Carmelo Gómez. El eterno decano

Acabo de enterarme del fallecimiento del que, para miles de juristas, fue el decano eterno de la facultad de Derecho de la Universidad de Barcelona. No solo fue eso. Fue, sin duda, un inmenso y acogedor umbral de entrada a los estudios de Derecho de todos los que hemos tenido el premio de conocerle. No en vano, era el profesor de una de esas abstractas asignaturas que se daban en el primer curso de la carrera, en mi caso, Teoría del Derecho, y sus clases te daban la oportunidad de confiar en que ser jurista no tenía por qué venir acompañado del tedio, de la ostentación o de la altivez que se observaba en otros profesores que empezabas a conocer.

Recuerdo perfectamente sus clases en las aulas carpetovetónicas, ya antediluvianas entonces, del primer piso del edificio antiguo de la facultad. Su serena voz, con un mitigadísimo acento murciano, invocaba a uno a atender a una materia que se antojaba demasiado abstrusa para la mente poco o nada cultivada de aquel humilde estudiante que fui. A lo largo del resto de la carrera lo encontrabas siempre deambulando por los edificios, hablando con uno y con otro, sin que jamás asomara en su expresión una mala cara o ganas de escaquearse de los miles de estupideces con las que tenemos que bregar en el trato diario con los humanos que nos rodean. Siempre fue atento con todo el mundo, aparentando y dando tranquilidad a su interlocutor, como si la vida no consistiera más que en atender al prójimo sin preocuparse por uno mismo.

La gran mayoría de profesores quedan -quedamos- en una nebulosa de las vidas futuras de los alumnos, pero él no. Su bondad era tal que, sinceramente, no se me ocurre haber conocido a alguien inteligente y cultivado tan bueno como él. Bueno en el sentido más primario. No esa bondad que puede hacer daño a los demás. No. Una bondad que consistía en almacenar las miserias de los demás en un depósito oculto en el más allá. Una bondad no exenta, por supuesto, de una inteligencia que era fácil colegir en una incólume expresión pícara que, junto a su rebeca por encima de la camisa, le acompañó siempre. Igual que, en los últimos tiempos, su inseparable bastón.

Con el paso de los años trazamos cierta amistad. O cercanía más bien. Siempre que le llamé al móvil tuvo respuesta para mí. Y creo que yo le correspondí de la misma manera, permitiéndome ayudar a una amiga común. No hace tanto, o quizás sí, que me llamó por teléfono para comentarme algo relacionado con el colegio de abogados. Luchaba por los derechos constitucionales que tan perdidos se encuentran hoy en día. Pero lo hacía a su manera. Sin aspavientos. Sin enrocarse. Con una táctica que no era tal, y que pasaba por agotar al rival a base de razonamientos inapelables. Uno detrás de otro. Y luego otro. Y otro. Y así hasta espantar al pobre incauto que quisiera jugarle una partida intelectual, cultural, estratégica y, sobre todo, jurídica.

Hace escasos días se le rindió homenaje en el colegio de abogados de Barcelona como jurista de prestigio. Bien está, aunque llegue tarde y el premio tuviera que recogerlo su hijo. Con la ilusión que le hubiera hecho a él. La recogida y, ante todo, una buena comida posterior.

Se va una parte de mi vida. De mi juventud, quizás. Es un pensamiento egoísta. Lo sé. Igual que sé que, por mucha penitencia que hiciera hasta el final de mis días, jamás podría llegar a tener la mitad de bonhomía que practicaba naturalmente Carmelo. Hay personas que no deberían tener derecho a dejarnos. Y Carmelo era, y será siempre en mi corazón, uno de ellos.

Descansa en paz mi querido decano.

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