El contexto histórico. Una novela real.
Recordabamos hace no más de una semana como nuestra ciudad natal, Barcelona, tiene el honor de tener en su nomenclátor a don José Mejía Lequerica, uno de los constituyentes de 1812, persona que unía a su gran capacidad oratoria, el singular hecho de ser un indiano -ecuatoriano de nacimiento-, representante destacado del Nuevo Mundo en aquel momento histórico fundamental que fue el de las Cortes de Cádiz.
El aspecto más llamativo de su impulso político, para la mente de un lector del siglo XXI, es su voluntad de hierro por configurar un ordenamiento jurídico español que resultara también aplicable a las colonias, es decir, propugnaba la igualdad de derechos entre nacionales, criollos e indígenas, algo realmente novedoso para la época.
Este hecho se consumó en la Constitución de Cádiz, de la que fue constituyente junto a Agustín de Argüelles quien, curiosa y desgraciadamente, no tiene calle en la ciudad condal a pesar de haber sido un ilustrado, liberal, y considerado universalmente como padre de la primera constitución liberal europea.
Sí, repetimos: primera constitución liberal europea. Y lo decimos sin ambages porque ya en los albores del siglo XIX se ponía en duda algo que ahora parece un dogma irrebatible: la toma de la Bastilla y el resto de actos que nacieron en la Francia de 1792 tenían poco de liberales, por no decir que sus consecuencias inmediatas fueron el Terror y el conflicto, y a corto plazo, el resultado fue el absolutismo de nuevo cuño de los Bonaparte, donde su más ilustre representante, Napoleón, de haber nacido en el siglo XX hubiera sido tomado sin duda por un dictador.
Ya, ya, a nosotros también nos enseñaron aquello de que la libertad, igualdad y fraternidad vino – como la cigüeña- del país galo, pero esa es una de esas mentiras históricas que, de tanto repetirse, se convierten en realidad.
En efecto, nuestra Carta Magna, mucho más semejante a la Declaración de Libertades americana, fue una obra celebérrima por su progresismo, creada por unos ilustrados liberales bajo el asfixiante ataque de las tropas napoleónicas que invadían la península. La Constitución nace durante el sitio de Cádiz.
Además, desde entonces caló hondo en el sentimiento de los ciudadanos el concepto de «nación española» tan denostado hoy en día; pero también hubo sombras en el texto fundamental, pues desgraciadamente tuvo una nula aplicación práctica ya que a los dos años retornaron los Borbones a regir nuestros designios, reestableciendo una monarquía absolutista que las Cortes de Cádiz habían derogado.
En fin, hubiésemos querido darle un toque novelesco a esta primera parte de nuestro artículo conmemorativo que hoy queríamos presentarles, pero debemos reconocer que no hemos sabido hacerlo . De todos modos, nos permitimos remitirles a la novela de Pérez-Reverte, «El asedio«, ambientada en el Cádiz constituyente y combativo contra las tropas napoleónicas, donde tendrán buena cuenta del tamaño de sus personajes históricos más importantes.
Baste aquí, a modo de reflexión, transcribir las palabras de otro insigne olvidado, el sevillano José Blanco White quien, en sus Cartas de España escribía, poco antes de La Pepa lo que sigue:
«Españoles: tiempo es ya de que nuestra leyes recuerden de su letargo para velar igualmente sobre los individuos de este pueblo generoso (…), que ni los honores ni las riquezas autoricen a despreciar al más desconocido ciudadano; que el nombre santo de la justicia no se oiga con pavor en el hogar honrado del pobre, en tanto que se insultan tranquilamente sus leyes en el palacio del poderoso; que los magistrados tengan el carácter de padres que protegen a los débiles y no el de perseguidores que viven de hallar delitos; que la persona del menestral más oscuro y la del titulado más opulento sean igualmente respetadas; que sean iguales los medios de proceder contra uno y otro caso de hallarlos criminales, y que no baste el hambre de un esbirro a arrastrar al pobre a una cárcel, cuando apenas alcanza la autoridad del magistrado para proceder contra un magnate; que todos los ciudadanos sean iguales y libres en su industria; que un sistema de exacciones violento y opresivo no haga dificultosa la subsistencia del que trabaja; y que el pobre no canse infructuosamente sus brazos para que vengan a arrancarle el pan que preparaba para sus hijos; que la carrera de los honores esté abierta a cuantos los merezcan sirviendo a la patria y que infinitos individuos del pueblo condenados hasta ahora al desprecio y la miseria, abran su corazón a la esperanza de ser algo (…). En una palabra, que las leyes y el gobierno que haya de ejecutarlas tengan la conducta de un buen padre cuyos hijos han sido favorecidos unos y otros maltratados por la fortuna. Su amor es para todos, sus atenciones para los que más valen, su protección para los más desgraciados». El subrayado es nuestro.
