El pasado 2 de julio, al límite máximo del plazo legal fijado, se publicó oficialmente el Real Decreto Legislativo 1/2011, 1 de julio, del Texto Refundido de la Ley de Auditoría de Cuentas con el objetivo de refundir y sistematizar toda la normativa legal aplicable a esta actividad o profesión.
Como es bien sabido, la normativa básica que regulaba hasta la fecha la actividad de Auditoría de Cuentas era la Ley 19/1988, de 12 de julio, de Auditoría de Cuentas. No obstante, con el paso del tiempo desde su aprobación, la norma había sufrido diversas modificaciones, y en especial, la reciente Ley 12/2010, de 30 de junio, en la que se efectuaba la necesaria adaptación a la normativa comunitaria en la materia.
Dada la desidia del legislador, en este año de plazo para su publicación, no se ha aprovechado para introducir ninguna innovación legislativa significativa. De hecho, las principales novedades las encontramos en la ya citada Ley 12/2010 en virtud de la cual se trasponía la Directiva 2006/43/CE. Es decir, el legislador se ha limitado a seguir el paso marcado desde la Unión Europea sin mucho interés en mejorar la posición y el ejercicio profesional de dicha profesión.
Pues bien, a colación de dicha novedad e inspirado en la ilusión que tiene un compañero de trabajo que, en muy breve plazo, iniciará su andadura como auditor, me surgen una serie de reflexiones sobre dicha profesión. El caso es que, la figura del auditor, en tanto es un experto técnicamente competente y actúa con la máxima objetividad posible (la denominada independencia) es clave para la buena marcha de una economía libre y de mercado. Recordemos que, dos pilares básicos que garantizan la verdadera libertad de mercado son:
▪ la existencia de unos vigilantes competentes que controlen que se actúe conforme a la Ley y, llegado el caso, tengan capacidad de denuncia y exigencia de responsabilidades respecto de aquellos que realicen trampas e irregularidades; y
▪ el cumplimiento del principio básico de que los actores deben ser responsables de sus actos.
Basta ver como a lo largo de la actual crisis económica se insiste continuamente en la existencia de fallos de los eventuales supervisores y de que, quienes cometieron errores significativos (entidades financieras, sociedades de tasación, particulares, auditores privados y supervisores públicos, etc.) miran para otro lado.
Retomemos la actual normativa reguladora de la profesión de auditor de cuentas. Vaya por delante mi respeto y admiración por los profesionales que se dedican a la auditoría de cuentas, no obstante, algo debe fallar en la profesión cuando la norma positiva debe incorporar una regulación ética de obligado cumplimiento (oxímoron) y un amplio régimen de incompatibilidades con el objetivo de asegurar una mínima independencia de los profesionales respecto de los gestores de las mismas. Pese a todo, cada vez que tenemos noticias de situaciones irregulares en empresas, la gran mayoría de ocasiones, lamentablemente, el auditor resulta ser el primer sorprendido (basta ver el reciente caso de la SGAE o los múltiples ejemplos de empresas que se han visto abocadas al concurso de acreedores pese a presentar unos informes de auditoría impolutos).
Al final, no nos cabe otra que fiarnos de la competencia y buen hacer del profesional, ahora bien, la propia dinámica del ejercicio de la profesión juega en su contra (plazos excesivamente cortos, remuneración insuficiente, elección y nombramiento por parte de los propios gestores, etc.) y deja la norma en un ejercicio de mero voluntarismo.
Pongamos un ejemplo. En el artículo 13 ‹‹Causas de la incompatibilidad›› del vigente Texto Refundido. En el apartado g) se dice textualmente que existirá incompatibilidad con el auditor firmante cuando:
‹‹La prestación de servicios de abogacía simultáneamente para la entidad auditada, salvo que dichos servicios se presten por personas jurídicas distintas y con consejos de administración diferentes, y sin que puedan referirse a la resolución de litigios sobre cuestiones que puedan tener una incidencia significativa, medida en términos de importancia relativa, en los estados financieros correspondientes al período o ejercicio auditado››.
Esta cláusula trata de prevenir casos como el acaecido con el escándalo Enron que se llevó por delante a la mítica firma Arthur Andersen, q.e.p.d. (en España podríamos hablar de los casos Banesto, Gescartera, etc.) Ahora bien, hecha la Ley hecha la trampa. Para empezar, ¿qué sentido tiene participar en una misma sociedad auditores y asesores fiscales y legales, si entre otras cosas, al repartir el dinero nunca nos hemos puesto de acuerdo? Cada uno en su casa, no obstante, una variedad de alianzas y colaboraciones tácitas o confesas, permiten tejer una tupida red de arrastre e intereses conjuntos que pueden afectar notablemente a la ansiada independencia.
Una cuestión menor de orden práctica, ¿cuántos auditores se ven obligados a realizar el propio trabajo de formulación de Cuentas Anuales que le corresponde al órgano de administración pese a que su contrato y encomienda profesional se limita a la mera verificación de las mismas? Ciertamente no lo hacen por placer o aburrimiento, sino porque, de negarse, siempre será posible encontrar algún profesional más servicial.
Más. Tema honorarios. Sinceramente, cobran poco y me sorprende que los socios-no gestores sean cicateros en este aspecto, perjudicándose a sí mismo, pues el sistema de honorarios es la base la principal motivación para asegurar una cierta independencia. Y es que, si los auditores tuviesen una mayor remuneración, podrían (y sería exigible) una mayor dedicación en tiempo y recursos en lugar de, como sucede en la realidad, simultanear múltiples actuaciones de verificación a la vez, con la consiguiente dispersión y pérdida de efectividad. Muchas veces me he maliciado para mí que los auditores deberían tener derecho a una remuneración adicional y/o complementaria (a modo de comisión o variable) en función de lo ‹‹agujeros negros›› que descubriesen y probasen su realidad (como sucede con algunos supervisores públicos). Resulta un tanto peculiar, pero los beneficiados serían aquellos socios que no participan activamente de la gestión de la sociedad.
Otro tema conflictivo atañe al hecho que en muchas empresas la designación del auditor depende del propio gestor o equipo de dirección. Basta ver lo que sucede en las empresas cotizadas, o en aquellas sociedades o grupos de naturaleza familiar o personal, en las que el socio mayoritario es a su vez el primer ejecutivo, etc. ¿Acaso realmente existe interés en buscar un auditor veraz o se prefiere alguien hombre acomodaticio a las cuestiones existentes?
Como estas, se me presentan tantas otras situaciones ‹‹extrañas››, y al final, por mucha norma ética y demás parrafadas, debería tomarse conciencia de la perniciosa realidad y favorecer un cambio sustancial y radical en el ejercicio de la profesión que garantice la actuación de los profesionales. De lo contrario, deberemos asumir que a los propios profesionales no les dan más opción que escoger entre sobrellevar la (peligrosa) dinámica actual o la mera vivencia ética de Diógenes.
PS.- Por cierto, sería conveniente que los ciudadanos, de forma ajena a cualquier institución política o social, mediante un bote común, contrátasemos un equipo de auditoría para la revisión de las instituciones políticas y económicas de este país. Seguramente, entonces, se conseguiría ver algo de luz.