Hablar, de nuevo, de la jurisprudencia del caso Mahou me produce un estado de resaca comparable al que resulta de la masiva ingesta del producto estrella de la empresa recurrente, pero el tiovivo tributario no cesa de dar juego a la sinrazón.
No en vano, esa doctrina surge de unas resoluciones del Tribunal Supremo de hace ya casi seis años en las que se declaró que ciertas retribuciones de directivos, no pactadas expresamente en estatutos, no eran un gasto necesario para la realización de la actividad económica, lo que determinaba, con la normativa entonces en vigor –muy distinta de la actual-, no concebirlos como deducibles en el Impuesto sobre Sociedades.
Mi carácter crédulo me llevó a pensar que la argumentación utilizada no salpicaría a ejercicios futuros, pues desde 1995 ese tributo ha cambiado su configuración, pasando a calcularse sobre la base de un resultado contable que admite la deducción de todo gasto correlacionado con los ingresos.
No fue así y, desde entonces, se ha venido acentuando una discusión con efectos colaterales en otros impuestos, como el IVA o el IRPF, a cuento de la correcta calificación de las retribuciones de administradores, socios y directivos.
El último dislate, merecedor de hemicraneal para el sufrido fiscalista, se produjo al evaluar el Supremo, mediante sentencia de 26 de septiembre de 2013, la cuantiosa retribución percibida por el administrador único de una compañía que fijaba en sus estatutos que las funciones del órgano de administración no daban derecho a retribución alguna.
El Alto Tribunal se aferra a la formalidad de esa mención estatutaria para considerar el gasto derivado de la remuneración pactada como no deducible sin poner “en duda la trascendencia y la relevancia de sus funciones”, sacudiéndole además al juzgador de instancia por incurrir en “grave error” al enfocar su fallo.
Dejando a un lado circunstancias de justicia material que podrían haber sido tenidas en cuenta, como ha hecho el propio tribunal en otros casos recientes, tal parecer no solo olvida la soberanía de la junta de socios para pactar una remuneración al administrador si los servicios prestados le hieran merecedor de ello, sino que pasa de puntillas por lo argüido por el abogado de la empresa demandada, que aportó a autos una contestación a consulta de Tributos que consideraba que, en el caso de que un administrador ejerciera su cargo sin percibir remuneración alguna por ello, a efectos de su IRPF habría que valorar tales trabajos a mercado en aplicación de las reglas entre partes vinculadas.
Esto es, lo que se pagó al administrador tomando de forma conservadora la literalidad de lo resuelto previamente por Tributos, paradójicamente se convirtió en una postura arriesgada de la compañía. Todo un paradigma de los sinsentidos de nuestro insondable sistema tributario.
Pues bien, el pasado 31 de marzo, el propio TS volvió a juzgar las funciones de dirección ejercidas por un administrador único con cargo no retribuido, si bien desde la perspectiva del cumplimiento de las condiciones para la aplicación de la exención del Impuesto sobre el Patrimonio y, consecuentemente, de una reducción en el Impuesto sobre Donaciones.
La discusión jurídica objeto de debate es de especial trascendencia pues, hasta la fecha, existía una total disparidad de criterio entre los diversos Tribunales Superiores de Justicia, tal y como expone pormenorizada y brillantemente Francisco Adame en su reciente libro “Beneficios fiscales para la transmisión de la empresa familiar en los IP y ISD” –pgs.295 ss- y el Supremo, he aquí lo desconcertante, ahora sí concluye que “la clave para resolver este motivo casacional se halla en la existencia de una real, eficaz y verdadera intervención en las decisiones de la empresa”, considerando que “lo realmente decisivo es que tales funciones impliquen la administración, gestión, dirección coordinación y funcionamiento de la correspondiente organización”.
Obsérvese la incongruencia argumental subyacente, pues lo que no era trascendente en el ámbito del IS, esto es, la relevancia de las funciones realmente ejercidas, pasa a tener la mayor importancia en el IP.
Y es que, si bien es cierto que el debate se centra ahora en un tributo distinto, ello no debería obstar a que la valoración jurídica del hecho debiera ser la misma, superando así el peregrino argumento del principio de estanqueidad del ordenamiento tributario, tal y como propone el magistrado López Candela en una publicación actual.
Así las cosas, el Supremo cierra un debate –el que existía en la jurisprudencia menor en torno a la catalogación de las funciones de dirección en el IP- para abrir uno nuevo, como es si esta nueva resolución supone un cambio de orientación doctrinal en el sentido de estarse al fondo -de las funciones ejercidas- y no a la forma –su previsión estatutaria- también en el IS.
Es seguro que la postura administrativa seguirá la conclusión formalista de la primera resolución del Supremo, acogida ya por resolución del TEAC de 6 de febrero pasado, por un principio pro recaudación siempre presente en el alma liquidadora.
No estaría de más que, en la pretendida reforma tributaria, se solventara este debate de tan poca sutileza doctrinal, con una modificación de la ley de sociedades de capital que previera un tertium genus retributivo que dotara de seguridad jurídica a los pagos realizados a los administradores, gerentes u órganos de dirección.
Solución fácil, sensata y poco controvertida, no apta para el orbe tributario.
Publicado en la revista Iuris & Lex del día 23 de mayo de 2014.