Curioso porque muchos haríamos la misma súplica a los Reyes Magos para las próximas Navidades…¿a que doscientos años no son nada?
¿Qué es la Constitución de 1812? Una breve definición.
La Constitución de 1812 es un fracaso y un éxito, a la vez. Esta contrariedad se explica porque, pese a que la Constitución no gozó de la ansiada vigencia de quienes la promulgaron (apenas estuvo en vigor un puñado de años, 1812-1814, 1820-1823 y 1836-1837), su existencia supuso un punto y aparte en la Historia de España, incorporando, formalmente, a España en la época contemporánea, en la modernidad política. Dicho texto representó el inicio de los cambios liberales y sociales que han permitido la transformación de nuestra Nación.
Asimismo, la Constitución de 1812 es uno de los hitos del liberalismo pues es el fruto de un conjunto de hombres cultos e ilustrados, que sienten libres y beben de las fuentes de la mejor tradición liberal. En plena Guerra de la Independencia, la España en armas era un proyecto que no tenía definida a quién le correspondía la soberanía y su titularidad y, es que, una de las singularidades del citado enfrentamiento bélico radica en que, por el bando español, es el pueblo, sin Rey ni Gobierno, quién espontáneamente se levanta, organiza, resiste y vence al invasor francés.
Para los liberales actuales, estos hombres son unos héroes, pues en un momento de gran adversidad y pese al poco predicamento popular, buscan el verdadero avance de los hombres de su época y la transformación de un Reino obsoleto en una Nación libre y moderna.
Fue promulgada en Cádiz el 19 de Marzo de 1812, día de la festividad de San José, razón por la que popularmente fue conocida como “La Pepa”. Compuesta de 10 títulos y 384 artículos, es el primer código político español a tono con el movimiento constitucionalista europeo contemporáneo (y el tercero, a nivel mundial, después de la Constitución americana de 1787 y la Constitución francesa de 1791).
La transcendencia política de la Constitución.
La Constitución supuso una importante ruptura con el pasado histórico, político y social. En concreto, el citado vértice legal, establecía una monarquía liberal y parlamentaria con base a los principios de soberanía nacional y una auténtica separación de poderes. El texto era avanzado a su tiempo y su influencia fue tal, que sirvió de inspiración en otros países o naciones, como Portugal, Nápoles y Piamonte (y por extensión, la futura Italia), Grecia, Polonia y muchos de nuestros hermanos de Latinoamérica (sirviendo de base de los primeros textos de gran parte de las naciones independientes).
Aquellos hombres dieron un golpe encima de la mesa y plasmaron con un lenguaje sencillo y emocionado, principios fundamentales tan importantes como los siguientes:
- Soberanía nacional,
- Separación de poderes,
- Libertad individual,
- Derecho de representación,
- Libertad de expresión, prensa e imprenta,
- Inviolabilidad del domicilio
- Garantías procesales y penales.
- Promoción de la educación pública y universal.
No es un cambio o reforma, es una ruptura definitiva. El hombre deja de ser súbdito para ser ciudadano.
Los ecos del pasado resuenan con gran estridencia en nuestros oídos pues, transcurridos doscientos años, algunas nubes ensombrecen aquel sueño histórico. En efecto, entre otras nubes, la partitocracia y una administración desbordada conforman un monstruo (un auténtico Leviathán) que arrasa con principios tan fundamentales como la representación del individuo, la separación de poderes y, en definitiva, la libertad del ciudadano.
Invita a su lectura el Capítulo Primero del Título Primero pues es de una extraordinaria belleza. En efecto, el artículo 1 proclama que “La Nación española es la reunión de todos los españoles de ambos hemisferios” y siendo que es así, dicha “Nación española es libre e independiente, y no es ni puede ser patrimonio de ninguna familia ni persona”. Siendo así, en ella reside la Soberanía y tiene como obligación “conservar y proteger por leyes sabias y justas la libertad civil, la propiedad y los demás derechos legítimos de todos los individuos que la componen”.
