada asunción de que el Derecho permite atajos, idea que conecta muy peligrosamente con la máxima maquiavélica de que “el fin justifica los medios”.
Y, claro, de aquellos polvos, estos lodos (http://hayderecho.com/2012/07/12/el-tribunal-de-derechos-humanos-de-estrasburgo-y-la-doctrina-parot/ y http://elpais.com/elpais/2013/10/21/opinion/1382370061_599652.html).
Pero lo cierto es que, en contra de lo que pudiera parecer, la filosofía, la idea básica que subyace en la doctrina “Parot” (ese “hay que hacer algo”) no es exclusiva de la jurisdicción penal. No. En otros ámbitos muy ajenos al ámbito criminal también hay claros indicios de que se comulga peligrosamente con la interpretación -y aplicación- retroactiva de extremos de carácter desfavorable y, como prueba de ello, seguidamente se expone un caso paradigmático -pero, lamentablemente, no único- que da cuenta de que en la esfera tributaria esta idea ya ha germinado. Veamos, el 30/4/2012 el Tribunal Supremo -TS- dictó una sentencia (recurso nº 928/2010; también, en análogos términos, la más reciente de la Audiencia Nacional de 10/10/2013, recaída en el recurso nº 448/2010) en la que se enjuiciaba la ortodoxia jurídica de la reinversión, a los efectos de la deducción en los términos entonces vigentes -¡atención aquí, pues esto es lo relevante!- en la Ley del Impuesto sobre Sociedades (LIS), que una entidad materializó en una sociedad a través de una ampliación de capital con una sensible prima respecto al nominal, siendo así que, además, i) el accionariado de ésta estaba constituido por integrantes (aunque sin plena identidad) del mismo grupo familiar que la sociedad generadora de la plusvalía; y ii) a la fecha de la ampliación de capital la sociedad no desarrollaba una actividad económica.
El caso es que tanto la AEAT, como después el TEAC y la Audiencia Nacional (AN), coincidieron en su apreciación de que aquella reinversión no era merecedora de la deducción declarada por la entidad recurrente; y ello esencialmente por dos motivos: i) la, según la AEAT, desmesurada cifra de la prima le permitía apreciar una liberalidad a favor de los socios previos de la sociedad, liberalidad que aquella considera no deducible; y ii) la inexistencia de actividad económica se considera como “contraria al espíritu del artículo 36.ter Ley 43/1995” vigente en el ejercicio 2003, que fue el objeto de comprobación y regularización.
En este punto, es importante señalar que, aunque la Dirección General de Tributos (DGT) ya se había pronunciado desautorizando la reinversión en entidades sometidas al régimen de sociedades patrimoniales (es decir, inactivas), lo cierto es que esa interpretación administrativa era anterior al expreso establecimiento de ese requisito a través de la modificación que, ya en el TRLIS, operó con efectos del 1/1/2007 a través de la Ley 16/2007 de 4/7 (que, por cierto, determinó así una retroactividad “impropia”, dicho sea de paso). Es decir, que hasta el 31/12/2006 (y, por supuesto, en 2003, ejercicio objeto de la controvertida regularización) se era legítimo acreedor de la deducción por reinversión cuando ésta se materializara, entre otros posibles activos, en “valores representativos de la participación en el capital o en fondos propios de toda clase de entidades que otorguen una participación no inferior al 5% sobre el capital social de las mismas”. Permítanme que repita la expresión clave por si no hubiera quedado lo suficientemente clara: “toda clase de entidades”, sin introducir matización, condicionante o requisito adicional alguno. Parece, pues, que, vista la interpretación que se hizo de ese precepto, la similitud con el trasfondo conceptual de la “doctrina Parot” ya iba tomando cuerpo.
La cuestión es que el tiempo pasó y el asunto, tras el filtro del TEAC y de la AN, llegó al TS que, lo primero que hace, en la sentencia aquí objeto de análisis, es desestimar la indefensión invocada por la recurrente que entendía que la SAN“no contiene aprecio alguno sobre los documentos aportados (en la fase probatoria), simple y llanamente los ignora, sin indicar ninguna razón para hacerlo”. La STS, por el contrario, entiende que “el silencio de la Audiencia Nacional sobre la prueba documental que Construcciones Dávila propuso y fue practicada no habrá lesionado su derecho a la tutela judicial efectiva, causándole indefensión, si del conjunto de los razonamientos de su sentencia puede inferirse razonablemente que, aunque no la cite, la tuvo en cuenta”. No abundaremos aquí en este extremo procesal, ya de por sí vidrioso y que podría dar lugar a otro “post” monográfico, máxime considerando la practica virtualidad del recurso de amparo en materia tributaria habida cuenta de lo difícil (léase cuasimposible) que resulta acreditar la “trascendencia constitucional” del mismo.
