Cuentos tributarios del pasado para mis nietecillos del futuro. El cuento de la simulación y sus tribulaciones

El pasado 10 de marzo llegué a esa edad que puede definirse con propiedad y conocimiento de causa —los que no han llegado a ella carecen sin duda de lo segundo, y tampoco pueden presumir, por tanto, de aptitud para lo primero— como “la flor de la vida”. Es esa edad en la que una cumple 25 años por segunda vez y espera que le queden por cumplir por lo menos, por lo menos, otras dos rondas de 25, por aquello de que al viaje a cualquier Ítaca que se precie lo primero que hay que pedirle es que sea largo, sobre todo cuando aún disfrutamos, y con enorme placer y alegría, de cada uno de los nuevos puertos que nos descubre la travesía.

Así que me siento —sé que estoy— en la flor de la vida.

Pero como a esta edad mi suegra disfrutaba ya de su primera nieta —mi hija Inés—, he empezado a hacer acopio de batallitas y cuentos tributarios con los que entretener y dormir (o desvelar para siempre) a mis nietecillos del futuro. Un futuro que confío en que no sea inminente, pero que tampoco sea muy muy lejano del todo… sobre todo porque no estaría mal llegar a la cuarta ronda de los 25 con algún bisnietecillo…

Pero vayamos con los cuentos que estoy recopilando, que es lo que a Uds. les puede interesar.

En el primero de ellos, tengo intención de presentar a mis nietecillos del futuro los actores sempiternos de estas historias tributarias —legislador, contribuyentes, inspectores de hacienda, jueces— y de introducirles a las reglas básicas del mágico mundo tributario: que si los contribuyentes son los que pagan todo, pero que es el legislador el que tiene que decir cuánto, cómo y quién; que si los inspectores vigilan para que los contribuyentes hagan caso de lo que dice el legislador y no se escaqueen en el pago de lo que el legislador dice que les corresponde pagar; que si los jueces ponen orden cuando hay desacuerdo entre contribuyentes e inspectores sobre si se ha hecho caso o no a lo que dice el legislador (pues este a veces habla en un idioma que es muy difícil de entender); que si los jueces también llaman al orden al propio legislador cuando se vuelve un poco loco en la decisión del cuánto, cómo y quién tiene que pagar impuestos; y que el legislador también se encarga de decidir cuánto y en qué se tiene que gastar lo que pagan los contribuyentes, pero sin que nadie o casi nadie —salvo todos (o sea nadie)— le llame al orden en este punto ni le vigile mucho para que esa decisión sea adecuada… Lo de la AIReF y tal yo creo —y perdónenme la simplificación— que lo obviaré. En cambio, sí les presentaré a los que, normalmente —y perdónenme ahora el sesgo—, serán los héroes de estos cuentos: los abogados que luchan por el Derecho, por supuesto.

Y con esto creo que el primer cuento no me va a dar para mucho más.

Más interés, sin duda, despertarán entre mis nietecillos del futuro los siguientes cuentos, basados en estas batallitas con las que su abuela se entretenía en ese pasado que es el hoy presente. Ya saben Uds.: las aventuras y los saberes que pueblan nuestro particular viaje a Ítaca.

Les contaré así, por ejemplo, El cuento de la simulación y sus tribulaciones.

¿Quieren que también se lo cuente a Uds.?

Diría algo así como lo siguiente:

Parte 1. Los tres caminos

Hace ya muchos muchos años, en este querido país nuestro llamado España, el legislador dispuso tres caminos diferentes para que los inspectores pudieran corregir a los contribuyentes cuando entendían que sus negocios y actos jurídicos no se habían declarado como era debido.