“Un Estado se llama libre cuando es dueño de sí mismo y tiene el derecho de hacer sus propias leyes, sin que se le pueda precisar a obedecer sino a aquellas que ha consentido. Así es que el artículo tercero no es más que el desenvolvimiento y una consecuencia necesaria del segundo”. Diego Muñoz Torrero en la Sesión de las Cortes de Cádiz de 29 de agosto de 1811.
Por entonces, el concepto de Nación se identificaba con la reunión (que no unión) de hombres libres que, de forma voluntaria, deciden ponerse bajo el imperio de la Ley, una Ley en la que ellos participan y se adhieren. Lejos resuena hoy dicho concepto fundamental, motor del verdadero progreso y avance de la humanidad, pues la ideología nacionalista se ha encargado de ensuciar y mancillar dicho concepto con alegorías étnicas, de sangre, lengua o cultura, con un fin último: la ruptura de la reunión, la fijación de diferencias, la separación, el conflicto.
Aquella era una reunión de patriotas, en la verdadera acepción del término, amantes de su tierra, de sus pueblos, de sus singularidades y diferencias pero reunidos juntos en su proyecto como Nación libre. Lo único que importaba es que el Estado debía fundarse en personas libres e iguales, el pueblo en su conjunto: por, con y para el pueblo.
Uno de los rasgos hoy silenciados y que representan una importante ruptura con el status quo previo, es la omisión querida a toda referencia a los territorios con fueros, lo que equivalía, de facto, a su no reconocimiento. Ciertamente, los regímenes forales de las Vascongadas y Navarra no se derogaron explícitamente, no obstante, de haberse mantenido la vigencia del texto constitucional, su pervivencia estaba seriamente comprometida (contrariamente, a lo que muchos creen, si dichos regímenes forales aún hoy existen se debe a que los sucesivos gobiernos liberales y progresistas se vieron abocados a pactar y transigir ante los sectores más reaccionarios y absolutistas, como el carlismo – Dios, Fuero y Rey –, especialmente, presentes en dichos territorios).
En materia económica, sin duda alguna, la Constitución planteaba una pléyade de cambios y reformas tendentes a la liberalización y modernización de la economía: desaparecen algunas instituciones históricas, como la Mesta y los gremios (se creía que estas dificultaban el libre comercio y el desarrollo económico); se liberalizó el comercio agrícola, se estableció la apertura de puertos, la supresión de aduanas interiores, se dio libertad en la contratación de mano de obra, etc.
En este ámbito, y en coherencia con la voluntad de eliminar privilegios y demás instituciones arcaicas, se suprimieron los diezmos y demás prebendas de la nobleza y la Iglesia, así como ya se fomentó las primeras políticas de desamortización (decreto de 13 de septiembre de 1813 basado en la Memoria económica de José Canga Argüelles) como vía para conseguir resolver la Deuda Pública. Igualmente, con la Constitución se preveía la homogeneización de la estructura y administración judicial, con la consiguiente desaparición de los viejos tribunales eclesiásticos, la denominada Inquisición.
Evidentemente que se mantuvieron grandes anclajes históricos, como la confesionalidad del Estado, la pervivencia de la monarquía (si bien, con importantes limitaciones y vaciándola de gran parte de su contenido y poder), la falta de derechos políticos de las mujeres y muchas otras cuestiones. Los constituyentes buscaron una solución pactada, una ruptura asumible y unos cambios que no generasen una división entre españoles. Debe recordarse que en las Cortes reunidas, en la redacción y discusión del texto, participaron hombres de todos los estamentos sociales (alto clero, juristas, catedráticos, militares, nobles, comerciantes, escritores, marinos, terratenientes y médicos). Quedan para la Historia, entre otras, las figuras de Agustín de Argüelles, Diego Muñoz Torrero, el americano Mejía Lequerica, el escrito Martínez de la Rosa o Nicasio Gallego.
Leemos y escuchamos con asombro, como crítica o denuncia, que los liberales eran unos pocos. Pues, más mérito para ellos, pues una minoría consiguió que la mayoría se sumase, aunque fuese a costa de mantener algunos puntos. Esta es una gran enseñanza histórica; la fuerza de las ideas acaba convenciendo sin necesidad de armas ni mayorías aplastantes.
