El texto de este obituario proviene de la publicación contenida en In memoriam 1993/2024, Asociación Grupo de Opinión Salvador de Madariaga, 2ª edición.
Se muere desde el mismo momento en que se nace, por lo que todos vivimos y morimos simultáneamente. Enrique Giménez Reyna, además de un amigo entrañable, un alma delicada y un verdadero sabio, siempre fue para mí un ejemplo vital. Lo había conocido, apenas iniciada mi andadura universitaria, en diversas reuniones sobre temas tributarios y ya me llamó poderosamente la atención, la amabilidad y el esmero que ponía incluso en sujetos jovencísimos y completamente desconocidos como yo. Con el tiempo, comprendí acabadamente las razones de la fascinación que me había causado conocerlo, porque, como bien afirmara Bernardo de Chartres en el siglo XII, si he mirado más lejos es porque he caminado sobre hombros de gigantes.
Mi segunda toma de contacto con Enrique lo fue con ocasión de su nombramiento como Director General de Coordinación con las Haciendas Territoriales en la primera legislatura del ex presidente Aznar, en el año1996. Yo estaba por aquel entonces en el Gabinete del Secretario de Estado de Hacienda, como profesor de Universidad en servicios especiales, y lo más perentorio y urgente de los empeños de dicha legislatura no era otro que la reforma de la financiación autonómica y la cesión parcial del IRPF a las Comunidades Autónomas.
Recuerdo perfectamente una mañana soleada de junio, donde el parque del Retiro colindante con la Dirección General hermoseaba antes de la inminente e inexorable canícula, en la que habíamos sido convocados diversos funcionarios para acometer esa hercúlea e ímproba tarea de fijar los criterios de reparto de los fondos regionales. Llegué a la calle Alfonso XII y coincidí en la puerta principal con Enrique, quien descendía en esos momentos de su coche oficial, despidiéndose amablemente de Emiliano, su chófer. En el umbral, y en atenta espera, se hallaba un joven ujier de apenas veinte años. Enrique había tomado posesión de su cargo un par de días antes, pero saludó al chico por su nombre de pila y Javier, quien así se llamaba, correspondió a ese gesto -impensable en un alto cargo que ni siquiera conocía todavía bien su despacho oficial- con unas muestras de gratitud que perduran en mi recuerdo. Ese gesto intrascendente -trivial para muchos, e incluso inicuo para quienes piensan que siempre es conveniente marcar las distancias- debo confesar que me cautivó. Si un Director General, recién llegado, se había tomado la molestia de averiguar el nombre de un joven bedel (entre otros tantos), me preguntaba qué no haría para cuidar todo lo que fuese menester en su trabajo ordinario y acometer e impulsar los esfuerzos que se requiriesen de su acreditada competencia profesional como Inspector de Hacienda del Estado y Abogado en ejercicio hasta hacía unos pocos días antes.
Y así fue. Enrique alentó e impulsó una comisión de expertos, entre los que tuve el honor de integrarme, que marcó las líneas constitucionales y financieras de esa cesión parcial del IRPF a las Comunidades Autónomas. Incluso en los momentos inevitables de atasco o de disenso en las muchas y reiteradas reuniones que mantuvimos en esa Dirección General y en el Instituto de Estudios Fiscales, jamás faltó el renovado ánimo de Enrique, quien nunca nos recriminaba llegar tarde al desayuno, sino que calentaba de nuevo nuestra taza de ilusión para concluir la tarea encomendada. Mis recuerdos más íntimos sobre esa imprescindible tarea de liderazgo de Enrique son inefables y probablemente me equivocaría a la hora de expresarlos por el inevitable silencio que los constituye.