Había un camino para cuando el contribuyente simplemente se equivocaba al ponerle el nombre a las cosas. Algo, por lo demás, eso de equivocarse, que le puede pasar a cualquiera —también a los inspectores, y a los jueces, y, desde luego, al legislador—, pues es muy humano errar. Este camino, luminoso y bastante llano, no exigía que el inspector pidiera permiso ni opinión a nadie para decirle al contribuyente cómo tenía que haber llamado al negocio o acto jurídico que realizó, ni para indicarle cuál era su correcto tratamiento fiscal, ni tampoco para decidir si podía o no imponerle un castigo adicional, pues nada excluía esa opción. Al final del camino, que recorrían juntos el inspector y el contribuyente en un viaje llamado “procedimiento de inspección”, al contribuyente le decían cuánto tenía que haber pagado y no pagó, y también si se llevaba o no el castigo adicional de la sanción. Y ese camino —conocido como el de la simple recalificación— se abría con la llave del artículo 13 de la LGT.

Otro camino se preveía para cuando los contribuyentes habían hecho una cosa distinta de la que intentaban hacer creer a los demás. En este camino —también bastante llano, pero quizá un poco más sombrío que el anterior—, el inspector tenía que acreditar que los contribuyentes eran un poco mentirosuelos, pero —como sucedía con el de la simple recalificación— no tenían que pedir a nadie permiso para nada. Al final del camino, al contribuyente le decían cuánto tenía que haber pagado y no pagó, y era altamente frecuente que, además, se llevara de regalo el castigo adicional de la sanción, precisamente por el esfuerzo que el inspector tenía que desplegar para descubrir su mentira y porque eso de mentir, queridos niños, que ya os lo dice la abuelita todos los días, está muy feo y muy mal. Ese camino —conocido como el de la simulación— se abría con la llave del artículo 16 de la LGT.

Por último, había también previsto un camino para cuando el contribuyente no engañaba a nadie ni mentía, pero —eso sí— hacía cosas enrevesadas y complicadísimas, que serían difícilmente explicables si no fuera porque, haciéndolas de esta forma, el contribuyente creía tener derecho a la posibilidad de pagar un poco menos, porque entendía que esa posibilidad se deducía de lo que decía el legislador. O sea, se trataba de un camino previsto no tanto para los contribuyentes mentirosuelos, sino para (quizá) los que a veces se pasan de listillos. Este camino, tortuoso y tenebroso, exigía el visto bueno de un consejo de sabios (una comisión consultiva) que tenía que valorar si los negocios en cuestión eran notoriamente artificiosos e impropios y carecían de efectos jurídicos o económicos diferenciadores, más allá de los correspondientes a los negocios propios o usuales o al ahorro fiscal. Y al final de este camino los inspectores solo podían exigir el pago que se hubiera debido si los contribuyentes no se hubieran embarcado en el lío de operaciones realizadas, pero el castigo adicional era mucho más difícil de imponer y, de hecho, durante mucho mucho tiempo estuvo expresamente vedado. El camino —conocido como el conflicto en la aplicación de la norma tributaria— se abría con la llave del artículo 15 de la LGT.

Pues bien —seguiría contándole a mis nietecillos—, hubo un tiempo en el que los inspectores tenían la posibilidad de elegir sin mayor cortapisa el camino a seguir cualquiera que hubiera sido la actuación previa del contribuyente al completar su declaración.

Pero, abuelita Gloria —me interrumpirán alarmados mis nietecillos—, ¿de verdad que los inspectores podían elegir libremente y sin ninguna cortapisa entre los tres caminos, siendo tan distintos y llevando a consecuencias tan dispares entre sí? ¿No nos habías dicho, abuelita, que era el legislador el que decía cómo, cuánto y quién tenía que pagar? ¿No es esa capacidad de elección indiscriminada una afrenta a las reglas del juego?

Y yo, admirada de lo listos que serán mis nietecillos y de su enorme riqueza léxica, les contaré que, por sorprendente que les pueda parecer, hubo un tiempo en el que, en efecto, los propios jueces consideraban que si la declaración del obligado tributario no era la que tenía que ser, era casi innecesario darle muchas vueltas al camino que había que recorrer para exigirle el impuesto debido, porque lo único que se consideraba importante era frustrar el efecto de que terminara pagando menos de lo que le tocaba y que, para tal fin, cualquiera de los caminos era perfectamente válido.

