Aun se está riendo un amigo empresario que escuchó una entrevista que me hicieron en Radio Nacional hace unas semanas. Me preguntaron, en un ámbito enmarcado por cierta documentación panameña que trascendió al gran público, por el papel jugado por los asesores fiscales en la defraudación a gran escala.
Mi respuesta fue tajante y creo que puede ser compartida por la gran mayoría de personas que trabajan en algún ámbito relacionado con los impuestos, sean asesores, magistrados, letrados de instituciones del Estado o funcionarios de las administraciones tributarias: los asesores fiscales no son más que unos colaboradores sociales que, en su práctica unanimidad, tienen como objeto nuclear de su trabajo el que la gente cumpla con sus obligaciones fiscales. Ni más, ni menos.
En efecto, aunque comúnmente se piense que por colaborador social solo debe entenderse a aquella persona o estructura que trabaja para los llamados terceros sectores, o para los necesitados o los que sufren alguna lacra social, como la drogadicción, lo cierto es que la práctica totalidad de la población tiene una serie de deberes fiscales –cuyo cumplimiento, según un reciente estudio, le supone económicamente casi la mitad de su año natural de trabajo- que desconoce o que, conociéndolos, le resultan de imposible cumplimentación sin la ayuda de un profesional.
Ahí entran una amalgama de profesiones que son llamadas habitualmente como de asesoramiento fiscal –vulgo, gestores-, que se dedican cada una con sus peculiaridades y sin ninguna cortapisa colegial en su objeto, a que el contribuyente cumpla. Y no me refiero solo a que pague, no. Eso sería relativamente sencillo. Me refiero a que cumpla con la miríada de obligaciones formales y materiales relacionadas con los impuestos que la legislación ha ido ampliando hasta la práctica atrofia actual del sistema.
Para que ello pueda verse de forma casi fotográfica, en España hoy en día tenemos una Administración tributaria que actúa como un Gran Hermano, recibiendo millones de flujos de información susceptibles de que su maquinaria actúe. Las discordancias harán que ese ente arrastre, lenta pero implacablemente, sus pies utilizando unas armas inusitadas para proteger al sistema. Por pequeño que sea el incumplimiento y por mucho que intente el contribuyente defenderse, cosa que le costará mucho dinero, esfuerzo, tiempo y salud, el cachalote tributario seguirá con la boca abierta en espera de su krill tributario.
Y es que, en el fondo, la tarea a la que se dedican los asesores fiscales no deja de ser similar a aquella que Yahvé encomendó a Jonás y por la cual se mantuvo tres días en el vientre de una ballena: ayudar al pueblo de Nínive –en nuestro caso, España- a dejar de malvivir en la corrupción.
Como se observará, ese ente ultraterrenal que hoy representa la AEAT permanece pasivo y solo se dedica a pastorear el sistema, de forma que la población que queda en el extrarradio –señaladamente, las mafias, la droga, la economía sumergida, la prostitución- viven fuera de su jurisdicción y, de ese modo, campan a sus anchan en un submundo feliz del que solo les puede sacar, con un esfuerzo ímprobo por su parte, los cuerpos y fuerzas de seguridad del Estado.
El gran mal, en todo caso, es que en la grey del asesoramiento fiscal se mezclan diversas profesiones con capacidades muy diversas. Por formación, no puede –o no debería poder- dar el mismo consejo un abogado que un gestor administrativo, del mismo modo que un economista sabe por naturaleza hacer números mejor que un diplomado en relaciones laborales.
Esa desregulación, que puede generar desconfianza al contribuyente profano, tiene una teóricamente sencilla solución: configurar un estatuto del sector profesional, en el cual se limiten claramente las funciones que pueden ejercer las churras frente a las merinas, poniéndose así una etiqueta de excelencia a los profesionales de más alta graduación educativa, a los que yo llamaría “colaboradores fiscales”.
En ese ámbito, el modelo estadounidense nos puede servir de comparación válida, pues en dicho país se discrimina positivamente al asesoramiento fiscal más especializado que, resultando mucho más caro, da un marchamo frente al IRS –la administración tributaria americana- de buena fe en la actuación del contribuyente.
De esta manera, el sistema ganaría en confianza desde diversos puntos de vista y la profesión no resultaría tan vilipendiada porque unos pocos, sea por ignorancia o por mala fe, cooperen en la comisión de fraudes fiscales.
Y así, podríamos llegar a entender la enseñanza del Señor en la parábola de Jonás: que todos los hombres, tanto si pertenecen al pueblo de Israel como a cualquier otro, somos hijos suyos y somos amados como tales, pues su misericordia y amor son infinitos.
Publicado hoy en Iuris & Lex -elEconomista-.