Asimismo, este pactismo es hoy criticado con cierta ligereza, pues es muy fácil ver los toros desde la barrera, pero ¿acaso en algún otro territorio se habían logrado tantos avances en tan poco tiempo? Digan lo que digan, son muchos más los cambios y rupturas históricas, es descomunal el salto adelante para el progreso político, económico y social de nuestro país.
La Hacienda pública en La Constitución de 1812.
Siquiera sea por efectuar un guiño a nuestros intereses profesionales, vale la pena incidir en aquellos aspectos relacionados con la Hacienda Pública.
En el artículo 8 se dice “(…) está obligado todo español, sin distinción alguna, a contribuir en proporción de sus haberes para los gastos del Estado”. Ya tenemos el principio general, un sistema contributivo obligatorio y con un reparto equitativo de las cargas. La progresividad y demás concepciones son posteriores pues, inicialmente, el verdadero cambio implicaba que, no habiendo distinciones entre los ciudadanos, igualdad ante la Ley, todos deberían contribuir al sostenimiento del Estado.
En este orden de cosas, las Cortes, entre sus reformas económicas, pretendían establecer un impuesto único y una Caja Única, en contraposición a la multiplicidad de tributos y figuras recaudatorias existentes en el Antiguo Régimen: “Habrá una Tesorería general para toda la Nación, a la que tocará disponer de todos los productos de cualquiera renta destinada al servicio del Estado” (artículo 345).
Disponiendo así de todos los recursos, la distribución de los mismos se resolvía de forma adecuada, al decir, en el artículo 344 que, “fijada la cuota de la contribución directa, las Cortes aprobarán el repartimiento de ella entre las provincias, a cada una de las cuales se asignará el cupo correspondiente a su riqueza (…)”. No había problemas de pactos fiscales, en aquella época, ni existían los entes autonómicos, ni redistribuciones y demás engendros posmodernos que han conseguido en dañar la convivencia de los españoles.
Asimismo, para conseguir ese objetivo, se quería acabar con todos los privilegios, fueros y demás instituciones que mantenían distinciones entre españoles y que, en la práctica, servían de pretexto para las diferencias en las contribuciones. Por ello, en el artículo 339, se insiste en decir que, “las contribuciones se repartirán entre todos los españoles con proporción a sus facultades, sin excepción ni privilegio alguno”.
Como buenos liberales, la sana desconfianza hacia el Estado-Administración es la razón por la que, en la Constitución se establece que la Hacienda sea un ente autónomo del resto de instituciones a fin de garantizar su independencia, pero es que, además, instaura y crea la figura de los modernos auditores de cuentas, “para que la Tesorería general lleve su cuenta con la pureza que corresponde, el cargo y la data deberán ser intervenidos respectivamente por las Contadurías de valores y de distribución de la renta pública”.
Entre otras innovaciones, la Constitución introdujo el concepto de Presupuesto (artículos 341 y 342), al obligar a establecer un plan de gastos y una estimación de ingresos, así como los medios ordinarios y extraordinarios para su efectiva realización. Esta era una vieja demanda liberal, pues se pretendía que los gastos y contribuciones se sometiesen a discusión pública, en especial, mediante la aprobación parlamentaria. No sólo eso, sino que se someterían a control por una instancia independiente, el germen del moderno Tribunal de Cuentas. En efecto, estas medidas querían acabar con la arbitrariedad e improvisación de las instituciones pretéritas. Pero es que, además, engarzan con el fundamento liberal: si un individuo es libre y participa de la soberanía nacional, tiene derecho a conocer cuál debe ser su contribución y tiene derecho a controlar y supervisar que los ingresos obtenidos sirvan para el bien común de acuerdo con lo decidido previamente.