Abuelita, abuelita —interrumpirán con insistencia, pues todos sabemos lo insistentes que pueden llegar a ser los niños cuando no entienden el porqué de las cosas—, pero si nos has dicho que en algunos de los caminos, aparte de exigirles a los contribuyentes que apoquinaran lo que debían, se les podía imponer un castigo adicional, por torpes en el camino de la recalificación o por mentirosuelos en el de la simulación, mientras que ese castigo era difícil o imposible de imponer en el camino oscuro y tenebroso —¿cómo decías que se llamaba, abuelita?, ¿del conflicto?, ¡uy, qué nombre más raro!—. ¿Cómo podían decir los jueces que daba lo mismo?

Y ante la mirada angustiada de mis nietecillos, que abrirán sin duda sus ojillos (ojazos para su abuela) de par en par, me apresuraría a tranquilizarlos y, para que vieran que en este querido país llamado España a veces las cosas también evolucionaban para bien, les explicaría que a esa situación tan sorprendente se le puso fin con una decisión muy celebrada de los jueces más importantes del país en la que se dijo que estos caminos no habían sido creados por el legislador de manera gratuita y, desde luego, no habían sido puestos a disposición de los servidores públicos [se referían con ello a los inspectores de hacienda y quizá también a los propios jueces] de manera libre o discrecional, sino solo en la medida en que se cumplieran los requisitos establecidos para transitar por cada uno de ellos, y en la que se concluyó con mucha rotundidad que, en definitiva, los tres caminos no eran intercambiables. [Ya saben Uds. que me refiero a la sentencia del Tribunal Supremo 904/2020 de 2 de julio de 2020, seguida de las 905/2020 y 1074/2020].

¿Y este es el fin del cuento, abuelita? ¿Fueron entonces todos felices y comieron perdices?, me preguntarían entonces con alivio, pero también con algo de desencanto asomando en la voz por un cuento tan cortito. Y tendría que decirles que no, que en materia tributaria las desventuras y tribulaciones de los contribuyentes dan para mucho más de sí, introduciéndoles así a la segunda parte del cuento.

Parte 2. Del mundo previo al posterior: los tres retos

El paso del mundo previo a esa decisión tan importante de los jueces más importantes del país, en el que los caminos se utilizaban indistintamente, al mundo posterior, en el que cada camino solo podía ser recorrido cuando se cumplían los requisitos para transitar por él, dio lugar a situaciones complicadas en las que nuestro héroe [aquí hará aparición nuestro aguerrido luchador por el Derecho] tuvo que emplearse a fondo para poder rescatar a los contribuyentes de las garras de la sinrazón. [Uds. disculpen la hipérbole; es un recurso estilístico para que mis futuros nietecillos no se me duerman].

Sucedió así que, bajo los parámetros existentes en el mundo previo, a veces los inspectores eligieron un camino —el llano de la simulación— que los contribuyentes consideraron equivocado, pues entendían que no se les podía reprochar haber engañado ni mentido a nadie, ni ocultado nada, sino —a lo sumo— haberse complicado (algo o mucho) la vida por hacer las cosas de una forma (más o menos natural, más o menos compleja) precisamente porque entendían que hacerlo de esa forma llevaba aparejado un menor coste fiscal. Y en ese camino llano de la simulación, que los contribuyentes consideraban equivocado, pero que era el que los inspectores habían elegido transitar, se les terminaba exigiendo a los contribuyentes no solo lo que estos habían dejado de pagar, sino también la sanción que se les imponía como castigo adicional.

Y sucedió también que esa disputa entre los inspectores y los contribuyentes sobre si el camino elegido era o no el correcto, o sobre si procedía o no el castigo adicional, llegó a los jueces en el tránsito entre el mundo previo y el posterior, de forma que pudieron plantearse tres situaciones distintas, cada una de las cuales representaba un auténtico reto para nuestro héroe.

