“Lo” económico administrativo –así, con artículo indeterminado- es el título de una magnífica monografía del sevillano Pedro L. Serrera, Abogado del Estado con un conocimiento extraordinario del particular, en la que volcaba todo su saber sobre la historia y ámbito de “lo” que él calificaba, y con razón, jurisdicción tributaria.
La monografía –no en coautoría, como otras- está publicada en 1966, y tenía su origen en su tesis doctoral. Poco después, mediante la Ley 10/1973, el modelo de justicia tributaria patrio era objeto de una reforma coyuntural que estaba destinada a transformarlo de modo profundo.
El TJUE, en su sentencia de 21 de enero de 2020 (Asunto C-274/14) [EU:C:2020:17] ha fulminado el art. 237.3 LGT, lo ha vaciado de contenido, y ha sentenciado con rotundidad que los órganos económico-administrativos españoles no tienen naturaleza jurisdiccional, a los efectos de su eventual legitimación para plantear cuestiones de prejudicialidad, en los términos previstos en el art. 267 TUE.
Es una buena ocasión para volver, “ancora”, sobre la vexata questio del modelo español de administración de justicia tributaria, sobre la naturaleza de “lo” económico-administrativo.
En apretado resumen, durante todo nuestro siglo diecinueve –como nos ha enseñado un eminente estudioso de su historia, el Prof. Martín Rebollo- la justicia administrativa basculó, alternativamente, entre el sistema de jurisdicción retenida –en el seno de la propia Administración (pasiva), aún impartida por órganos distintos a los de gestión (activa)- y el de jurisdicción delegada, en órganos judiciales.
La justicia tributaria conservó siempre, en cambio, su carácter de jurisdicción especial retenida, en manos del Ministerio de Hacienda (de sus órganos económico-administrativos), aun cuando desde 1902 sujetas sus resoluciones a revisión por el más alto órgano de la jurisdicción contencioso-administrativa, el Tribunal Supremo.
Desbordado el Tribunal Supremo por los efectos de la soberbia Ley de la jurisdicción contencioso-administrativa de 1956, en 1973 este modelo se desequilibró, al atribuir la revisión de las resoluciones de lo económico-administrativo a las salas de lo contencioso de las Audiencias territoriales, primero, de la Audiencia Nacional, más tarde (1977), respecto del TEAC, de los Tribunales Superiores de Justicia, al disolverse las Audiencias territoriales (1980), por cuanto a las emitidas por los TEAR, y, finalmente (1998), a los juzgados contencioso-administrativos respecto de los actos tributarios relativos a tributos locales y propios autonómicos. Manteniéndose, claro está, en la cúspide de la pirámide la casación ante el Tribunal Supremo.
Con esta modificación nuestro sistema de administración de justicia tributaria pasó a llevar tirantes (jurisdicción retenida en el seno de la Administración) y cinturón (jurisdicción delegada en el contencioso-administrativo). Un doble filtro complejo, desproporcionado, incongruente e insólito en términos de Derecho comparado. Desde entonces, 1973, ahí estamos.
En un primer momento, el TJUE pensó que lo económico-administrativo era una auténtica jurisdicción, con todos los requisitos para presentar cuestiones de prejudicialidad (origen legal; permanencia de sus miembros; carácter obligatorio; procedimiento contradictorio; aplicación de normas jurídicas; e independencia), y así lo consideró en dos relevantes sentencias, ambas –por cierto- con origen en el TEAR de Cataluña: Gabalfrisa, de 21/03/2000 [EU:C:2000:145] y Transportes Bessora, de 27/02/2014 [EU:C:2014:108].
Pues bien, como ya apuntaba el Abogado General Hogan, en sus conclusiones, y pese a que algunos comentaristas, como Ibañez García, con indudable sentido y buena intención, hicieron votos por que no fuera así –Tribunales económico-administrativos y cuestión prejudicial europea- el TJUE ha sentenciado que a lo económico-administrativo le falta un hervor para ser una auténtica jurisdicción con competencia para interponer cuestiones de prejudicialidad: la independencia.