En el Discurso preliminar a la Constitución de 1812, Agustín Argüelles, decía:
“La nación no puede delegarla sino a sus representantes, a no dejar de ser libre. El usurpador más audaz sucumbiría con sus legiones si no arrancase de los pueblos que oprime el forzado consentimiento de imponer contribuciones a su arbitrio. (…). El esplendor y dignidad del trono y el servicio público en todas sus partes exigen dispendios considerables, que la nación está obligada a pagar. Mas ésta debe ser libre en determinar la cuota y la naturaleza de las contribuciones, de donde han de provenir los fondos destinados a ambos objetos. Para que esta obligación se cumpla por parte de los pueblos, de tal modo que pueda combinarse el desempeño con el progreso de su prosperidad, y para que la nación tenga siempre en su mano el medio de evitar que se convierta en daño suyo lo que sólo debe emplearse en promover su felicidad, y proteger su libertad e independencia, se dispone que las Cortes establecerán o confirmarán anualmente todo género de impuestos y contribuciones.”
Ciertamente, la reforma hacendística no cuajó, entre otras cosas, dado que la Constitución apenas estuvo unos años en vigor, en tres periodos distintos. Ahora bien, sirvió de inspiración y de guía para la reforma hacendística de Mon-Santillán de 1845, en virtud de la cual, se logró la modernización de la Hacienda española mediante la simplificación de las figuras impositivas, el establecimiento de una diferenciación entre tributos directos e indirectos, la organización de los cuerpos de recaudadores, etc.
Por otro lado, la estructura administrativa y territorial de la Constitución de 1812 tiende a una racionalización de la misma: por un lado, plantea el germen de un Gobierno o Ejecutivo central a partir de las siete Secretarias de Despacho y los Negociados; por otro lado, la división territorial se establece en las provincias, con igual régimen jurídico entre ellas, centralización y unidad nacional y la eficacia como baremo corrector. La unidad territorial básica es la Diputación provincial, órgano administrativo-económico y con un gran contenido político, si bien, esta descentralización administrativa no debería colisionar con la unidad nacional al someterse a las Cortes y al ejecutivo central. Por otro lado, los Ayuntamientos se convierten en los agentes del poder ejecutivo del Estado para el gobierno de los pueblos. Desaparecen los señoríos y cualquier otra jurisdicción ajena a la administración. En definitiva, poderes únicos con una muy descentralizada administración y la máxima cercanía del poder al ciudadano.
Conclusión y valoración final.
Como españoles, la Constitución de 1812 es un referente histórico que no debe perderse de vista pues nos debería servir de inspiración en nuestro presente y futuro; demuestra que los españoles somos capaces de lo mejor: ansias de libertad y justicia, valentía y decisión, una aspiración de futuro pese a las adversidades y contrariedades, independencia política. Como cualquier otro hecho humano, existen aspectos susceptibles de crítica o que pudiesen ser mejorables, aspectos o estrategias que se han revelado equivocadas (como la voluntad pactista o la confianza en un Borbón felón y traidor), no obstante, su realización y su proclamación abrió la Caja de Pandora de las libertades y la modernidad, de tal manera que, el cambio político, económico y social, pese a lo tortuoso del camino, se tornó irreversible. En definitiva, la España de hoy, con sus grandes defectos e inmensas virtudes, goza de una libertad, de una cierta igualdad y un progreso económico y social que, de alguna manera, se inició en dicho hecho histórico.
Pero también dicha Constitución de 1812 nos sirve para denunciar gran parte de las felonías de nuestra situación actual:
-
una clase política que no sirve a la Nación,
-
unos entes e instituciones que se apropian para sí la Soberanía nacional y amenazan nuestros derechos y libertades humanas,
-
un pueblo que ha dejado de ser patriota y deviene silente, indolente y acomplejado,
-
unos pueblos que en lugar de mantenerse reunidos viven más de las singularidades propias que de los vínculos fraternos,
-
personas moral y éticamente muertas, incapaces de levantarse ante la adversidad por un destino propio.
Como liberales, la Constitución la sentimos nuestra. Nos pasa como con nuestros hijos: los deseamos, los tenemos, les damos forma como los alfareros y, con el tiempo, descubrimos que tienen defectos o aspectos a mejorar, pero son nuestros hijos y los queremos con pasión, porque ellos, nos han hecho crecer, madurar y proyectar un futuro mejor más allá de nuestras propias personas. La esencia del hombre es la libertad, incluida, la libertad de errar.
En su Bicentenario, desde Fiscalblog, deseamos rendir un sentido homenaje a aquellos patriotas españoles que, pese a todas las contrariedades y dificultades, vivieron, como diría Stefan Zweig, un momento estelar de la Historia y permitieron que hoy, España, el mundo, sea diferente y mejor.