En el primer caso, conscientes ya los jueces de que no cabía el uso indistinto de los tres caminos, les dijeron a los inspectores que habían recorrido el camino equivocado, dando razón al contribuyente, que se quedó muy contento hasta que la inspección quiso reiniciar de nuevo el viaje, esta vez por el camino correcto. Las aventuras de nuestro héroe en este reto se cuentan en otra historia, la del Cuento tributario de nunca acabar, que dejaremos para otra ocasión. [Los autores del cuento se inspiraron para escribirlo en las sentencias de la Audiencia Nacional de 19 de febrero de 2021, rec. n.º 774/2017, y 13 de octubre de 2020, rec. n.º 232/2017, y el informe n.º 3 de la Comisión consultiva del conflicto en la aplicación de la norma tributaria].

En el segundo caso, siendo o no conscientes del tránsito del mundo previo al posterior, pero considerando que el camino elegido por el inspector sí era correcto, los jueces confirmaron tanto el camino elegido como el castigo adicional de la sanción. El reto aquí para nuestro héroe vino en conseguir que esa decisión de los primeros jueces, que él consideraba errónea, pudiera ser revisada por los jueces más importantes del país, pero esta es otra historia, la del Cuento tributario de la segunda oportunidad, que tiene una precuela (Las aventuras de Saquetti en la Corte de Estrasburgo) y que también dejaremos para otra ocasión.

El reto difícil de verdad para nuestro héroe vino en el tercer caso, en el que los jueces, inconscientes quizá de que ya no vivíamos en un mundo donde cupiera recorrer el camino que no tocaba, no cuestionaron la corrección del de la simulación elegido por la inspección, pero sí su principal efecto: el castigo adicional de la sanción, que quedó anulada por apreciarse que los contribuyentes habían actuado pensando que lo hacían bien, bajo una interpretación razonable de la norma, o con un error sobre si la forma elegida para hacer las cosas llevaba aparejado o no un menor coste fiscal.

Un momento, abuelita —me interrumpirán otra vez, pues las cosas importantes no les pasarán desapercibidas a mis nietecillos—, ¿cómo es posible que se entienda que es correcto el camino de la simulación al mismo tiempo que se considera que el contribuyente creía que estaba haciéndolo bien? ¿La simulación no era el camino para corregir a los mentirosuelos? ¿Se puede mentir pensando que estás diciendo la verdad?

Y si para entonces no he cambiado de parecer, les tendré que explicar que, en la modesta opinión de su abuela, las dos cosas son difícilmente conciliables. Y es que para esa abuela de mis futuros nietecillos, que le gustará seguir el Diccionario de la Real Academia Española para determinar si lo que dice es lo que quiere decir, simulación es “la acción de simular” y simular es “representar algo, fingiendo o imitando lo que no es”. Y como fingir es “dar a entender algo que no es cierto” e imitar, en la acepción que asumo que se utiliza aquí, “hacer o esforzarse por hacer algo lo mismo que otro o según el estilo de otro”, a esa futura abuela —que (D. m.) seré yo— le parecerá evidente que no se puede simular de forma inadvertida, pues nadie finge o imita nada sin esfuerzo ni voluntad.

Pero te parece justo que los jueces les quitaran las sanciones, ¿verdad, abuelita? —se anticiparán mis nietecillos, porque algo me conocerán y sabrán de qué pie cojea su abuela…, y espero que, para entonces, lo siga haciendo solo en sentido figurado. Y les tendría que explicar que, aunque el concepto de la justicia es un poco etéreo y subjetivo, a su abuela, en efecto, le parecía bien quitarle las sanciones si el camino elegido no era el correcto… o si podía albergarse alguna duda sobre ello.

Pues, entonces, todos felices, ¿no, abuelita? ¿Dónde está el reto para nuestro héroe?

Y aquí retomaré el hilo de la historia con la tercera parte del cuento.

Parte 3. Las tres Tribulaciones

Resultó, queridos niños, que el abogado de los inspectores, que es un abogado muy listo y que también lucha por el Derecho, pero que en este cuento no le toca [¡se siente!] el papel de héroe, se dio cuenta enseguida de que, si la simulación se consideraba el camino a recorrer junto con los mentirosuelos, que mienten y engañan, las dos parejas de conceptos —simulación e interpretación razonable de la norma, o simulación y error invencible de prohibición— eran poco conciliables entre sí. Y dándose cuenta de ello denunció esa inconsistencia ante los jueces más importantes del país.

