Llevaban días viviendo entre brumas y bajo la nieve. Maldita sea. Aquella fría mañana no les había dado tregua y de nuevo, los copos de nieve caían sobre sus hombros y espaldas, haciendo aún más inhóspito el terreno y el lodazal en el que tenían que convivir desde hace unos meses. La persistente humedad, el barro frío y la pestilencia humana habían conseguido minar y quebrar la voluntad de los soldados de tal forma que, antes preferían escalar los muros de las trincheras para caer en el terreno abierto o atrapados entre las alambradas, que seguir muriendo o degenerando en aquellos fosos. Más que un refugio, sentían que las trincheras era una especie de prisión o pesadilla de la que no podían escapar, entre el fuego del enemigo y la persistente amenaza de los que tenían en retaguardia.
Bombas, disparos y silbatos, malditos silbatos. Su sonido había conseguido tenerlos en tensión permanente, provocando una continua congoja, ansiedad y angustia, haciendo aún más insoportable las esperas en aquellos inmundos agujeros. Sin embargo, sin saber los motivos, aquella tarde, parecía que no se escuchaba nada. Había silencio, demasiado silencio. Parecía como si todos se hubiesen puesto de acuerdo para escuchar la caída de los copos en tierra.
Evitando interferir en aquel pacto por el cual no perturbar la paz del silencio, algunos aprovechaban para abrir una lata de comida u orinar en alguna de las esquinas de aquella trinchera. Otros, recordando que era la víspera al día de Navidad, Nochebuena, habían pensado en encender alguna de las escasas velas y cirios que les servían para dar calor e iluminar la oscuridad de aquella su morada y elaborar improvisados adornos para recordar el Nacimiento del Niño Dios. No era gran cosa, sin embargo, aquellos pequeños gestos les permitían hacer más llevadera su espera hasta la nueva llamada o silbido. Eran un recuerdo del hogar del que venían, de los suyos, de que habían vivido y sonreído, y no dejaba de ser una expresión del anhelo a un retorno, cada vez más incierto.
Caía la tarde y se mantenía el silencio. Algún que otro sonido y el gélido viento era lo único que uno podía escuchar. O quizás no. ¿Qué era aquello? Algo distinto quebraba el mutismo de la tarde.
Un soldado se alzó, repentinamente, y agudizó el oído. Se había hecho la vana ilusión de que, aquella noche, podrían descansar al abrigo de sus capas y mantas, aunque estuviesen caladas y enmohecidas por culpa de la perenne humedad. Con temor y ansia, subió por la escalerilla y asomó el rostro fuera de la trinchera.
No pasó nada. No le habían disparado. Seguía vivo. Y además persistía aquel sonido proveniente de la zanja del enemigo, de aquellos engreídos alemanes. Agudizó los sentidos y, por fin, escuchó…
“(…) Stille Nacht, heilige Nacht,
Gottes Sohn, o wie lacht”
La letra, obviamente, no era la misma, sin embargo, sabía lo que estaba cantando y recordaba cómo su madre disfrutaba con la melodía. Por eso, con timidez, quiso unirse al canto, aprovechar el tono y que su voz no interrumpiese aquel momento…
“(…) radiant beams from thy holy face
with the dawn of redeeming grace.”
Y para cuando quiso darse cuenta, al lado tenía un compañero y un coro de voces remataron con él, exclamando con emoción,
“Jesus, Lord, at thy birth,
Jesus, Lord, at thy birth!”
Aún no había anochecido, y varios compañeros británicos que habían salido de la trinchera pudieron ver que de la zanja germana aparecieron unos soldados, levantando los brazos. ¿Qué estaba pasando? ¿Era una trampa o alguna estratagema para acabar de minarles aún más la moral? ¿Acaso aquellos bárbaros pretenciosos no tenían ningún tipo de respeto por la Navidad?
Sin embargo, cada vez había más alemanes al otro lado de las alambradas, alguno incluso se había acercado. Movidos por la curiosidad, los primeros soldados ingleses decidieron dejar sus armas a un lado y aproximarse. Y de nuevo, una voz, una cálida y grave voz, inició “Silent night…” a la que, rápidamente, le siguió, del lado germano, “(…) heilige Nacht“. Y así, juntos, como si de un único se tratase hasta el final… Para cuando se dieron cuenta, estaban unos frente a otros, en silencio, sin armas y sorprendidos. Sus enemigos eran como ellos, tenían rostro, el aliento asomaba y el miedo y el cansancio también les había hecho mella. ¡Dios mío! Eran soldados como ellos. Eran hombres.
Así que, aprovechando el momento y la proximidad, uno extendió la mano y le ofreció un pitillo a aquel chico británico, quién rápidamente ofreció la suya y la estrechó. No sólo eso, sino que, por necesidad, porque su corazón se le reclamaba, se abrazó a su enemigo, un soldado alemán, un hombre como él.
Y luego hicieron Historia. Se habla de que, cerca de Yprès, en Bélgica, en aquel terreno de muerte y de nadie, entre alambradas y las huellas de las continuas detonaciones, leyeron juntos un Salmo de la Biblia, rezaron y cantaron juntos, disputaron un improvisado partidillo de fútbol, mientras otros compartían cigarros, chocolate y las escasas bebidas que aún conservaban. Nadie lo había permitido, pero todos se habían puesto de acuerdo que, en honor a aquel Niño que había nacido hacía 1914 años, valía la pena aparcar la contienda y cambiar el silbato por una melodía que los unía.
* * * * *
Este pasaje es una prueba más de que, sin perjuicio de las diferencias y singularidades de cada hombre o mujer, en esencia, a todos nos une el deseo y aspiración común por el Amor, la Justicia y la Paz, una esperanza universal, cuyo máximo exponente o representación es el Nacimiento. Ojalá en estos días, sepamos, aunque sea por unas horas o días, elevar nuestra mirada y ver más allá de nuestras particulares trincheras, con el objetivo y la ilusión renovada de aportar y poner al servicio de todos nuestros talentos y capacidades.
Desde FISCALBLOG os queremos desear, de corazón, que podáis disfrutar de una Feliz Navidad, que la luz de la Esperanza ilumine vuestros hogares y que en el año 2016 seamos capaces de avanzar en la construcción de un mundo mejor para todos.