Hace ya un tiempo asistí a un cónclave, no papal sino académico, del área de Derecho de una Universidad. Como era nuevo en la reunión y mi actitud prudente me determinó a llegar con tiempo suficiente, estuve de los primeros en la escena de la reunión, de modo que fui presentándome a la gente que iba llegando, hasta que uno de ellos tuvo a bien entablar una errática, aunque distendida, conversación. Todo empezó de esta manera:
– Hola, qué tal, soy Jesús.
-Encantado, yo soy Esaú.
– Esaú, bonito nombre, ¿de dónde eres?
– No, soy de aquí, de Barcelona. El nombre es bíblico. Ya sabes, el que vendió su primogenitura por un plato de lentejas.
Aquí, mi interlocutor efectúa ese tipo de mirada penetrante que, en realidad, le sirve para dar cierto tiempo a atinar una respuesta más o menos coherente. Tengo mucha experiencia en este tipo de situación, lo que podrá comprenderse dada la broma eterna que me brindaron mis guasones padres.
– Sí, sí, claro. ¿Y a qué te dedicas?
– Yo, al fiscal. Solté, sin importarme nada el entuerto en el que me metía, pensando que en un ámbito como en el que estaba, exclusivo de juristas, con esa breve respuesta quedaba claro la rama del Derecho que promulgo y practico.
– Ah, sí, ¿y dónde? Aquí da inicio la parte besuguiana de la conversación. La cara de sorpresa de mi interlocutor delataba que mi mensaje no era muy claro para él.
– En Barcelona.
– Pero, ¿en la Audiencia? Yo estoy en la Sección 13.
– No, por mi cuenta. Bueno, trabajo en un despacho.
En ese momento vuelve esa mirada vacía de contenido y llena de incomprensión. Un tipo con un nombre raro, que no sabe interpretar preguntas de tal simpleza que rayan el mensaje que un político transmite en un mitin, ¿será extranjero? ¿en qué tómbola habrá obtenido el título? ¿quién lo ha enchufado en nuestra insigne institución? Todas estas cuestiones, o alguna similar, podía yo leer en el interior de las cuencas faciales que me miraban inquisitivamente.
Aquí sí que ya no pude permanecer inerte, de modo que retomé la conversación. Sobre todo cuando vi que la quijada le caía a Jesús en claro signo de «hasta aquí ha llegado esta historia, este tío no se entera de nada».
– Soy asesor fiscal, trabajo en una asesoría cerca del Paseo de Gracia, me refería a que me dedico a Tributario, ya sabes, a los impuestos. ¿Tú qué haces por los Juzgados?
– Ah, ya entiendo, me decía, mientras su rostro volvía a encajarse. No, yo soy Fiscal. Por eso, no me sonaba haberte visto por los juzgados y me resultaba extraño.
Fiscal de verdad, y no de pacotilla, pensé entonces yo. Manda narices que un tío que cuida la lengua como yo se haya metido en tal berenjenal léxico por culpa de mi mal uso de un término. Y dejé que la conversación fluyera por otros derroteros que le demostraran a mi colega que la primera impresión que tuvo de mí, como auténtico indocumentado que no sabe seguir una conversación normal, había sido solo un malentendido…
La pasada semana estuve en otra reunión, ésta ya exclusiva de expertos en lo tributario. Algunos en ciernes y otros auténticos sabios de los que se aprende con solo mirarles a los ojos y a los que solo su prudencia gana a su erudición. En ella se volvió a plantear el asunto del término «Derecho Fiscal» y de «fiscalista» y, si bien los profesores universitarios que allí había nos brindaron una exposición sobre cómo se conocen a los expertos en Derecho Tributario en el Derecho comparado -desde Francia hasta los países eslavos, pasando por América-, he de decir que yo no me quedé corto y, aprovechando mis escasos conocimientos léxicos, expuse mis dudas acerca de la exactitud y bondad del término, teniendo en cuenta que los que nos dedicamos a los impuestos en defensa del contribuyente, hacemos de todo menos fiscalizar.
Uno de los contertulios, en ese momento, me explicó que Sáinz de Bujanda también odiaba el término «fiscal» y que llevaba muy mal que se fuera extendiendo su uso. Me alegro, pensé, de coincidir con tan gran maestro -y precursor de mi rama del Derecho- en un asunto que a mí también me irrita sobremanera. Y mi siguiente pensamiento fue, lógicamente, que no tardaría en transcribirlo al blog.
Y aquí estoy, después de casi un año sin dar consejos de estilo lingüístico. Vuelvo con esta batalla perdida, que es el uso extendido de esos andrajos que hasta yo utilizo en el día a día: «fiscalista» y «derecho fiscal».
Bien, con respecto al derecho fiscal, se conoce por tal al Derecho Tributario, rama del Derecho de la Hacienda Pública que, no está de más recordar, incluye tanto al Derecho del Ingreso Público -donde encontramos al Derecho Financiero y al Tributario- como al Derecho del Gasto Público -Derecho Presupuestario-.