¿Y qué dijeron los jueces más importantes del país, abuelita? —me preguntarán todo curiosos. Y les tendría que contar que, analizando solo y exclusivamente eso que se les preguntaba, los jueces más importantes del país también identificaron esa incompatibilidad entre los dos pares de conceptos y confirmaron en un montón de casos el castigo adicional (la sanción) que los inspectores habían impuesto. [Les remitiré a la lectura, para cuando sean mayores, de las sentencias del Tribunal Supremo n.os 403/2021, 741/2021 y 786/2021, como una pequeñísima muestra del rosario de pronunciamientos sobre esta materia en el último año].

Pues vaya gracia —protestarán enfurruñados—, ¿y qué dijo nuestro héroe?

Pues la verdad, queridos niños, es que el héroe no lo tenía nada fácil porque en la defensa del contribuyente tenía que enfrentarse a tres grandes Tribulaciones, que ya sabéis que son como los ogros y los dragones en los cuentos medievales: adversidades que por su tamaño y ferocidad producen gran congoja moral.

La Primera Tribulación a la que tuvo que enfrentarse nuestro héroe fue la del Desarme Obligatorio, pues nuestro héroe, que se había pertrechado con un montón de razonamientos diferentes y variados contra la sanción —cuya capacidad de convicción ni siquiera había sido puesta a prueba, pues los primeros jueces quedaban convencidos con el primero de sus razonamientos—, se veía obligado a abandonar esos razonamientos ante los jueces más importantes del país, pues la selección de las armas a emplear ante ellos la hacía quien había perdido ante los jueces primeros.

La Segunda Tribulación a la que tuvo que enfrentarse fue la del Orden de los Factores, pues aceptando la incompatibilidad entre los pares de circunstancias apreciadas por los jueces primeros —simulación e interpretación razonable de la norma, o simulación y error invencible de prohibición—, nuestro héroe vio cómo se daba prevalencia al primero sobre el segundo, cuando bien pudiera haber sido que lo correcto hubiera sido hacer lo inverso. Pensaba así nuestro héroe que, si bien es cierto que si los jueces aprecian mentira y fingimiento, y con ello simulación, no cabe interpretación razonable de la norma ni error de prohibición, también es cierto que la apreciación judicial de una interpretación razonable de la norma o de un error de prohibición excluye en una decisión racional todo reproche de mentira y fingimiento al contribuyente, por más que a su conducta se le haya llamado “simulación”.

Y la Tercera Tribulación, queridos niños, muy amiga de la Segunda, es la de la Penumbra de la Simulación. Y es que sucede a veces —muy a menudo más bien— que las palabras se usan con impropiedad, o que distintas personas atribuyen a unas mismas palabras atributos o connotaciones diferentes. Y justo ese es el caso de la palabra simulación, que —como hemos visto— se utilizó muchas veces en el mundo previo para designar situaciones en las que el contribuyente lo que hacía era complicarse muchísimo la vida para hacer cosas que no hubiera hecho si no fuera porque entendía que haciéndolo así tenía un mejor tratamiento fiscal; en las que, por tanto, el contribuyente en realidad no había ocultado hechos, sino, si acaso, sus intenciones al hacer lo que hacía, aunque esa intención (pagar menos impuestos) a menudo también era cristalina y palmaria, porque el contribuyente hacía lo que hacía, en el entendimiento de que el propio legislador le garantizaba al hacerlo ese mejor tratamiento fiscal. El problema, queridos niños, es que la Tercera Tribulación volvía a plantear el mismo reto al que se enfrenta nuestro héroe en El cuento tributario de la segunda oportunidad: que los jueces más importantes del país consideraban que las cuestiones de calificación eran materia probatoria y no debían ser revisadas por ellos.