Y ello porque para que se pueda predicar la independencia de un órgano de resolución de recursos, a estos efectos, dice el Tribunal, se debe de “excluir toda duda legítima en el ánimo de los justiciables en lo que respecta a la impermeabilidad de dicho órgano”: a tenor del régimen jurídico que rige la composición del órgano, el nombramiento de sus miembros, los supuestos de abstención y recusación en caso de conflicto de intereses, y los que regulan su cese.
En definitiva, debe acreditarse la plena autonomía –sin vínculo jerárquico-, inamovilidad en su puesto, imparcialidad –como equidistancia y ausencia de interés-, y calidad de tercero en la causa, de los miembros del órgano de enjuiciamiento.
Pues bien, nada de esto se cumple en los órganos económico-administrativos españoles, a juicio del Tribunal, básicamente por dos razones: En primer lugar, el nombramiento de sus componentes –todos ellos funcionarios de la Administración general del Estado- se hace mediante Real Decreto (arts. 29.2 del RGRA, 520/2005) u Orden ministerial (art. 30. 2 del RGRA), teniendo el Presidente del TEAC la categoría de Director general del Ministerio de Hacienda, sin que su cese esté sujeto a garantías especiales; Por otra parte, la composición de la Sala especial para resolver los recursos extraordinarios de unificación de doctrina (art. 243 LGT) evidencia una “confusión entre la condición de parte y la de miembro del órgano que ha de conocer el recurso”.
En resumen, se advierten por el Tribunal, en los tribunales económico-administrativos, unos vínculos orgánicos y funcionales con el Ministerio de Hacienda que no garantizan el que sus miembros puedan ser por completo ajenos a “presiones externas, directas o indirectas” en el desempeño de sus funciones de enjuiciamiento.
Son, pues, órganos administrativos, dependientes de la Administración general del Estado, cuyas resoluciones están sujetas a revisión judicial, propiamente dicha, ante la jurisdicción contencioso-administrativa, en el seno de la cual, por supuesto, se puede dar cauce al mecanismo de revisión prejudicial ante el TJUE.
Hasta aquí la argumentación del TJUE. Pues bien, a mi parecer, los tribunales económico-administrativos no se merecen este varapalo. Y el culpable del mismo no es el Tribunal europeo, cuyo pronunciamiento resulta impecable, sino la resistencia numantina de los responsables de la política normativa española a abordar una reforma en condiciones, a fondo, de nuestro sistema de administración de justicia tributaria.
Los tribunales económico-administrativos están integrados por profesionales de primera categoría que realizan un trabajo extraordinario en unas condiciones demasiadas veces penosas. Son imprescindibles, en nuestro modelo de sistema tributario, y desarrollan su función con unos niveles de calidad considerables y unos recursos escasos. Con toda franqueza, y sin atisbo de sorna, me parece una labor admirable la que realizan; tienen una tradición, un prestigio, incontestables que no merece ser expuesto al escarnio público con la crudeza que lo ha hecho –insisto, arrastrado a ello por el marco normativo que les resulta aplicable- una Alta instancia judicial europea.
Como se señalaba más arriba, desde 1973 la vía económico-administrativa no es sino un recurso previo administrativo, preceptivo, para acceder al recurso judicial ante la jurisdicción contencioso-administrativa. Desde esa fecha no se puede considerar más esta vía como una jurisdicción especial retenida, sino como la formalización en Derecho tributario de lo que en Derecho administrativo se conoce como el necesario “agotamiento de la vía administrativa”.
Pues bien, en una magnífica ponencia presentada por el Prof. Palao en el último Congreso de la EATLP -celebrado en la UC3 de Madrid la pasada primavera- con el título Is the previous exhaustion of administrative procedures a necessary condition to access judicial procedures?, se seguía, a este respecto, la tesis expuesta por la Catedrática de Derecho financiero y tributario de la Universidad de Alicante, Yolanda Martínez, en otro artículo sobre el particular: Como tal recurso previo administrativo, lo económico-administrativo se ha de articular en su organización y procedimiento de forma proporcionada a lo que debiera de ser su función, orientándose a mejorar la calidad del actuar de la Administración tributaria, a incentivar la conciliación con los contribuyentes y a preparar, cuando esto no sea posible, el recurso judicial. Nada más, y nada menos.