Hace apenas unos días, tuve el placer de cenar en Valencia con D. F. José Navarro Sanchis, Magistrado de la Sala Tercera del Tribunal Supremo, jurista de una talla descomunal, quien presentaba un libro sobre responsabilidad tributaria de unos profesores universitarios, alumnos míos en la Facultad de Derecho de la capital levantina. El recuerdo y la figura de Enrique surgió fluida y sentida en nuestra conversación posterior. Me comentó su señoría que había escrito un obituario al respecto en un blog fiscal muy conocido y le pedí que me lo enviara, pero por sus palabras y la honda amistad que les unía, bien sabía que no necesitaba leerlo. Es más, no quise siquiera hacerlo, con el fin de que su fina y emotiva pluma no mediatizase este memento sobre nuestro querido amigo común.
Trabajador infatigable, Enrique me invitó en reiteradas ocasiones a las muchas y muy distintas iniciativas que en su larga trayectoria profesional le encomendaron. Desde periciales penales en complejos asuntos profesionales hasta comisiones de estudio sobre reformas impositivas. Tuve el honor de acompañarlo recientemente, ya muy enfermo, a la elaboración de un libro para la Asociación Española de Asesores Fiscales (AEDAF) donde paladeé especialmente de nuevo su vasto magisterio y profunda amistad. Era extraordinariamente honesto y solícito en el trabajo. Tan delicado de espíritu que evitaba a toda costa que sus personales criterios arrumbaran la verdad o prevaleciesen sobre mejores opiniones de terceros, aunque éstos no tuviesen, ni de lejos, su altura intelectual y humana. Recuerdo unas jornadas tributarias organizadas por el Colegio de Titulares Mercantiles de las Islas Baleares, donde coincidí con él y el profesor Casado Ollero. En su intervención, Enrique expuso sus opiniones sobre el sistema fiscal español y, sin duda, bajo el poderoso influjo de su pasado como Director General y Secretario de Estado de Hacienda, asumió con pesar la inevitable necesidad de una futura subida del IRPF, atendida nuestra abultada deuda pública. Debo reconocer que tanto Gabriel Casado como yo mismo nos mostramos radicalmente contrarios a dicha propuesta y abogamos firmemente por el necesario control del gasto público y la necesidad de que éste se sometiera a unos imprescindibles parámetros de eficiencia, eficacia y economía, de los que no tenemos noticias en nuestro sistema financiero patrio. Tan vehementes fuimos en nuestra exposición que Enrique, sin gesto alguno de molestia o de pesar por la reconvención, reconoció que le habían convencido plenamente nuestros argumentos, tras de lo cual, seguimos contrastando pareceres disfrutando de un estupendo paseo por la bahía de Palma. Era una verdadera delicia conversar con él. Como es natural, le pedimos sentidas disculpas por si nuestra opinión o incluso la forma de transmitirla en público le habían contrariado lo más mínimo, a lo que repuso con una franca sonrisa que se sometía siempre al superior criterio de la doctrina, lo que nos tranquilizó de inmediato. ¡Qué grandeza la suya!
Recuerdo también vívidamente otra anécdota que no me resisto a contar, transcurridos ya más de veinte años -cómputo legal de la prescripción de delitos de mucha gravedad- porque retrata extraordinariamente el delicado espíritu y la enorme inteligencia que adornaban a Enrique. Estábamos reunidos en la sede del Ministerio de Economía en la plaza de Cuzco, con ocasión de una sesión del Consejo para la Defensa del Contribuyente, órgano asesor del Secretario de Estado de Hacienda, del que ambos formábamos parte, él en su condición de Director General de Tributos y yo en la mía de profesor de Universidad, como uno de los representantes de la sociedad civil y la asesoría fiscal. También nos acompañaba en aquella ocasión nuestro querido amigo, el prof. Gorjón Palenzuela, Vocal del Consejo también en la misma condición que la mía. Nos hallábamos analizando una queja formulada por una contribuyente, quien manifestaba su disconformidad con la contestación que a su escrito le había trasladado la AEAT. La ciudadana se lamentaba de que la Administración no le suministrase la información con trascendencia fiscal que obraba sobre ella para elaborar adecuadamente su declaración por IRPF. Dicha contribuyente no era otra que Dña. Magdalena Álvarez, quien fuera con anterioridad Directora del Departamento de Inspección de la AEAT, y posteriormente Ministra del Gobierno de España.