Superado ese primer escollo, el TS aborda el fondo del asunto siendo así que de su argumentación se desprende una mixtura (por otra parte, harto frecuente en nuestra práctica profesional cotidiana) entre una presunta simulación -cuando lo cierto es que el propio Abogado del Estado reconocía expresamente la realidad de las operaciones realizadas-, un tácito aunque no expresamente reconocido fraude de ley y, como colofón de cierre, la supuesta ausencia de un motivo económico válido que justificara la razonabilidad empresarial de la ampliación de capital abordada.
A ver, cada uno de esos ingredientes sería, ya por sí sólo, merecedor de un análisis detallado, pero no es ésa la pretensión de estas breves líneas. No; aquí el objetivo es otro: el obligado respeto y acatamiento de los pronunciamientos judiciales no les exonera de la sana crítica, y lo cierto es que sentencias como ésta parecen hacerle un flaco favor al Estado de Derecho al que se deben, porque el imperio de la ley (como en el “caso Parot”) está -tiene que estar- por encima de que el resultado de la aplicación de la norma (LIS aquí; Código Penal y LECr en el del caso enjuiciado por el Tribunal de Estrasburgo) pueda llegar a ser más o menos reprobable, entendiendo aquí por tal lo contrario a los intereses del erario público (que, tampoco, habremos de identificar necesariamente con los intereses públicos). Porque si no fue hasta el 1/1/2007 cuando el legislador “tapó” el resquicio legal por el que la deducción por reinversión en entidades supuestamente inactivas estaba drenando los recursos públicos, lo cierto es que en el ejercicio 2003 el asunto -mediando operaciones reales, tal y como el propio defensor de la AEAT reconoció- no podía ser objeto de reproche alguno …, excepto, excepto, claro está, que hubiera mediado -que no fue el caso- un expediente de fraude de ley y que éste hubiera prosperado. Pero claro, eso como que da mucho trabajo, es latoso, lento y de incierto final (amén de que incorpora garantías adicionales que buscan preservar los legítimos derechos de los contribuyentes y que excluye -aspecto éste relevante- la imposición de sanciones).
La diferencia, ésta sustancial, entre el caso enjuiciado por el Tribunal de Estrasburgo y el aquí relatado es que en materia tributaria es harto difícil -lamentablemente- que la corte europea aprecie una vulneración de Derechos Humanos (en tal sentido, atención al voto particular a la STS 832/2013 del pasado 24/10 en el que se apunta una desfavorable aplicación retroactiva de la normativa que rige la exigencia de intereses de demora como parte de la responsabilidad civil derivada de los delitos contra la Hacienda Pública).
En fin, que parece, pues, que pronunciamientos judiciales como los aquí referenciados se habrían visto, en cierto modo, afectados por el conocido como “sesgo restrospectivo” (hindsight bias) mediante el que, en palabras de Arturo Muñoz Aranguren (http://www.elnotario.es/index.php/hemeroteca/revista-42/opinion/487-los-sesgos-cognitivos-y-el-derecho-el-influjo-de-lo-irracional-0-53842293707507), trayendo a colación, a su vez, los comentarios de Manuel Conthe en su magistral “La paradoja del bronce”): “el sujeto proyecta automáticamente su nuevo conocimiento hacia el pasado, no siendo consciente, ni capaz, de reconocer la influencia que este proceso ha tenido en su juicio sobre lo acontecido. A pesar de tratarse de un error fácilmente explicable y reconocible, numerosos estudios han demostrado que resulta extraordinariamente difícil realizar juicios sobre lo acontecido abstrayéndose por completo del resultado”.
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Encuentro absolutamente pertinente la crítica. Por desgracia, el Tribunal Supremo lleva ya mucho tiempo exhibiendo esta falta de sutileza para apreciar las diferencias entre figuras de perfiles jurídicos tan distintos como los de la simulación y el fraude de ley. Lo peor es que podría llegarse a la conclusión de que esta actitud jurisprudencial no obedece a un entendimiento erróneo de las categorías jurídicas (sería difícil de aceptar en un órgano de tan alto nivel), sino a cierto afán justiciero (con toda la carga negativa que para los juristas arrastra este término). Eso sí, también tengo que manifestar que, en mi opinión, lo que se debe hacer es modificar la regulación a fin de eliminar, por una parte, los inconvenientes que la Administración encuentra para resolver asuntos mediante el recurso al fraude de ley (permitiendo que su concurrencia se declare sin necesidad de trámites específicos que sólo contribuyen a entorpecer el procedimiento) y, por otra, la impunidad de quienes de manera a todas luces culpable actúan de forma abusiva eludiendo sus obligaciones fiscales (suprimiendo la prohibición de sancionar conductas realizadas en fraude de ley, lo que no significaría por supuesto la aplicación de sanciones automáticas por el mero hecho de que se declarase su existencia). Enhorabuena por el post.
Paco (Cañal), Florián, muchísimas gracias vuestros apuntes. Este blog se está convirtiendo en un auténtico foco de intelectualidad tributaria, una suerte de Café Gijón de los impuestos. Cordiales saludos. Esaú