Lo de «fiscal» debió haberse creado como derivación de «fisco», esto es, erario público o bien se trata, simplemente, de una de tantas malas traducciones del inglés -«tax advisor»-.
Pero lo cierto es que la RAE no incluye ninguna acepción de aquel término relativa a nuestro sector jurídico. Tampoco el organismo oficial de la Lengua española ha dado carta de naturaleza al llamar al abogado -o asesor, genéricamente hablando- que ejerce la defensa en asuntos de Derecho Tributario «fiscalista», por lo que siendo admitido el término «tributario» en una acepción relacionada directamente con las contribuciones públicas, lo aconsejable desde un punto de vista ontológico y académico sería darse a conocer como «tributarista» y no como «fiscalista», como desde hace mucho tiempo hace mi buen amigo Javier Gómez Taboada.
Me he planteado, también, la opción del uso novedoso de «tributista», pues ésa sería la derivación lógica de «tributo» y no «tributarista», pero lo cierto es que si la rama del Derecho relacionada con los tributos se conoce como Derecho Tributario, la consecuencia indefectible es que el profesional sea un «tributarista», que además suena mucho mejor que mi cerebral invento.
En fin, que ya sea uno un abogado, un economista, un graduado en Empresariales, un gestor sin titulación o cualquier otro profesional -igual da, el intrusismo está absolutamente extendido en nuestra práctica diaria- que se dedique a la gestión, llevanza o defensa en el ámbito tributario, lo plausible sería darse a conocer como «tributarista» y no ese tan extendido «asesor fiscal», nefasta traslación de la lengua bárbara predominante, tal y como ocurre con otras palabras que los tributaristas usamos comúnmente, como otros engendros tales como «paraíso fiscal», que en realidad debería haberse traducido como «puerto fiscal», «trazabilidad» -muy utilizada en la reciente amnistía- o el último horror: «ostentar» la titularidad real y no la jurídica de una fiducia o una participación empresarial, ¿cómo se va a hacer ostentación, es decir, pomposidad, de unos bienes que se han querido mantener ocultos al fisco? !Habrase visto semejante antinomia! Desde luego, es mejor usar «ostentar» -hacer ostentación- que «detentar» -obtener algo por la fuerza-, pero ninguna de ellas es correcta, así que le recomendaría al Legislador que utilizara, para no dejar a nuestra querida lengua como sotana de dómine, el más sencillo «titular» o algún término semejante, que los hay.
Esau, es una acertada precisión sobre el uso del termino fiscal (originariamente cesto o canasto en latín que evoluciono hasta la parte del erario público que se destinaba al cesto del emperador, o sea, a su mantenimiento). Podríamos afirmar que etimológicamente el fisco es la parte de los impuestos que se dedica a la Casa Real. Sin embargo, en tono de chanza si es posible la existencia de un tributarista fiscalino o sea nacido en la acogedora población de Fiscal en el Sobarbe Oscense a orillas del rio Ara, con magníficos lugares para el baño estival.
Saludos
Buen artículo, aunque el hecho de que esté publicado en una bitácora denominada «fiscalblog» no deja de ser irónico 😉
En cualquier caso, hace unos días un Registro Mercantil, de cuyo nombre no me quiero acordar, nos tumbó un objeto social que contenía el término «detentar», pero no porque su significado correcto implicaría un objeto ilícito para la sociedad, sino por un malabarismo entre facultades, actividades y potestades que aun no he entendido….
Ahí está lo que hace único a este blog. Incoherente como la vida misma y aprendizaje continuo derivado de la aportación de los lectores. Gracias!
En realidad es importante que si somos profesionales del ambito fiscal, sepamos usar los terminos correctos en español y los tecnisismos sin caer en exageraciones, realmente somos tirbutariastas y no asesores fiscales.
Muy de acuerdo con casi todo tu artículo. Me apunto al uso del término «tributarista». Aunque me cuesta aceptar que «puerto fiscal» sea más apropiado que paraíso fiscal para transmitir el significado pretendido. Creo que en todo caso podríamos dejarlo en «refugio tributario» (es verdad que puerto también puede entenderse como refugio, pero si escapamos del mal uso del término fiscal para evitar malentendidos, tampoco vayamos a meternos en nuevos líos). Saludos.
Hola, me llamo Valentín y soy abogado «tributarista». En Venezuela, de donde vengo y resido, no existe o no se utiliza el término de fiscalista. Sin embargo, existe si, una gran confusión o tendencia a meter en un mismo saco a los tributaristas y aquellos que se dedican al derecho aduanero; supongo, por el origen del que devienen ambas, no obstante, dichas ramas en la práctica son muy distintas. Muy poco también nos referimos a «paraísos fiscales», más bien usamos el término, «jurisdicciones de baja imposición fiscal», que es el denominación que utiliza la Ley de Impuesto sobre la Renta. Estoy de acuerdo con el término «Derecho Financiero», éste, a mi modo de ver, arropa una gran cantidad de especies. Saludos
Interesante apunte Valentín. Desde España, nos produce envidia y sonrojo el buen uso de la lengua castellana en otras partes del mundo, comparándolo con lo que se lee en la Península ibérica. Un abrazo. Esaú