He de reconocer que la queja de la Sra. Álvarez me pareció tan justa como razonable, pero temía la reacción opuesta de Enrique como Director General de Tributos. Es más, tenía la certeza de un seguro encontronazo con él por algo que había acontecido algunos años atrás (1997), cuando Dña. Magdalena era Consejera de Hacienda de la Junta de Andalucía. En una reunión del Consejo de Política Fiscal y Financiera (órgano encargado de la coordinación entre la Hacienda estatal y las Comunidades Autónomas en materia tributaria, siendo a la sazón Ministro de Economía y Hacienda y vicepresidente segundo del Gobierno, D. Rodrigo Rato y Ministro de Administraciones Territoriales, D. Mariano Rajoy) la Consejera Álvarez manifestó en público un minúsculo error -intrascendente para Andalucía- en una de las muchísimas fórmulas matemáticas en las que se traducían financieramente los acuerdos del sistema de financiación que se sometían en esos momentos a aprobación. Enrique era en tal circunstancia el Director General de Coordinación con las Haciendas Territoriales y, por lo mismo, el responsable último de dichas fórmulas. El gesto de la Consejera, ante los Ministros y el resto de Consejeros del resto de las CC AA me pareció de todo punto inapropiado, máxime si tenemos en cuenta que se trataba de compañeros en el cuerpo de Inspectores de Hacienda del Estado. Hubiera bastado una discreta reconvención en privado a Enrique para advertir de ese intrascendente lapsus calami, pero la Sra. Álvarez optó por la senda política y el estrépito. Todo esto enmarca perfectamente el paspartú del cuadro de esos temores míos a que Enrique pudiera considerar precipitado, inconveniente o incluso desleal mi apoyo explícito a la queja de dicha contribuyente. A pesar de todo ello, me sobrepuse a esa suposición mía y, como me pareciera justa la solicitud, apoyé abiertamente la queja, exponiendo algunas de las razones que avalaban su atención pues, a pesar de las serias objeciones de contrario que vertieron otros miembros del Consejo para la Defensa del Contribuyente, se imponía a mi juicio una relación más equilibrada entre la AEAT y los ciudadanos en la que primase la ayuda de aquélla a éstos, en la misma línea seguida por las Administraciones tributarias más modernas del mundo.
Y Enrique respondió como cabía esperar de él. Como un caballero, agradeció mi intervención y señaló la conveniencia de estudiar con atención la cuestión. Al año siguiente, la AEAT comenzó a generalizar la remisión de la información fiscal de cada contribuyente. Roma locuta, causa finita. Un ejemplo extraordinariamente elocuente de su inmenso octanaje moral e intelectual. Nunca lo olvidaré.
Por eso, y por tantas otras cosas, no puedo expresar más que un sentimiento de pena y de un hondo vacío existencial ante la temprana marcha de Enrique. ¿Cómo llenarte soledad, sino contigo misma?, dejó dicho Luis Cernuda, el poeta del deseo. Y esa orfandad es la que experimento ahora mismo, evocando el recuerdo del amigo y del maestro. Hallo consuelo, sin embargo, en que su egregia figura y las vivencias que lo evocan, me proveen de remedios para abrigarme del frío de la nada, más grave aún que el frío de la muerte. El dolor queda uncido inevitablemente a la nostalgia, pero cuando la trágica ausencia no es otra cosa que una vida verdaderamente vivida, como lo fue en el caso de mi querido amigo Enrique, siento inevitablemente la fuerza de ese río de leones, metáfora que García Lorca deslizara en el llanto por Ignacio Sánchez Mejías.
Descanse en paz.
Andrés Sánchez Pedroche
Catedrático de Derecho Financiero y Tributario
Abogado
Hermoso comentario que comparto totalmente.