¿Y tú estás de acuerdo con eso, abuelita? —me interrumpirán sin duda aquí, pues llevarían demasiado tiempo calladitos. Y yo tendría que decirles —si para entonces no he cambiado de parecer— que no, que para su abuela la calificación es algo más que tomar nota de lo que pasa y, por tanto, algo más que una simple cuestión de prueba, pues consiste en bautizar a eso que pasa (a los hechos) con el nombre que utiliza una norma, y para ello es imprescindible primero tener claro el significado de ese nombre cuando es utilizado en esa norma; esto es, resulta imprescindible haber interpretado esta última. Quiere esto decir que unos mismos hechos probados pueden recibir calificaciones diferentes, en función de cómo se interprete el concepto que se utiliza en esa calificación. Y les diría que por eso ENGISCH, un autor alemán de cuentos jurídicos [Uds. perdónenme la herejía], decía que calificar es un ir y venir de la mirada desde el hecho a la norma y desde la norma al hecho… o algo así. Y que por eso mismo el Cuento de las facultades administrativas de comprobación sobre ejercicios prescritos, que se escribió a partir de la sentencia de los jueces más importantes del país del 1 de marzo de 2022, levantó tanto revuelo en su momento.

Anda, abuelita, ¿y cómo se enfrentó nuestro héroe a estas Tribulaciones?

Y aquí les podré explicar —si es que la práctica forense del viaje que quede hasta esa Ítaca futura se muestra favorable a ello— que, en cuanto al Desarme Obligatorio, fueron los propios jueces más importantes del país los que, en una reunión que tuvo lugar el 3 de noviembre de 2021, decidieron que una vez que se había librado ante ellos el duelo con las armas elegidas por el abogado de los inspectores (recurrente en el caso), los jueces más importantes del país debían, o bien analizar ellos mismos el resto de los razonamientos que los jueces primeros consideraron innecesarios, o bien pedirle a los jueces primeros que los examinaran ellos, con lo que la Primera Tribulación quedó superada sin necesidad de que nuestro héroe se empleara a fondo. [Me refiero, como sabrán Uds., al Acuerdo no jurisdiccional del Pleno de la Sala Tercera del Tribunal Supremo, en el que, entre otras cuestiones, se afirmó que “una vez fijada la interpretación de la cuestión identificada en el auto de admisión, y en la hipótesis de que se haya resuelto en sentido favorable para las tesis del recurrente, el Tribunal pasa a resolver el tema litigioso con plenitud de conocimiento, en los términos en que se hubiera planteado”, si bien “puede ser pertinente la retroacción de las actuaciones para que la Sala de instancia vuelva a resolver sobre el fondo, si las actuaciones practicadas en la instancia adolecen de insuficiencias que impiden al Tribunal Supremo formar un juicio con las debidas garantías sobre el tema litigioso”. No me parece a mí que las sentencias de casación recaídas hasta la fecha en estos temas de simulación lo estén llevando de forma clara a la práctica, pero puede ser impresión personal, y tampoco me siento del todo legitimada para reprochar a “los jueces más importantes del país”, que cada vez cuentan con más bajas en sus filas sin que se disminuya su carga de trabajo ni les lleguen refuerzos, que den más visibilidad al efectivo cumplimiento de ese Acuerdo…, aunque ayudaría mucho a que mis futuros nietecillos puedan tener felices sueños con estos cuentos tributarios].

Porque, respecto del resto de Tribulaciones, el final de este cuento todavía no está escrito. Probablemente tendré que esperar para ponerle el punto final a terminar El cuento de las sociedades sin medios materiales y la simulación, pues buena parte de las Tribulaciones que se relatan en esta historia traen causa de esa desventura en particular.

Así que, confiando en que la travesía que nos queda hasta nuestra Ítaca particular nos permita escribir muchos finales felices para esta y otras historias, con un colorín colorado, aquí les dejo este cuento tributario inacabado.

2 pensamientos en “Cuentos tributarios del pasado para mis nietecillos del futuro. El cuento de la simulación y sus tribulaciones

  1. Ricardo Narbón

    Me temo, siguiendo con un cuento muy conocido, que al final el lobo feroz (la Inspección) se comerá a la abuelita (los asesores fiscales), a caperucita roja (el contribuyente) y al cazador (los Tribunales), y si no puede, le quitará la escopeta (cambiará la norma).

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