Y eso no pasa, como tantas veces se ha propuesto, también desde la AEDAF, por otorgarle carácter facultativo: no se resolvería gran cosa, al revés, el contencioso-administrativo se colapsaría inútilmente. Transita, a mi modesto entender, por reinventar “lo” económico-administrativo, aprovechando las espléndidas mimbres que lo acreditan, su experiencia y su inestimable potencialidad.
Recientemente el profesor y abogado Jesús Rodríguez se decantaba por la conveniencia de ampliar las posibilidades de conciliación en el ámbito tributario, y a dicho propósito postulaba la reconversión de las Oficinas técnicas de la AEAT para que se desarrollasen en las mismas esa fase de conciliación, también respecto de los actos emitidos por órganos de gestión, recaudación o, añado yo, del Catastro.
El Prof. Lago Montero, Catedrático de Derecho financiero y tributario de la Universidad de Salamanca, y Magistrado suplente en el TSJ de Castilla y León, se pronuncia en una exhaustiva y documentadísima obra sobre litigiosidad tributaria. Estado, causas y remedios a favor de convertir los tribunales económico-administrativos en una jurisdicción tributaria con competencia, también, en materia de Haciendas autonómicas y locales.
Ese es, sin duda, el modelo imperante en Derecho comparado, y hacia el que han transitado otros órganos de semejantes características a nuestro económico-administrativo que existían en otros ordenamientos tributarios -Canadá, Reino Unido, Alemania- o hacia el que se viene encaminando desde 1992 –con dificultades, sin duda- el más cercano al nuestro, el italiano.
A mi entender, una combinación semejante es lo que se merece el sistema tributario español: la armazón de unas Oficinas de apelaciones –con la denominación norteamericana, o como quisieran llamarse- en las propias Administraciones tributarias –estatales, autonómicas y locales- orientadas a lograr una conciliación con el contribuyente, cuando tal cosa tuviera sentido –que es la más de las veces- o a preparar el posterior recurso judicial, en caso contrario; el despliegue de una verdadera jurisdicción contencioso-tributaria, en el seno de la contencioso-administrativa, o no, que actuase en primera instancia en tribunales creados a partir de los que en la actualidad se denominan económico-administrativos, y, en segunda instancia, por apelación, ante la Audiencia Nacional (para aquellas pretensiones que por cuantía se reservase un reformulado TEAC, como Tribunal Central de lo Contencioso Tributario), o ante los Tribunales Superiores de Justicia, para el resto.
Una reforma de esta envergadura y entidad es lo que verdaderamente se merece lo económico-administrativo, para reforzar su indudable prestigio, acreditar de forma indubitable su independencia y poner las bases de un sistema de administración de la justicia tributaria en España emparejado con los ordenamientos tributarios en los que funciona de forma más eficiente y justa.
No cabe duda de que son muchas y complejas las dificultades políticas, administrativas, económicas, normativas (en lo procesal y en lo sustantivo), corporativas –de todo orden- que habría que vencer para que nuestro modelo de administración de la justicia tributaria se orientase en dicha dirección. Pero sería enormemente rentable el abordarlo -tanto para los contribuyentes como para las Administraciones tributarias- y, en última instancia, un objetivo inexcusable si pretendemos disponer de un sistema tributario –de una organización de la justicia tributaria- que no vuelva a ser vapuleado por el TJUE; un modelo acorde con las exigencias del Derecho de la UE, de los arts. 41 y 47 de la Carta de los derechos fundamentales de la Unión Europea. Eso es lo que, en justicia, se merece “lo” económico administrativo: ni más, ni menos.