Reflexiones casacionales

 

Sé que me acusan de soberbia, y tal vez

de misantropía, y tal vez de locura. JL Borges

El pasado viernes me tocó correr mi segundo maratón docente del curso. Tres viernes al año se los dedico a dar sendas clases de seis horas seguidas, de 3 de la tarde a 9 de la noche. Es una borrachera, respectivamente, de IRPF, de Sociedades y de Inspección, en el seno de un máster que organiza el Colegio de Gestores Administrativos.

Afortunadamente, el público suele estar ávido de conocimientos y, mayoritariamente, tienen una experiencia práctica amplia, además de su correspondiente licenciatura en Derecho o en Económicas. Con tristeza he de reconocer que, si los alumnos lo fueran de algún tipo de Grado, renunciaría a impartir una clase en esas condiciones horarias porque se me harían insoportables. Bastante mal lo pasé, durante la pandemia, dando absurdamente clase en un aulario vacío, con mascarilla -no “neutral” (sic) según palabras literales del más alto mandatario del centro-, ante un televisor y buscando con la mirada un espejo en el que reflejarme para, como en la famosa novela ejemplar cervantina, engañarme a mí mismo pensando que alguien atendía mi enseñanza.

Los manuales de oratoria dicen que el que habla en público no debe pedir disculpas. Debe mostrarse confiado en sí mismo y ofrecer seguridad sobre su exposición en todo momento, sin mostrar flaquezas. Sin embargo, en esta segunda clase del curso tuve que dar una peculiar explicación, más bien digresión, de tipo procesal, acerca del recorrido del recurso de casación.

Ello no hubiera sido extraño si el contenido de la clase fuera el que he impartido tradicionalmente hasta este mismo curso en el Máster de acceso a la Abogacía que ofrecen conjuntamente el Colegio de Abogados de Barcelona y mi universidad, del que inopinadamente me he quedado fuera este curso lectivo, pues en él dedicaba toda la docencia al estudio de la jurisdicción contencioso- administrativa. Pero es que resulta que mi sermón del pasado viernes trataba cuestiones puramente sustantivas relativas al espectro del IRPF y del Impuesto sobre Sociedades.

El motivo de mi filípica procesal fue que, durante gran parte de mi exposición previa, estuve haciendo referencia a novedosas resoluciones del Tribunal Supremo, que venían a resolver cuestiones candentes en materia tributaria. A saber, que si la deducibilidad de los intereses de demora en el IS por acá, sin olvidar también su no gravamen en el IRPF, la base de la amortización en inmuebles alquilados adquiridos a título lucrativo por allá, la reducción por el alquiler de vivienda y la “renta declarada” acullá, los avatares de los sueldos del administrador, la reducción por irregularidad en rendimientos profesionales, los requisitos de la reinversión en vivienda habitual y, como colofón, la consideración como crédito fiscal -y no como opción tributaria- de las bases imponibles negativas, publicitada ese mismo día por un despacho de abogados a pesar de que paradójicamente la sentencia no se había publicado todavía en las bases de datos oficiales.

Los semblantes de los oyentes denotaban cierta extrañeza -por no decir incredulidad- ante tanta novedad tributaria. ¿Será que nos encontramos con una ciencia jurídica irrelevante?, parecían decir algunos. Otros, más bien, debían pensar que el profesor era un adanista resabiado. Tuve que defender, por ello, tanto el derecho tributario como mi metodología docente, señalando las beatíficas novedades derivadas de la reforma casacional de 2015, que ha sembrado de paz cuestiones otrora irresolubles en materia tributaria.

Ahora bien, la sensación que me queda al contemplar el panorama, desde mi experiencia, resulta desoladora. Hemos estado decenios soportando una inseguridad jurídica insufrible, en la que las autoridades fiscales se han movido como pez en el agua, o como cerdo en lodazal, extrayendo interpretaciones de la ley a su placer en instrumentos paralegales que todos hemos asumido como dogmas de fe, llámense consultas o instrucciones, cambiando su criterio cuando era de su interés y dejando en el camino miles de liquidaciones -por supuesto, con sanción- que, a día de hoy, serían inasumibles.

Todo esto se ha rectificado gracias al esfuerzo nomofiláctico de nuestro más alto Tribunal, que sigue resolviendo cuestiones de gran trascendencia con unos medios cada vez más precarios por mor de la particular situación en que ha quedado por las cuitas en el CGPJ.

Sin duda son buenas noticias para el futuro mediato, pero en lo que se refiere al presente lo cierto es que la sensación que se apodera de uno es que debemos discutir cautelarmente toda liquidación tributaria que tengamos entre manos, salvo excepciones, porque la Administración ha jugado con las cartas marcadas hasta la fecha, o porque la normativa resulta abiertamente contraria a la Constitución y no tardará en hacerse justicia por parte del TS.

Y de ahí que empiece a aflorar como hongos en este sector jurídico un estrato de rábulas que pretenden hacer negocio a base de reclamaciones multitudinarias, tan asentados ya en otros ámbitos jurídicos como los alquileres, las multas o el sector financiero.

Mal síntoma. Pobre statu quo el de convertirse en un querulante tributario como deber moral, impostado o no. Produce una tremenda desazón, sí, pero es exactamente el lugar y el sitio donde me temo que nos han situado los poderes públicos.

Y, en cuanto a los que me tachen de mordaz, responderé que siempre se ha permitido a los ingenios cierta libertad para burlarse impunemente de las cosas humanas, con tal de que no se llegue a lo licencioso (Erasmo).

Publicado hoy viernes, 17 de diciembre de 2021, en Iuris & Lex -elEconomista-

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